lunes, 26 de octubre de 2020

POBRES E INDIGENTES EN EL ESPÍRITU

"Bienaventurados los pobres en el espíritu, 
porque de ellos es el reino de los cielos" 
(Mateo 5, 3; Lucas 6,20)

En nuestra sociedad occidental, el materialismo prima sobre cualquier otro aspecto de la vida: lo primordial es "tener" o "poseer", ya sean bienes materiales, talento, honores, riqueza o poder; lo fundamental es "ser alguien"o "triunfar". 

Un "rico" que deposita sus anhelos en las capacidades personales y en las riquezas de este mundo, desecha lo trascendental. Prefiere depender de él y de las realidades sensibles y por ello, es incapaz de amar al prójimo, como tampoco es capaz de amar ni de dejarse amar por Dios. 

De forma similar, también existen "ricos en el espíritu" que ponen sus miras en los cumplimientos religiosos y en las recompensas espirituales, desechándo la gracia. Prefieren depender de sus talentos, de sus preocupaciones y sentimientos, y por ello, tampoco aman, ni a Dios ni al prójimo.

Sólo cuando el hombre toma conciencia de su fragilidad y de su debilidad, es cuando asume su pobreza material y espiritual; sólo cuando se desapega de lo terrenal y se vacía de sí mismo, se abandona a la misericordia de Dios; sólo cuando toma conciencia de que su corazón y su alma están vacíos, se hace accesible al amor de Dios; sólo cuando reconoce su necesidad y dependencia, se hace dócil a la gracia de Dios.
Es en la presencia poderosa de Dios, donde todos los hombres somos pobres e indigentes materiales, y mendigos e insolventes espirituales, y a pesar de ello, Dios no nos humilla, ni nos margina ni nos desecha, sino que se compadece de nosotros. Nuestro Padre misericordioso sale al encuentro de sus hijos pródigos, nos abraza y nos devuelve nuestra dignidad.

El pobre en el espíritu deja de estar pendiente, satisfecho o preocupado de sí mismo o de los bienes materiales; deja de idolatrarse y de idolatrar cosas; siente carencia, necesidad y dependencia de Dios. 

El Evangelio de San Lucas, con la parábola del fariseo y el publicano, nos muestra el perfil del rico y el del pobre en el espíritu: "Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo: ¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador” (Lucas 18,10-13).

Al contrario de lo que pudieramos pensar, Dios no desea ni ricos espirituales ni materiales, aquellos que creen tener méritos propios, que creen "cumplir", que creen estar por encima de los demás, aquellos que creen tener todo lo que necesitan, que creen estar seguros, que creen estar a salvo. 

El mismo Jesucristo se refiere a los dos tipos de ricos en el Evangelio cuando dice: "En verdad os digo que difícilmente entrará un rico en el reino de los cielos. Lo repito: más fácil le es a un camello pasar por el ojo de una aguja, que a un rico entrar en el reino de los cielos" (Mateo 19, 23-24).
Dios quiere pobres en el espíritu que le pidan, que le necesiten, que le anhelen, que le elijan...quiere pobres en el espíritu que se desapeguen de sí mismos y se agarren a Él...quiere pobres en el espíritu que se nieguen a sí mismos y le sigan.

El pobre en el espíritu, libre de todo apego a las realidades naturales y sensibles, interiores y exteriores, se muestra dócil a la gracia infundida por Dios en su alma, que le atrae de lo corporal a lo espiritual, de lo temporal a lo eterno, hacia la unión íntima con el Todopoderoso. Y así, alcanza la perfección.

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