sábado, 17 de octubre de 2020

PASAR DEL "YO CREO" AL "NOSOTROS CREEMOS"

“En lo esencial, unidad; 
en lo dudoso, libertad; 
en todo, caridad"
(San Agustín, 354-430)

Me atrevo a pensar y a creer que la Iglesia es el "árbol de la vida en mitad del Jardín" de Génesis 2 y el "árbol de vida que da doce frutos" de Apocalipsis 22, con Cristo en el centro: un gran árbol, erguido al cielo y profundamente arraigado en el suelo; frondoso y acogedor; que da sombra y refugio a distintos pájaros, que anidan en diferentes ramas; y además, produce frutos

El árbol de la Iglesia es una comunidad de fe donde hay distintas opiniones pero no es un espacio político, donde todo se discute, ni un parlamento donde todo se vota, ni tampoco un foro donde todo se aprueba o se rechaza. Es una comunión de personas, y como tal, supone necesariamente también, la comunicación y el diálogo. 
Pero esa comunicación y ese diálogo no pueden ser un debate abierto a las especulaciones, a las ocurrencias, a los pareceres o a las opiniones individuales: 

Cuando se trata de las exigencias de la fe, es decir, de las cuestiones doctrinales, la Iglesia profesa el dogma y no hay debate. 

Cuando se trata de las exigencias de la comunión, es decir, de las cuestiones del buen gobierno de la comunidad, la Iglesia administra el principio jerárquico y no hay debate. 

Cuando se trata de las exigencias de la libertad, es decir, de las cuestiones de la opinión plural, se discute y se confronta la diversidad siempre en la unidad. Entonces, sí hay debate.

Sin embargo, muchas veces escuchamos la expresión "yo creo que..", "yo pienso que..." "yo opino que...", a personas que se creen (erróneamente) con la plena libertad y derecho de juzgar o criticar todo, o bien, con la capacidad y autoridad suficiente para hablar sobre lo que se debe o no creer, sobre lo que se debe hacer o no, sobre tal mandamiento o tal norma, sobre tal Papa o tal Obispo...
No obstante, sabemos que no es necesario ni obligatorio estar siempre de acuerdo con la opinión de un hermano cristiano, o con la de un sacerdote, obispo o cardenal, o incluso con la del Santo Padre, lo que no significa que busquemos un cisma, ni que apostatemos, ni que seamos unos herejes, ni que debamos ser excomulgados.

La pluralidad dentro de la Iglesia puede existir en las opiniones o en los pronunciamientos pero nunca en las creencias o en las dogmas. Opinar sobre la fe y la comunión rompe la unidad y "mundaniza" la Iglesia.  San Agustín decía: "En lo esencial, unidad; en lo dudoso, libertad; en todo, caridad". 

Si realmente tenemos la certeza que el mismo Jesucristo es el centro de la Iglesia, si creemos que Emanuel, es decir, "Dios con nosotros" sostiene y sustenta la Iglesia, deberíamos pasar del "yo creo..." al "nosotros creemos", del "a mi me parece..." al "nosotros esperamos", del "yo pienso..." al "nosotros amamos".

Lo que sí puede y debe existir siempre en la Iglesia es comunicación, y ésta comienza necesariamente por el diálogo con Dios. Es a través de la oración, de la Palabra, de los sacramentos, donde escuchamos al Señor y encontramos las respuestas que buscamos, es allí donde todo se clarifica ante nuestros ojos y oídos.
Pero además, Dios, cuyo amor es infinito, nos otorga innumerables medios (aparte de los anteriormente mencionados) para alcanzar nuestra santificación, siempre dentro de la comunión y de la unidad eclesial. Por ejemplo, la dirección espiritual y la correción fraterna que nos ofrecen la posibilidad de cotejar, aclarar, comprender o corregir  con un sacerdote o un consagrado las ideas u opiniones personales relativas a las cuestiones que son indiscutibles.

En la dirección espiritual existe el consejo sabio, que no la imposición o la obligación, porque un cristiano ni impone ni obliga: "Porque, siendo libre como soy, me he hecho esclavo de todos para ganar a los más posibles" (1 Corintios 9,19). Es entonces, cuando a través de la conversación sincera y abierta, creemos en unidad "teniendo el mismo espíritu de fe" y en amor, "que es el vínculo de la unidad perfecta".
En la corrección fraterna existe la rectificación delicada, que no la crítica o el juicio personal, porque un cristiano ni critica ni juzga: "No juzguéis, para que no seáis juzgados" (Mateo 7,1), aunque sí corrige con caridad y acepta la correción con humildad: "Quien ama la reprensión ama el saber, quien odia la corrección se embrutece (Porverbios 12,1). Es entonces, cuando a través del diálogo caritativo y respetuoso, llega la ayuda que el Espíritu Santo nos ofrece para que "el que tenga oídos, que oiga".

La Instrucción Pastoral Communio et Progressio (23 de mayo de 1971) explica que "la Iglesia respeta siempre la libertad de expresión de sus miembros siempre que sea orientada por una auténtica voluntad de construir, no de destruir, a la vez que con un ferviente amor a la Iglesia y con aquel afán de unidad que Cristo puso como signo de la verdadera Iglesia y de sus verdaderos discípulos”.

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