"Escuché la voz del Señor, que decía:
¿A quién enviaré? ¿Y quién irá por nosotros?
Contesté: Aquí estoy, mándame"
(Is 6,8)
Durante esta semana, la Iglesia nos ha invitado a meditar el libro profético de Jonás, en el que Dios le llama a profetizar a Nínive, una ciudad pagana y lejana, y a la que Jonás no solo se niega a ir, sino que huye en dirección opuesta, a Tarsis.
Junto a Moisés y Jeremías, Jonás completa la terna de profetas que intentaron eludir la misión que Dios les encomendaba. Moisés buscó varias justificaciones para "evadirse": “No me creerán”, “Quién soy yo”, “No soy hombre de fácil palabra”... Jeremías tampoco es muy original y le pone excusas similares: "No sé hablar, porque soy niño"...
Jonás no se excusa, sino que directamente huye. Sólo piensa en las dificultades e imposibilidades de lo que se le había encargado y se deja tentar, poniendo en duda el éxito de la llamada de Dios. No confía en Su omnipotencia sino que se deja dominar por el temor a no ser capaz de cumplir lo que se le ha encomendado, olvidando que es Dios quien hace todo.
Cuando Dios nos hace partícipes de su gracia, nos encomienda una obra que no siempre es fácil y en la que nosotros debemos tener presente que somos meros instrumentos porque el éxito y la gloria es siempre de Dios.
El Enemigo nos induce a huir de nuestro deber, desalentándonos ante las dificultades o haciéndonos pensar que el éxito de la misión depende de nosotros, de nuestras capacidades y nuestros talentos... y desistimos.
Pero nuestra misión no es "convertir" o "salvar" a otros, sino cooperar con Dios en Su obra salvífica. Damos testimonio de Dios, pero solo Dios puede atraer a las personas hacia Él. Plantamos semillas, pero solo Dios puede hacerlas fructificar. Abrimos nuestros corazones, pero sólo Dios puede convertir el corazón de otros.
A menudo, confundimos nuestro papel con el de Dios y encontramos cualquier excusa o justificación para abandonar el barco, culpandonos o incluso culpando a otros. Olvidamos que los que hemos recibido una misión vamos a ser probados y que Dios está a nuestro lado para sostenernos y darnos la fuerza necesaria para realizar su plan.
El éxito de la misión, la eficacia del servicio está en proporción al amor, el entusiasmo y la perseverancia con que hagamos lo que el Señor nos encomienda. Dios llama a su obra a hombres que sientan un amor ardiente por las almas y una confianza inquebrantable en Él, en la certeza de que todo depende de Él.
Ninguna tarea es demasiado ardua, ninguna misión es demasiado desesperada porque Dios no nos pide imposibles. Para los imposibles, ya está Él.
Tener éxito en la misión de Dios significa no enorgullecerse de las propias capacidades (o incapacidades) sino de obedecer con humildad y fe lo que nos confía, estar dispuestos a sacrificarnos aunque sea a regañadientes, invertir tiempo y esfuerzo en los demás aunque sea agotador.
Nuestros orgullos, prejuicios y pretensiones, nuestras excusas en forma de debilidades o fragilidades, deben ceder el paso a la voluntad de Dios. Dios nos llama y nosotros debemos responderle, aunque no comprendamos lo que nos pide.
El libro de Jonás nos da una gran lección sobre cómo a pesar de las debilidades e incapacidades, a pesar de las excusas y justificaciones de quienes somos llamados a una misión, Dios obra poderosamente para que los hombres conviertan su corazón y se salven.
Tan sólo hay que responder: "Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad...Yo soy pobre y desgraciado, pero Señor, tú eres mi auxilio y mi liberación" (Sal 39,8-.18).