Hoy reflexionamos
sobre una gran tentación con la que el Diablo nos trata de embaucar a muchos cristianos
católicos: la fe de consumo o la gula espiritual.
Vivimos, consciente
o inconscientemente, en una sociedad de consumo que fomenta el hedonismo, el placer
y la satisfacción inmediata de los deseos materiales individuales.
Y, de forma
análoga, la fe de consumo busca la
satisfacción inmediata de los deseos espirituales individuales.
El “consumismo espiritual”
anhela obtener seguridad, placer, satisfacer nuestras propias necesidades y
reforzar nuestra identidad respecto a los demás, mediante el consumo compulsivo
de sacramentos, formaciones teológicas, catequesis, ejercicios espirituales, etc.
La gula espiritual,
cuando no se satisface, nos conduce a la pereza
espiritual, nos lleva a la impaciencia y a una cierta desgana hacia el
trabajo que supone nuestra propia santificación: huimos del compromiso, de la
comunidad, de la oración... y nuestra fe se convierte en un ejercicio de “cumplimiento”,
sin más.
Anteponemos el “tener al ser”, el “recibir al dar”, damos primacía a nuestro
propio individualismo egocentrista, alejándonos (consciente o inconscientemente) de nuestra
identidad natural evangelizadora y estigmatizando al que en lugar de consumir,
en lugar de recibir, quiere dar, quiere entregarse a otros.
Esta desgana se
denomina “acidia”, es decir, pretendemos crecer en la vida espiritual sin esfuerzo, creemos que la santidad es un don
de Dios que no requiere de esfuerzo y cooperación. Dios, que
respeta nuestra libertad, no puede trabajar en nuestros corazones si no ponemos
de nuestra parte. Y así, corremos el riesgo de convertirnos en niños
consentidos, en bebés espirituales que nunca crecen.
Otras veces, deriva en envidia espiritual:
cuando no nos alegramos con el
crecimiento de los demás, cuando queremos ser más santos que los demás, mejores
cristianos que los demás.
Sin embargo, cuando
la fe de consumo se satisface (aunque sea parcialmente), también se
manifiesta en codicia espiritual de las cosas de Dios (libros
espirituales, estatuas, imágenes, medallas, escapularios, lugares de
apariciones o de peregrinación).
Todas estas cosas son instrumentos que pueden
ayudarnos a acercarnos a Dios, pero el peligro viene cuando nos apegamos a ellas
y no las usamos como herramientas para el fin por el que han sido creadas.
Algunos se sienten tentados por la lujuria espiritual, es decir, el apego a las personas de Dios: los
sacerdotes, nuestros amigos en la iglesia, nuestros maestros o guías
espirituales. Debemos dar gracias a Dios por ellos.
No obstante, en
ocasiones, nuestras reuniones de oración se transforman en clubes sociales o “grupos
estufa”, donde estamos “tan a gustito”. Otras veces, nuestras labores
evangelizadoras derivan en alegres fiestas, sin más o nuestros métodos se
convierten en guetos infranqueables. A veces, tenemos prisa u
ocupaciones dependiendo de lo que se requiere de nosotros y sin embargo, sí
tenemos tiempo y ganas para actividades lúdicas.
Luego está la promiscuidad
espiritual, esto es, el deseo de seguir consejos espirituales, pero no ponerlos en práctica; el deseo de pertenecer a muchos
grupos; el deseo de participar en muchas actividades. Pero cuando
tratamos de hacer todo, muchas veces no hacemos nada o hacemos poco. En
realidad, no somos fieles a nada, ni siquiera a Dios.
Y entonces llegamos a la ira espiritual: cuando nos quejamos de lo que hacen nuestros hermanos, o de lo que no hacen y nos erigimos en “fiscales de la fe”, juzgando a todos, incluso a los sacerdotes u obispos.
Y finalmente, el
peor y causa de todas ellas: la soberbia espiritual, pecado que nos
aleja del amor de Cristo, y nos hace creernos auto-suficientes,
erigirnos en “perfectos cristianos", en maestros de la Ley o sentirnos superiores
a los demás, olvidándonos que en la humildad y en la sencillez es
donde Dios se manifiesta.
Estamos apegados a nuestra propia voluntad, a nuestras
propias ideas, a nuestros deseos y acciones. Queremos hablar mucho
sobre Dios, sobre su voluntad, pero no estamos dispuestos a escuchar. Pensamos
que estamos en lo cierto, que vamos por el camino correcto, pero en realidad,
lo que buscamos es que se cumpla nuestra voluntad. No estamos dispuestos a
aprender porque pensamos que ya sabemos todo y que nadie puede enseñarnos nada.
Por ello, para luchar contra todas estas tentaciones que
provienen del Diablo, tres poderosas armas que nos ofrece Dios: mucha fe, mucho
amor y mucha oración.
Que Dios os bendiga a todos.
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