"Y lo mismo que sobresalís en todo
—en fe, en la palabra,
en conocimiento, en empeño
y en el amor que os hemos comunicado—,
sobresalid también en esta obra de caridad.
No os lo digo como un mandato,
sino que deseo comprobar,
mediante el interés por los demás,
la sinceridad de vuestro amor.
Pues conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo,
el cual, siendo rico,
se hizo pobre por vosotros
para enriqueceros con su pobreza...
Porque, si hay buena voluntad,
se le agradece lo que uno tiene,
no lo que no tiene. "
(2 Co 8, 7-12)
Ocurre que, en ocasiones, cuando hablamos en entornos cristianos, sobre todo masculinos, laicos o sacerdotes podemos sentirnos tentados a convertirnos en el hermano mayor de la parábola del hijo pródigo. Y, más que señalar y conducir hacia el amor del Padre, queremos dar un golpe de efecto, reclamar nuestros derechos, demostrar nuestros talentos, hacer ver a los demás lo "buenos y sabios" que somos, y lo "bien y correcto" que hacemos las cosas.
Es entonces cuando queremos deslumbrar en lugar de alumbrar, cuando queremos sobresalir por encima de nuestros hermanos, en lugar de salir a abrazarles. Es entonces cuando, para "hacernos notar", nos "deshacemos" del Protagonista de nuestra historia que es Dios, denigramos a los demás actores que son nuestros hermanos y nos colocarnos en el centro de la escena. Es entonces cuando creemos y decimos: ¡yo soy infinitamente mejor que todos!
Pero debemos tener cuidado y estar vigilantes porque esto es exactamente lo que hizo Satanás cuando se rebeló a Dios. Lucifer (del latín, que significa lucero, luz, ángel de luz, portador de luz) se sentía superior al resto de los ángeles (de hecho, lo era), a todos los hombres, a quienes despreció, e incluso a Dios, a quien se rebeló.
Su sentencia "non serviam" desveló lo que su corazón albergaba: orgullo, vanidad, soberbia, altanería, arrogancia, engreimiento...Como el hermano mayor, se alejó de todos porque se sentía superior a sus sirvientes (de hecho, lo era), a su hermano menor, a quien despreció y juzgó, y sobre todo, al Padre, a quien increpó y rechazó.
Justo lo contrario que hizo Jesucristo, quien aceptó "servir" al Padre y al hombre (el "hermano menor") con humildad, modestia, docilidad y amor, iluminando al mundo, dando ejemplo y atrayendo a todos. Pero además, al regresar a la casa del Padre, el Señor nos dejó al Espíritu Santo para guiarnos e iluminarnos en la verdad y para dar testimonio de Jesús, no para que habláramos de nosotros, no para "sobresalir" (Jn 15,26-27).
Decía Santo Tomás de Aquino que hay dos tipos de comunicación: la locutio, un monólogo personal y autorreferencial que no interesa en absoluto a quienes escuchan porque se sienten lejanos, excluidos o incluso despreciados; y la illuminatio, un discurso integrador y empático que ilustra la mente, ilumina el alma y atrae el corazón de quienes escuchan.
En el primer caso, habitualmente, el auditorio "deja de escuchar" mientras que en el segundo, la atención de los oyentes va "in crescendo". El primero, sin un ápice de empatía ni de caridad, pretende imponer, con cierto desprecio implícito, "su yo" para vencer a "su ellos", es decir, "derrotar para ganar", alejándose de sus oyentes, mientras que el segundo, derrota "su yo" para ganar "su ellos", acercándose a sus interlocutores.
La "illuminatio" es el mayor ejemplo y llamada para el cristiano: Cristo, siendo rico, se hizo pobre por nosotros para enriquecernos con su pobreza... siendo Dios, se hizo hombre para divinizarnos.
Cuando proclamo mi fe a mis hermanos o a otras personas, es preciso que entienda que se trata, no tanto de "brillar" ante ellos ni de "deslumbrarlos", como de iluminar el sendero y de alumbrar la oscuridad, para que todos puedan descubrir al verdadero protagonista, a la verdadera Luz: Jesucristo, que ilumina la Iglesia y el mundo.
Decía el cardenal Ratzinger que es preciso desechar ese paradigma “masculino" que adoptamos en nuestro modo de vivir y de hablar, que nos conduce sólo a dar importancia a las capacidades propias, a la acciones individuales, a la eficacia o el éxito particulares, para asumir un paradigma “femenino", que nos conduzca a la escucha, a la espera, a la paciencia y a la calma. Implícitamente, nos está dirigiendo a la Virgen María, nuestro segundo ejemplo más glorioso y brillante de "illuminatio" en el servicio a Dios y a los hombres, después de su Hijo. Ella dio "a luz" a la "Luz".
Por tanto, si me considero cristiano, debo ser luz del mundo (Mt 5,13-16), reflejando la luz de Dios, como la luna refleja la del sol, como María refleja la de Jesús. Debo alumbrar a mis hermanos con la misma docilidad y humildad de Jesús, iluminar a mi prójimo con la misma delicadeza y gracia del Espíritu Santo, escuchar con la misma fe y ternura de María, y obrar con la misma misericordia y caridad de Dios Padre.
Para nosotros, los católicos, la caridad lo es "todo": la vida no depende de mis talentos ni de mis habilidades sino del amor con que los emplee. El amor es la luz que el mundo necesita. Sin amor, nada vale, de nada sirve (1 Co 13,1-13). El amor es el "qué" (contenido), el "cómo" (método) y el "por qué" (estilo) de nuestra fe cristiana.
El amor de Cristo convierte mi hablar en positivo, relevante y atractivo. La gracia del Espíritu proporciona a mis palabras empatía, credibilidad y amabilidad hacia los demás. La fe de la Virgen infunde en mi corazón la capacidad y la fortaleza necesarias para meditar y actuar de forma paciente, integradora y abierta.
Dice San Pablo, en el capítulo 14 de su primera carta a los Corintios, que pidamos en oración discernimiento, gracia y eficacia al hablar; que nos esforcemos por conseguir el amor y por anhelar los dones espirituales, pues no hablamos para hombres, sino para Dios; que no se trata de edificarse a uno mismo sino a la Iglesia de Cristo, procurando sobresalir para la edificación de la comunidad, no para nuestra vanidad, pues si no hablamos con el espíritu y el amor de Dios, es como si habláramos al aire.
"Entonces, ¿qué, hermanos?
Cuando os reunís,
uno tiene un salmo,
otro tiene una enseñanza,
otro tiene una revelación,
otro tiene don de lenguas,
otro tiene una interpretación:
hágase todo para edificación"
(1 Co 14, 26)
JHR
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