“Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo;
pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse,
porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido;
estaba perdido y lo hemos encontrado”
(Lucas 15,31)
A menudo, hablo con amigos míos que se han alejado completamente de Dios y de la Iglesia... Y les pregunto por qué...porque yo también me alejé. Sin duda, se trata de buenas personas pero que, sin embargo, albergan un gran recelo hacia Dios, y sobre todo, hacia su Iglesia.
Seguramente, su actitud es consecuencia de la mentalidad del mundo que proclama a los cuatro vientos la total libertad del hombre sobre todo tipo de ataduras y, por tanto, que rechaza a un Dios al que tildan de "opresor" y de "autoritario". Planteado así, Dios resultaría ser un dictador terrible y la Iglesia un lugar de suplicio.
Tampoco ayuda mucho la presencia en la Iglesia de quienes se autodenominan cristianos pero cuyos actos están basados en una tradición popular y cultural llena de devociones, ritos y cumplimientos vanos, y absolutamente alejados de toda esencia y sobrenaturalidad. Planteado así, todos los cristianos resultarían ser unos hipócritas y unos fariseos despreciables.
Estas dos deformaciones de la fe, una externa y otra interna, contribuyen poderosamente al continuo goteo de personas que huyen despavoridas de la Iglesia y se alejan de Dios, pese a estar bautizados y haber sido educados en el mensaje de Cristo.
Ambas son, sin duda, personificaciones del hijo pródigo y del hermano mayor de la gran parábola de Lucas 15, 11-32. Ninguno de los dos se ha encontrado de verdad con el infinito y gratuito amor del Padre (lo digo por experiencia propia). Ninguno de los dos se ha dejado amar por Él (lo digo por experiencia propia). Ninguno de los dos ha aceptado el ofrecimiento altruista del Padre (lo digo por experiencia propia).
Seguramente, porque ambos han estado (como yo estuve) más pendientes de ellos mismos, de sus necesidades y de sus expectativas que del buen hacer del Padre, y así, ambos se han alejado: uno yéndose, y otro, quedándose.
Para nosotros, los cristianos, es importante discernir si nos encontramos en alguno de estos dos casos. Es importante reflexionar si nos encontramos entre los que se han alejado o entre los que, permaneciendo en la casa del Padre, también estamos distanciados de Dios. Porque así, será muy difícil que otros hermanos pródigos regresen.
No existen fórmulas mágicas para acercar a los alejados. Tampoco se trata de obligarles o de convencerles para que vuelvan. Precisamente, porque esa decisión depende exclusivamente de su libre voluntad para volver, aceptar el Amor de Dios y dejarse amar. Pero lo que sí es seguro es que ni la envidia, ni el rencor, ni la hipocresía ni la doble vida atraerán a nadie. Sólo el amor auténtico cautiva, seduce y contagia.
Es posible que quienes se han alejado de la Iglesia (lo digo por propia experiencia), más que rebeldes o malvados se hayan sentido poco amados, desatendidos, o incluso, despreciados por quienes han permanecido en la Iglesia. Y aquí entramos todos, laicos y sacerdotes.
Es posible que la animadversión por la Iglesia y por los curas de los que se han alejado (lo digo por propia experiencia) haya sido debida a un amor escasamente demostrado o, incluso negado por quienes han permanecido en la Iglesia. Y aquí entramos todos, laicos y sacerdotes.
Hace poco leí una frase del cardenal Giulio Bevilacqua ("La parrocchia e i lontani", la parroquia y los alejados) que refleja lo que sí es efectivo para atraer a los alejados: “Podemos, debemos acercar a las almas sencillamente, en plenitud de fe, en heroísmo de esperanza, y en locura de caridad”.
Sin duda, necesitamos una fe robusta (que debemos pedir) , una esperanza heroica (que debemos mantener) y un amor loco (que debemos dar)... hacia Dios y hacia los demás. Necesitamos, primero, convertirnos nosotros al amor, para atraer a otros, después. Sin una verdadera conversión de amor, la evangelización es imposible.
En ese mismo ensayo, el arzobispo Montini decía: “Hermanos alejados, perdonadnos, si no os hemos comprendido, si os hemos rechazado muy fácilmente. Os hemos tratado con ironía, con menosprecio, con polémica, y os pedimos perdón. Escuchadnos, intentad conocernos… Si sois libres, si sois honestos, debéis ser también fuertes e independientes para venir y escuchar”.
Sin duda, debemos pedir disculpas a todos aquellos a quienes no hemos acogido, comprendido o aceptado. Debemos pedir perdón a todos aquellos a quienes no hemos escuchado, atendido o amado. Debemos invitar, acoger y amar a todos aquellos a quienes (todos nosotros) hemos alejado o rechazado, por acción u omisión, de la casa de Dios.
Por eso... mis queridos alejados, ¡Bienvenidos de nuevo a casa! ¡Welcome back home!
JHR
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