miércoles, 15 de julio de 2015

CREER SIN PERTENECER



“En verdad os digo: …El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, 
y yo le resucitaré el último día. 
Porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. 
El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él.”

(Juan 6, 53-56)

Reconozco que yo, antes, me aburría miserablemente en misa porque mi espiritualidad dependía de mi estado anímico, de mis sentimientos y mis preocupaciones. 

Hasta el día que comprendí que es necesario conocer a Cristo y amarle. Desde entonces escucho con atención, disfruto y entiendo la Eucaristía. 

No es merito mío ni por ello soy digno de elogio. Es a través de Jesús donde todas las lecturas, la celebración y la oración adquieren significado, sentido, valor y belleza en mí. 

En la actualidad, las convicciones religiosas del hombre postmoderno están basadas en intereses personales y consideraciones privadas. Cada cual sigue su propia guía moral. 

La fe religiosa es como la energía, no es que desaparezca, es que se transforma: este cambio supone una menor consideración hacia los preceptos y normas religiosas en la toma de decisiones de la vida privada y cotidiana. Sucede sencillamente que si no se cree en el Dios propuesto por la Iglesia, tampoco son percibidas como vinculantes las normas de comportamiento que emanan de la instancia religiosa. 

Por eso, muchos católicos caen en la tentación de construir su propia manera de ser cristiano, de crearse una fe a la medida, una “religión a la carta”: van a misa (si van) por quedar bien, por cumplir… como a cualquier otro acto social; creen en Dios pero creen sin pertenecerle, sin participar de Él, sin amarle, sin comprometerse con Él… y eso es una forma degradada de creer, una vivencia desarraigada de la fe que les conduce a una idea distorsionada, reduccionista, de lo que es la pertenencia. ¿Alguien puede casarse sin comprometerse con su pareja? ¿sin amarlla o sin participar de ella? 

Pertenecer significa sentir la satisfacción de haber sido creado por alguien, de haber sido elegido por alguien. Pertenezco a Dios porque El me ha creado, porque me elige y me ama. Lo mismo ocurre con mi comunidad cristiana que me quiere y me requiere. 

Pero también soy demandado, requerido (me gusta esta palabra: re-querido, querido dos veces), por el Señor y por mi comunidad, que esperan una respuesta de mi parte. La respuesta supone el deseo de contestar con una responsabilidad, con un compromiso. 

¿Caigo en la tentación de estar “harto de pertenecer”? ¿Pongo el énfasis en el compromiso y me agoto? ¿Mi anhelo es evitar involucrarme? 

Siempre puedo elegir, Dios me lo permite: puedo disfrutar el privilegio de ser elegido para pertenecer o salirme de ese vínculo para que mi vida no sea transformada; puedo quedarme eligiendo el contenido de mis creencias y desvinculado de la religión como una forma de crítica de la institución o puedo ir descubriendo que lo mejor que me puede pasar es implicarme con Dios en su Iglesia, dejarme orientar por mi creador en cada Eucaristía. 

Dios no nos llama a vivir la fe aparte, de un modo individual. Nos quiere congregados, en comunidad. Es ahí donde Dios está: “Porque donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.” (Mateo 18,20). 

La fe sin comunidad se apaga; sin obras, está muerta; sin Cristo no tiene ningún sentido. 

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