"El que quiera seguirme, que se niegue a sí mismo,
cargue con su cruz cada día y venga conmigo".
La Cruz es el camino que Jesús ha recorrido antes. No hay fe cristiana fuera de la cruz: el camino de la humildad, del "abajamiento", de la humillación, de la negación a uno mismo, para después resurgir de nuevo.
Este es el camino. Aunque duela. Aunque cueste. Aunque parezca impensable.
Dicen los deportistas que "no hay progreso sin dolor". Un dolor para mejorar. Una Cruz para salvar. Una muerte para vivir.
La fe, sin cruz no es cristiana, y sin Jesús, la cruz tampoco es cristiana. El cristiano toma su cruz con Jesús y le sigue adelante. No sin cruz, no sin Jesús.
Jesús nos ha dado el ejemplo y aun siendo Dios, se humilló a sí mismo, y se ha hecho siervo por nosotros. No vino para ser servido, sino para servir.
Este camino de negarse a sí mismo es para dar vida, es lo opuesto al camino del egoísmo, del apego a los bienes, incluso a la propia familia...
Este camino de negarse a sí mismo es para dar vida, es lo opuesto al camino del egoísmo, del apego a los bienes, incluso a la propia familia...
Este camino está abierto a todos, porque ese camino que ha hecho Jesús, de anulación, ha sido para dar vida.
Dice Jesús: "El que no toma su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo". No podemos ser cristianos ni discípulos suyos si no tomamos nuestra cruz y le seguimos. Con Cristo, la cruz es llevadera pero es que, además nos lleva a la resurrección.
La cruz constituye una de las columnas del cristianismo. Aunque hoy en día nadie quiere hablar de dolor y de sufrimiento, no por ello deja de estar presente en nuestras vidas. El dolor en sí mismo es un misterio. Es duro y, humanamente, rechazable. Sin embargo, es transformador.
No se trata de endulzar la cruz o de convertirla en una carga "light". Se trata de descubrir su valor cristiano y de darle un sentido. Sí, el auténtico cristianismo es exigente.
Jesús, no fue hacia el dolor de forma masoquista, como quien va a una fiesta. Fue para aliviar el dolor en los demás; y el dolor de la pasión le hizo temblar de miedo, cuando pidió al Padre que le librara de él; pero lo asumió, porque era necesario, porque era la voluntad de su Padre. Así, convirtió el dolor en redención, en fecundidad y en alegría interior.
Si quiero de verdad ser discípulo de Cristo tengo que despojarme de todos mis bienes, de mis esclavitudes, de mis conveniencias, hasta incluso de mi propia familia: "Y todo el que deje casa, hermanos o hermanas, padre o madre, o hijos o campos por mi causa recibirá el ciento por uno y heredará la vida eterna" (Mateo 19,29).
Sólo así, seré digno de Él y encontraré la paz y la felicidad que sólo Él puede darme. Y nadie me la podrá arrancar.
Sólo así, seré digno de Él y encontraré la paz y la felicidad que sólo Él puede darme. Y nadie me la podrá arrancar.
Debo revisar mi vida y ver cómo puedo transformar y dar sentido a mis pequeños dolores cotidianos, a mis sufrimientos.
Debo reflexionar sobre qué me queda por entregar de todos mis bienes y así, seguir el ejemplo de Jesús que, desde el Huerto de Getsemaní, se convirtió en el gran profesional de la cruz, fuente de salvación y de realización para todos los hombres.
Cristo murió, es cierto. Pero, lo hizo para resucitar, para devolvernos la vida. "Quien no muere para nacer del espíritu, no puede entrar en el Reino de los cielos" (Juan 3, 5).
Nuestra fe, nuestra certeza es la de una Persona viva que, paso a paso, camina a nuestro lado, enseñándonos el mejor modo de vivir, muriendo.
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