"Pero los hijos de Israel cometieron
un gran delito con lo consagrado"
(Josué 7,1)
Nos encontramos alrededor del año 1.400 a.C., y una
vez conquistada y destruida Jericó, continuamos viaje junto a Josué y
todo el pueblo de Israel en dirección este, recorriendo unos 18 kms, para
llegar a una ciudad fortaleza avanzada de Canaán, al este de Betel, llamada
Ay o Hai, que significa "ruina".
Acán, israelita de la tribu de Judá, desobedeciendo
las instrucciones de Josué, ha cometido delito contra Dios, al apropiarse, en secreto,
de parte del botín de Jericó, de lo consagrado al Señor, provocando la ira de
Dios contra los hijos de Israel, como vamos a ver.
Derrota en Ay
Josué envía unos exploradores a la ciudad de Ay (Hai), quienes regresan diciéndole que no es necesario que vaya todo el pueblo porque, para conquistarla, bastan dos o tres mil hombres. Es un claro signo del orgullo humano y de la infidelidad a Dios, pensar que "pueden sin la gracia".
Y así, envían a tres mil hombres, pero sufren una derrota y tienen que huir ante los hombres de Ay, que matan a unos treinta y seis israelitas.
Cuando cuentan lo sucedido y nadie entiende lo que ha pasado, desfallece el corazón del pueblo y se les derrite, pierden la fe en Dios y le culpan. Lo mismo nos ocurre a nosotros cuando hacemos las cosas por nuestra cuenta y no nos salen como pensábamos, o cuando nos sucede alguna desgracia: lo primero que hacemos es echar las culpas a Dios.
Incluso Josué, que junto con
los ancianos de Israel, se rasgan las vestiduras, se postran en tierra delante
del Arca del Señor hasta la tarde y se echan polvo sobre las cabezas en señal
de dolor. En cierta forma, recriminan a
Dios y le piden explicaciones de para qué le han obedecido: ¡Ah, Señor, Señor! ¿Para qué hiciste pasar el Jordán a este
pueblo? ¿Para darnos en manos de los amorreos y acabar con nosotros? ¡Ojalá nos
hubiésemos quedado al otro lado del Jordán!
Esta es la actitud del hombre
de todos los tiempos: perdemos la fe porque pensamos que Dios nos falla. Renegamos
del pacto del bautismo (cruzar el Jordán) y nos quedamos en la otra orilla, sin
más. Como los discípulos de Emaús, nos
quedamos en la queja y en el resentimiento, y decimos: “Nosotros esperábamos…” como si no compensara servir a Dios, como
si ser cristianos no llevara a ninguna parte…
Y nos quedamos en el qué dirán, en el qué pensarán los demás: ¿Qué voy a decir después que Israel ha vuelto la espalda ante sus enemigos? Se enterarán los cananeos y todos los habitantes del país: nos cercarán y borrarán nuestro nombre de la tierra. Nos arrepentimos de Dios y nos quejamos, como hicieron los israelitas, cuando vagaban por el desierto y le decían a Dios que “mejor hubiera sido quedarse en Egipto…” Consideramos que seguir a Dios es un fracaso.
Aún así, Josué, aunque se queja, no ha “tirado la toalla del todo” y se atreve a “echarle un órdago” a Dios con una oración “muy humana”: ¿Qué harás tú entonces por el honor de tu nombre? Josué le tira “la pelota a su tejado”, porque perder Su honor, es algo que Dios no puede permitir.
El pecado "oculto" de Acán
Dios, con su infinita y santa paciencia, después de escuchar sus quejas (como Jesús cuando camina con los dos de Emaús) le responde a Josué, diciéndole que se levante (refiriéndose a que vuelva la mirada al cielo, a Dios) y que purifique al pueblo (no basta sólo con pedir perdón, es necesario arrancar de raíz el pecado, porque es Israel quien ha pecado, porque ha violado las disposiciones que les dio de no quedarse con nada de lo consagrado en Jericó, refiriéndose a Acán que lo ha robado y lo ha escondido.
Según la economía de la Gracia, nuestra vida es un don de Dios que exige fidelidad y unidad de tal manera, que la infidelidad de uno solo, su desobediencia, repercute en todo el pueblo (como el de Adán repercutió en toda la humanidad), y así, todo el pueblo de Israel se ha hecho objeto de exterminio.
De la misma manera, cuando nosotros “caemos en el pecado”, el daño repercute en toda nuestra comunidad y en los que están a nuestro alrededor, rompiéndose la comunión de los santos. Análogamente, el bien de uno repercute en toda la comunidad como nos dice el apóstol Pablo en 1 Corintios 12, 26-27 cuando habla de la Iglesia, el Cuerpo místico de Cristo, del que todos somos miembros.
Y es que, Dios, que todo lo ve todo, todo lo sabe y a quien no podemos engañar, no puede estar donde hay pecado, porque no hay fidelidad ni comunión. Dios le dice a Josué (nos dice a cada uno de nosotros) que si rompen su pacto, mientras no se purifiquen del pecado, no podrán con sus enemigos.
Mientras no nos purifiquemos, mientras no arranquemos todo aquello que nos impide ser fieles y entrar en comunión con Dios, no podemos recuperar su gracia. Es preciso arrancar las malas hierbas del sembrado, sacar de la Iglesia todo aquello que la corrompe para seguir caminando hacia Dios.
Por eso, le dice que va a juzgar la infamia del robo, tribu por tribu, clan por clan, familia por familia y hombre por hombre para separar a quien ha pecado de quien no lo ha hecho, prefigurando el juicio final individual.
La confesión "pública" de Acán
Josué convoca a todas las tribus y Dios señala a la de Judá. Acán es descubierto y confiesa su ofensa a Dios delante de todos. Su “capricho”, que tan poco le duró (porque la seducción del pecado es efímera), que supuso treinta y seis muertos, así como la derrota de Israel en Ay, le va a llevar a un trágico final, tanto a él como a los suyos. Aún así, al confesar, está dando gloria a Dios, pone luz a la oscuridad y verdad a la mentira.
La
confesión glorifica al Señor. Cada vez que nos confesamos, damos gloria a Dios,
damos consentimiento para que su plan de salvación se cumpla en nosotros,
permitiendo que lave nuestros pecados con la sangre de Su Hijo y nos vaya
purificando, renovando nuestro bautismo, hasta hacernos uno en Cristo por medio
del Espíritu Santo, que es en lo que consiste la salvación.
Josué, junto a todo el pueblo, lleva a Acán, a toda su familia, sus posesiones y lo que había robado al valle de Acor (que significa “aflicción”, “tribulación”, “turbación”) donde les lapidan y queman sus pertenencias en una hoguera.
Allí, levantan un monumento de piedras en recuerdo
de esa purificación que aplaca la cólera del Señor (se cumple la Ley del Talión:
“ojo por ojo”).
Con esta dura escena, Dios quiere recalcarnos la importancia del pecado (cuyo detonante es la desobediencia a Dios) que lleva a la muerte, prefigurando la venida de Jesucristo, quien asume todos nuestros pecados con su muerte en la Cruz.
Representa la purificación de fuego realizada
por el Espíritu Santo, prefigurando la venida del Espíritu Santo en
Pentecostés.
Pero también nos recuerda la fidelidad de Dios a
su Alianza y su perdón, así como los múltiples medios que pone a nuestra
disposición para salvarnos, sobre todo y el más importante: el envío de su Hijo
para redimirnos.
La conquista de Ay
Dios anima a Josué y le da una serie de instrucciones, tanto estrategias militares como normas de fidelidad y obediencia a Él. Una vez purificado el pecado con la confesión y restaurada la pena, Dios utiliza nuestros actos anteriores para que aprendamos de nuestros errores y los rectifiquemos. Es el propósito de enmienda que sigue a la confesión y a la absolución.
Cristo, de forma
análoga, utilizará esta táctica con San Pedro que narra San Juan, confrontando
la hoguera
de la negación (Juan 18,15-27) con la hoguera de la confesión
(Juan 21,15-19). Entonces, le dice: “Apacienta
mis ovejas”, que es lo mismo que ahora le dice a Josué: “¡No tengas miedo ni te acobardes! porque voy
a poner en tus manos al rey de Ay, a su pueblo, su ciudad y su territorio.” (Josué
8,1).
Dios ordena a Josué tenderle una emboscada al rey de Ay, enviando primero a 30.000 guerreros a que se oculten en Betel, mientras el resto del pueblo fiel a Dios, con Josué a la cabeza, se acerca a la ciudad. Según llegan a la ciudad, “engañan” al Rey de Ay haciendo que huyen y éste sale de la ciudad, dejándola desprotegida. Situación que aprovechan los 30.000 guerreros escondidos para tomarla.
Cuando abandonamos “nuestra ciudad”, nuestra comunidad,
la dejamos desprotegida, de tal forma que al enemigo no le cuesta entrar en
ella, tomarla y devastarla. Dios nos invita a estar alerta y en guardia para
que el Enemigo no entre y se encuentre la casa vacía e indefensa.
Seguimos con Josué. Ahora, Dios permite que el pueblo conquiste y
destruya Ay, matando a espada a todos sus habitantes (unos 12.000), quemando la
ciudad, reduciéndola a cenizas y convirtiéndola en ruina y desolación para
siempre. Ahorcaron al rey de Ay y dejaron su cadáver a la entrada de la ciudad,
sepultándolo con piedras.
Josué construyó un altar a Dios de “piedras sin labrar” en el monte
Ebal, como había ordenado Moisés, el siervo
del Señor, en el que ofrecieron holocaustos y sacrificios al Señor y
escribió sobre las piedras, una copia de la ley de Moisés, que es leída en su
integridad a todo el pueblo de Israel, tanto las bendiciones como las
maldiciones. La confesión lleva a la
ofrenda a Dios.
Esta escena representa la ofrenda a Dios por nuestras victorias en el camino de la salvación y prefigura el sacrifico de Jesús en la Cruz. Por eso, ahora Dios le permite quedarse con el botín. Es, de nuevo, la prefiguración de la Eucaristía.
Bibliografía
"La Tierra Prometida" (Beatriz Ozores, Radio María)
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