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"¿Por qué esta generación reclama un signo?
En verdad os digo que no se le dará un signo a esta generación"
(Marcos 8,12)
Como cada día, la Palabra de Dios nos interpela y nos invita a discernir los signos de los tiempos.
Encerrados en nuestros deseos de bienestar, cegados por la razón y la ideología del mundo, absortos en las promesas del progreso tecnólogico, resguardados en las seguridades de la ciencia empírica... y sordos a la Gracia, le pedimos a Dios pruebas y demostraciones claras: ¡Haz un signo! ¡Haz un milagro! ¡Protégenos del virus! ¡Acaba con la pandemia!
Los hombres le pedimos (o le exigimos) a Dios la espectacularidad de grandes prodigios que atiendan nuestros deseos, la aparatosidad de pruebas que certifiquen de forma inequívoca su existencia y la verificación de seguridades fehacientes de su poder. Y todo, para ponerlo a prueba.
Sin embargo, somos incapaces de ver los milagros que, a diario, obra el Señor en silencio, sin alardes y sin aspavientos. Milagros realizados como signos de liberación del hombre de la "lepra" del pecado, no como solución a nuestros problemas cotidianos. Señales de curación de nuestra ceguera y de conversión de nuestro corazón, no como verificación de nuestra fe.
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Una fe que, aunque pequeña, es capaz de provocar la transformación de unos pocos panes en alimento para miles en el sacramento de la Eucaristía, de sanar enfermos y expulsar demonios en el sacramento de la Unción de enfermos o de perdonar los pecados en el sacramento de la Penitencia.
Y yo me pregunto: ¿Pongo a prueba mi fe? ¿veo sus milagros en los sacramentos? ¿Soy yo signo del amor de Dios? ¿Soy testigo de su Presencia?