"Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles,
pero no tengo amor,
no sería más que un metal que resuena
o un címbalo que aturde.
Si tuviera el don de profecía
y conociera todos los secretos y todo el saber;
si tuviera fe como para mover montañas,
pero no tengo amor, no sería nada.
Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados;
si entregara mi cuerpo a las llamas,
pero no tengo amor, de nada me serviría"
(1 Co 13,1-3)
Hoy queremos meditar sobre la delgada línea roja que separa la formalidad del formalismo, la responsabilidad del escrúpulo, la sensatez del recelo, la caridad del reproche, dentro del ámbito eclesial de nuestras comunidades parroquiales.
En ocasiones, ocurre que en nuestras parroquias damos más importancia al "qué" y al "cómo", que al "para qué" o al "por qué" de las cosas: cuando recriminamos a quien no hace la venia al altar; cuando miramos con escrúpulo a quien se arrodilla para comulgar (o a quien no lo hace); cuando criticamos a quien canta o reza en alto en una adoración; cuando condenamos a quien se equivoca, sea cura o laico; cuando reprochamos a quien expresa una actitud alegre a Dios y a sus hermanos; cuando nos fijamos en lo exterior en lugar de lo interior; cuando vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro.
Cuando hacemos todo esto, cuando actuamos con intransigencia y con exceso de severidad, cuando juzgamos y condenamos a nuestros hermanos, no amamos. Ni a ellos ni a Dios.
El formalismo es una degradación de la formalidad. Ser formalista tiene poco que ver con ser formal. Y desde luego, nada que ver con ser cristiano. Ser formal es la forma correcta de exteriorizar todos nuestros deseos y deberes de acuerdo a la voluntad de Dios. Pero, a veces, olvidamos la esencia de Su voluntad y nos quedamos en el aspecto externo del formalismo, nos obstinamos en el cumplimiento riguroso de métodos, maneras y preceptos, nos atrincheramos en el exceso de celo en la observancia de nuestros deberes cristianos.
El cumplimiento del resto de los mandamientos es, sin duda, necesario, aunque secundario. No es lo principal. El amor es el árbol de la vida del paraíso, es el don en el que se resume toda la Ley de Dios (Mt 24,3740) y su primer fruto es la alegría. Sin amor ni alegría ¿Qué sentido tiene cualquier obra que hagamos?
San Pablo nos recuerda que todo lo que hagamos, lo hagamos con amor (1 Co 16,14) y por amor a nuestro prójimo (Gal 5,13-14). "El amor todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta" (1 Co 13,7).
Santa Teresa de Calcuta nos recuerda que lo importante no es lo que hacemos para Dios, sino el amor con que lo hacemos y que quien tiene a Dios en su corazón, desborda de alegría. Nada tiene sentido si no hemos comprendido la ternura del amor de Dios.
Con frecuencia traspasamos la línea que Cristo marcó con su dedo en el suelo: cumplir su voluntad con amor, paciencia y mansedumbre, en lugar de actuar con impulsos irreflexivos o actitudes hipócritas. Cuando acusamos y juzgamos a nuestros hermanos, les condenamos a muerte, les apedreamos, les lapidamos.
Cristo, a través del Apocalipsis de San Juan, nos anima, como a la Iglesia de Éfeso, a ser eficientes y veraces, a luchar por la verdad y perseverar en la doctrina, a odiar la mentira y a combatir las herejías, a perseverar en la persecución, pero nos exhorta a recordar el amor primero.
Nos invita a recordar el por qué y el para qué hacemos todas las cosas. Nos sugiere evitar el exceso de formalismo y de legalismo en detrimento del amor, porque una Iglesia sin amor está muerta, un cristiano sin amor no es cristiano.
A medida que el amor por Cristo y por nuestros hermanos comienza a apagarse, el servicio se convierte en un sentido del "deber" y no del "querer". A medida que la caridad se enfría, la fe duda y la esperanza desconfía.
Los cristianos debemos recordar siempre el entusiasmo de antaño, la frescura con la que un día nos abrimos al Evangelio, la prontitud con la que tuvimos un encuentro con el Señor y acogimos el verdadero amor….
Debemos partir del verdadero amor antes que de
la doctrina. Acoger a quienes nos han sido confiados y corregir a
quienes lo necesiten, sin apagar el Espíritu. Amar es saber estar entre Dios y
los hombres.
Sin amor no hay “frutos de vida” sino de muerte.
Sin amor no hay vida eterna, no hay inmortalidad ni plenitud.
El Árbol de la vida está delante de nosotros: es
la Cruz donde Cristo derrochó todo su amor y nos convirtió en “Vivientes” como
Él. Si somos sus seguidores, debemos seguir su ejemplo.
JHR
No hay comentarios:
Publicar un comentario
¿Tienes preguntas o dudas?
Este es tu espacio libre y sin censura