El sacristán (laico o religioso, hombre o mujer) es una figura clave en la Iglesia que suele ser confundido con el monaguillo (acólito) y que suele pasar desapercibido, aunque no es invisible.
Realiza un apostolado de compromiso y dedicación gratuitos, un servicio humilde a Dios y a los hermanos, y tiene diversas y variadas funciones, tanto organizativas como litúrgicas:
Es la persona que se encarga de la sacristía, de la custodia de los objetos sagrados y de las vestiduras, tanto del altar y como del sacerdote.
Asiste al sacerdote en la iglesia, en la preparación de las ceremonias (misas, adoraciones, bautizos, bodas, confirmaciones y funerales), en la decoración de la iglesia, en el mantenimiento del orden dentro de la misma, en el repique de las campanas, en la distribución de los feligreses en el templo y en la organización las colectas.
Es el primero en llegar y el último en irse de la iglesia. Enciende las velas del altar, revisa los micrófonos y las flores ornamentales, prepara en la credenza el Misal y todo lo que se utilizará en la celebración de la misa (cáliz, patena, vinagrera, especies, corporales, purificadores, manutergios, óleos, inciensos, cruces, etc.).
Coloca el Leccionario en el ambón y revisa las lecturas del día; pone en el atril la hoja de las peticiones; prepara las vestiduras del sacerdote según el color que corresponde; prepara y limpia los ornamentos litúrgicos; se encarga de preparar los cancioneros o las notas informativas; comprueba los depósitos de agua bendita.
Cuando llega el celebrante, lo ayuda a revestirse. Y durante la celebración, se mantiene atento, por si le toca acolitar, proclamar las lecturas, distribuir la comunión como ministro extraordinario, hacer sonar la campana, sostener el libro o el turiferario, ayudar al sacerdote en algo o resolver algún imprevisto, como cambiar la pila al micrófono, traer algo que hace falta, ajustar el equipo de sonido o de iluminación, etc.
Está tan compenetrado con su párroco, que basta que éste le haga un ligero gesto, una mirada, una pequeña inclinación de cabeza, y capta al instante lo que necesita y se apresura a traérselo como si le leyera el pensamiento.
Y si en la iglesia hay varios sacerdotes, se adapta a lo que pide cada uno para tener siempre listo lo que puedan solicitarle.
El sacristán sabe dónde está todo, en qué mueble, en qué estante, junto a qué o debajo de qué; conoce cada rincón de la sacristía como la palma de su mano.
Conoce lo que es un "hisopo" y un "acetre’, distingue entre una "píxide" y una "patena", entre un "corporal", un "purificador" y un "manutergio".
Además de asistir a los sacerdotes, recibe, acoge y acomoda a los feligreses, busca lectores que proclamen y personas que pasen la colecta, y suele contestar las preguntas y dudas de los recién llegados.
Cuando termina la Misa, los feligreses y el sacerdote salen del templo, pero el sacristán se queda, va y viene, atareado, llevando a la sacristía lo utilizado en la celebración. Lo guarda todo, y deja preparado lo que se utilizará al día siguiente.
Extingue la llama de las velas. Recoge y guarda la colecta. Verifica que no quede nadie en la iglesia y que todo esté en su sitio.
Echa un último vistazo para asegurarse de dejar las cosas en orden. Cierra puertas y ventanas, y apaga las luces.
Y al día siguiente, vuelve a hacer lo mismo.
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