Hace poco, escuché al P. James Mallon una comparación que refleja perfectamente el estado en el que se encuentra la Iglesia hoy día: La Iglesia es como un avión de pasajeros.
Un avión que tiene el mejor fabricante de todos (Dios), quien lo construyó y lo puso a disposición de todas las personas (los pasajeros) para volar y trasladarse.
Dispuso para él un plan de vuelo perfecto hasta el punto de mandar al mejor ingeniero del universo para enseñarnos su funcionamiento (Jesucristo).
Dotó al avión de una tripulación bien formada y preparada: el piloto y el copiloto (sacerdotes y diáconos), para dirigir y marcar el rumbo; las azafatas y el personal de cabina (laicos), para ayudar y servir a los pasajeros; mecánicos en tierra (personas de vida consagrada) y, para velar porque toda la maquinaria funcione a la perfección; controladores aéreos (obispos y cardenales) para decir a los pilotos si se desvían del rumbo o si no están a la altura debida; y un presidente de la compañía que dirigiera todo (el Papa).
Pero ¿qué pasaría si el piloto o el copiloto no estuvieran bien preparados o sencillamente, decidieran no despegar el avión?
¿Qué pasaría si el personal de cabina sólo sirviera a los pasajeros refrescos mientras están en la pista con los motores encendidos y preparados para despegar pero no lo hicieran?
¿Qué pasaría si los mecánicos no revisaran las piezas estropeadas o deterioradas? ¿qué pasaría si el presidente de la compañía no le importara que los aviones despegaran? o ¿ si mandara que despegaran pero no lo hicieran?
¿Qué sentido tendría el avión? Ninguno. Y es que un avión está pensado para volar y llevar a personas de un sitio a otro, y no para servir refrescos ni para permanecer en la pista parado.
No cabe duda que a todos nos gustan los cambios que nos benefician: un ascenso en el trabajo, una casa nueva, un coche nuevo, etc., pero nos aterrorizan los cambios que amenazan nuestro sentido de estabilidad, seguridad o confort y raramente aceptamos asumir riesgos que podrían poner en peligro nuestra comodidad.
Dios es activo y dinámico. Por eso ideó y construyó un avión (la Iglesia) para que estuviera en movimiento. Pero a los hombres nos gusta subir al avión no para volar sino para estar a gusto, y sin cambiar la forma en que lo utilizamos. Pero Dios tiene tendencia a ser evasivo, llamándonos, sacándonos fuera de nuestra zona de confort y atraernos a la aventura de seguirlo a su voluntad, a despegar hacia el cielo.
Muchos sacerdotes y laicos se preguntan a menudo... ¿cómo podemos despegar? ¿Cómo podemos llegar a más gente y volar? ¿Cómo podemos dar vida a una Iglesia en crisis y aparentemente moribunda?
La respuesta es muy sencilla...cambiando y moviéndonos. Despegando y poniéndonos en ruta.
Hay numerosos precentes en la Palabra de Dios que nos muestran este hecho: Dios sacó a Abraham de Ur, a José de Canaán, a Moisés de Egipto al desierto, a David del campo al palacio, de la cueva a Hebrón y finalmente a Jerusalén, a Nehemías de Susa a Jerusalén, a José y a María de Nazaret a Belén, a Pablo a Antioquía. Dios siempre nos mueve, nos hace despegar de nuestras comodidades.
Dios incluso permitió que una gran persecución golpeara a la Iglesia en sus primeros días en Jerusalén (Hechos 8). ¿Para qué? Para forzarlos a salir de su zona de comodidad y despegar hacia todas las naciones, con el mensaje del Evangelio.
Sí, sé que algunas cosas nunca deben cambiar. El mensaje central de Jesucristo (el vuelo) y toda la verdad que Dios ha revelado en su palabra, la Biblia (el plan de vuelo), es para siempre perfecta y nunca necesita ser reeditada. Pero la cultura que nos rodea está en constante estado de fluctuación y de cambio, y nuestro método de comunicar que hay un vuelo maravilloso para todos, debe adaptarse a cada nueva generación, a cada pasajero o nos arriesgamos a ser irrelevantes y obsoletos. Y nadie comprará los billetes.
Por desgracia, en el mundo occidental existen muchas catedrales e iglesias vacías que testimonian una verdad inmutable: que el Espíritu de Dios nos pasa desapercibido, que nos hemos olvidado de él. Y sin "queroseno", el avión no se mueve, por mucho que nosotros nos esforcemos.
No obstante, debemos mantener nuestra esperanza en la promesa mesiánica de Mateo 16, 18-19: "Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella. Te daré las llaves del reino de Dios; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos".
La Iglesia, esposa de Cristo, prevalecerá hasta que Jesús regrese. Lo dice Dios: "Yo la edifico y vosotros la cuidáis". Pero cada parroquia, cada comunidad debe tener el coraje de cambiar la dinámica de una cultura perdida, lo que significa que los cristianos debemos ser audaces y valientes para salir de nuestra comodidad y traer a las personas que han dejado de volar, que han perdido el interés de volar, que se han alejado del aeropuerto.
Si quieres que tu iglesia despegue y vuele (y deberías, si te tomas en serio la misión que Cristo nos encomendó), entonces tendrás que cambiar tu mentalidad cómoda y aburguesada.
Una vez que llegas a creer y amar a Dios, la manera de demostrar tu fe es con obras. Se requiere acción. ... No puedes continuar la vida como de costumbre, permanecer donde estás (en la pista de despegue) tomando un refrigerio, y volar al cielo al mismo tiempo...
Dios no es un Dios estático. Cuando Jesús vino a la tierra, no se quedó en un lugar sino que fue de un sitio para otro. Estuvo en continuo movimiento y salió siempre de su zona de confort. Voló y lo hizo dando vida mientras se dirigía a perder la vida.
Para ir por el camino que Dios nos marca, para entender sus pensamientos, sus propósitos y su voluntad, es necesario que cambiemos. Dios nos pide que realicemos ajustes en nuestra vida, circunstancias, relaciones, pensamientos, compromisos, acciones, métodos y lenguajes.
Una vez que hayamos hecho los ajustes necesarios, podremos "volar" en el avión que Dios construyó. Porque Dios quiere que "volemos".
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