Fue en una conferencia de una misionera de la caridad de santa Teresa de Calcuta, hermana de un buen amigo de fe, cuando escuché algo que quedó grabado en mi corazón: "todos y cada uno de nosotros tenemos una 'cuota' de almas para llevar al cielo".
Hasta entonces, servía a Dios y al prójimo en la certeza de que es la vocación a la que estamos llamados los cristianos y así lo sentía en mi corazón, pero no me planteaba las razones por las que evangelizaba ni tampoco esa "cuota" de la que soy responsable.
Esta "cuota de almas" está en función de las capacidades que Dios nos ha dado a cada uno y que nos enseña en la parábola de los talentos de Mt 25,14-30 y Lc 19,11-27. Una "cuota" diferente en cada uno de nosotros y que debemos descubrir.
En Emaús tenemos muy interiorizada una oración del cardenal Verdier en la que le pedimos al Espíritu Santo guía para saber lo que debemos pensar y decir, cómo debemos decirlo, lo que debemos callar, cómo debemos actuar y lo que debemos hacer...para la gloria de Dios bien de las almas y mi propia santificación".
Pero ocurre que, a veces, sin meditarlo mucho, nos dedicamos a hacer cosas para Dios sin tener claro cuál es el objetivo o las razones por las que el Espíritu Santo nos ha guía en la gran tarea evangelizadora. Y es en la medida en que uno adquiere ese conocimiento, es capaz de discernir y orientar mejor su vida al cumplimiento de la voluntad de Dios.
Y así, a través de la oración, el Señor nos interpela para que nos preguntemos: ¿evangelizo por una satisfacción personal, o lo hago porque siento la necesidad de llevar almas al cielo? Realmente, ¿tengo una actitud dócil al Espíritu Santo, dulce huésped del alma y protagonista principal de la evangelización, o me creo el protagonista de una tarea que realizo de manera casi automática? ¿Tengo un interés genuino por las almas o sólo "hago cosas" porque es lo que debo hacer? ¿todo lo que hago es para gloria de Dios o para gloria mía?
Ocurre que quizás vemos el "más allá" como algo lejano y obviamos que, si no tenemos muy presente nuestro destino eterno en el cielo, la evangelización no tiene sentido. Y es que muchas veces, aunque pensemos estar sirviendo a Dios, los afanes cotidianos y nuestros orgullos protagonistas (que no celo), nos impiden alcanzar esa trascendencia necesaria para preocuparnos por los bienes eternos y tan sólo nos ocupamos de los aspectos terrenales y presentes, es decir, del "aquí y ahora", o del "yo y mi circunstancia".
Por tanto, sabiendo que la voluntad de Dios es la salvación de todos hombres, nuestra misión (la mía), en palabras de Jesús, es cumplir su voluntad. Entonces, ¿Cómo cumplo yo la voluntad de Dios? ¿Tengo yo también ese celo divino para que todos los hombres se salven o pongo excepciones y excusas? ¿Mi celo depende de mis talentos con los que actúo, o de mi fragilidad, en la que el Espíritu Santo actúa?
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