Los cristianos, a menudo, somos acusados, atacados y criticados, incluso por nuestros seres queridos más cercanos. Pero es importante comprender que nuestra labor no es defendernos de esos ataques, como Jesús tampoco se defendió de quienes le acusaban.
Si me defendiendo con mis medios naturales y con argumentos humanos, evito que Dios me defienda con sus medios sobrenaturales y con sus argumentos divinos. ¿Quién soy yo para tratar de limitar la obra de Dios?
Porque además, defenderme supone
renunciar a la purificación que Dios quiere hacer en mi vida. Él quiere
configurarme, modelarme y asemejarme a su Hijo, pasando por la oscuridad del
Calvario y de la Cruz para llegar a la gloria de la Resurrección.
Dios en su infinita misericordia, me purifica y me humilla, como Él mismo asumió en su hijo Jesucristo. Yo no puedo buscar la gloria, que sólo a Él pertenece. Por eso, Dios ha querido compartirla conmigo gracias a la redención.
Nuestra vida cristiana se desarrolla como
los misterios del Rosario: en ella hay gozosos, dolorosos, luminosos y gloriosos pero
todos terminan con “gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. Cada día
vivimos un misterio. He comprendido que toda mi vida no puede ser siempre alegría, sufrimiento o claridad sino que
se entremezcla con gozo, dolor y luz... para la gloria de Dios.
Mi vocación como cristiano es ser portador de Cristo. Estoy llamado a irradiar a mi Señor, de forma que sea como un espejo en el que le reflejo para el mundo. No me reflejo yo ni mis méritos. La gloria y los reconocimientos son para Aquel que murió por mi. Y como Juan el Bautista, disminuyo para que Cristo crezca en mí. O como Pablo, muero a mi mismo para que Jesús viva en mí.
Jesús no envió a sus apóstoles a enseñar ideas o teorías abstractas, ni siquiera doctrinas. Les envió a testificar lo que habían visto y oído: la fe en Cristo. Sin embargo, a veces, yo estoy más preocupado en enseñar doctrina, en mostrar ideas, en "hacer" cosas, que en testimoniar a mi Señor y comunicar vida. ¿Quién soy yo para enseñar doctrina?
Evangelizar significa
proclamar con valentía y eficacia que "Jesucristo vive" con el testimonio de mi propia experiencia y sustentado por el poder del Espíritu Santo.
Toda la lógica y la pedagogía de la fe consiste en aceptar que yo no soy quien dirige la acción, ni controlo la situación ni analizo los resultados. Es Dios
quien hace todo.
Toda metodología evangelizadora eficaz consiste en que sea lo suficientemente permeable y dócil para que el Espíritu de Dios actúe y vivir en un Pentecostés constante, en lugar de una racionalización permanente. El mundo está cansado de racionalismos y de teorías literarias. Tiene hambre de palabras vivas y eficaces, tiene sed de Dios.
Es lo que les ocurrió a los dos de Emaús: empezaron a darle una conferencia teológica y cristológica al propio Jesús, a quien ni siquiera reconocían. Le contaron los hechos, palabras y milagros que realizó durante su vida en la tierra. Le narraron su pasión y muerte en la cruz.
Pero cuando llegaron a la resurrección, no pudieron contar
su propia experiencia, su propio testimonio sino que se limitaron a repetir lo
que unas mujeres decían que unos ángeles habían dicho.
En la vida de un creyente ocurre algo parecido. Oímos a otros repetir lo que los hagiógrafos han escrito, lo que teólogos han definido, lo que los santos han dicho o lo que aprendieron en sus clases, pero no su experiencia real de la resurrección de Cristo.
Todos los cristianos estamos llamados a ser
testigos de lo que predicamos, a experimentarlo en nuestras propias carnes, en
nuestras propias vidas, porque si no ¿Qué sentido tiene repetir como papagayos
lo que hemos aprendido, oído o leído pero no hemos vivido?
Muchas veces trabajamos a la luz de las velas del altar en lugar de hacerlo con la luz poderosa de quien se encuentra en el centro del altar: Jesucristo, la “luz del mundo”.
Un verdadero cristiano, un
verdadero evangelizador testimonia personalmente su propia experiencia de
salvación, y da fe de que Jesucristo ha resucitado y está vivo porque ha tenido
un encuentro personal con Él y por eso, “No
podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 20).
Un verdadero cristiano, un verdadero evangelizador no habla de Jesús sino que lo presenta vivo ante los que le escuchan, alumbra a otros con su testimonio de vida para que Cristo les deslumbre con su gloria y así le reconozcan. ¿Quién soy yo para intentar equipararme a mi Maestro?
No se trata de lucirme ante los demás ni de mostrarme a mí para deslumbrar al mundo sino de mostrar a Cristo para que Él ilumine el camino. Y para ello, debo dejar que Él viva en mí, dejar que se haga presente y actúe en mí vida.
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