El mes pasado, escuchaba a Monseñor Munilla decir que la diferencia entre creer y no creer, radica, no tanto en la creación, sino en la revelación.
Y es que uno puede creer que todo el universo ha sido creado por Dios. Y no anda desencaminado, porque es así. Pero la piedra angular de nuestra fe está en que Cristo, segunda persona de la Trinidad, se ha revelado a la humanidad.
Sólo a través de Jesucristo, podemos llegar al Padre. Sólo abriendo nuestro corazón al suyo podremos experimentar Su amor y, así, también amar.
Cuando su corazón toca el nuestro, nos enamora. Cuando nos encontramos cara a cara con Él y nos habla del Padre, nos arde el corazón. Y cuando el corazón se nos sale del pecho de amor y alegría, no podemos sino evangelizar.
Evangelizar, en realidad, es "impregnar todo del amor de Cristo". Y sólo somos capaces de ser apóstoles de Cristo, cuando nos dejamos "impregnar de su amor", sólo somos capaces de ser verdaderos evangelizadores cuando nos dejamos "enamorar por y de Él".
Cuando nos dejamos "tocar por el corazón de Cristo”, tocamos lo más profundo del Señor, su propio Ser Divino, que nos une íntimamente a Él.
En realidad, no somos nosotros los que le tocamos, sino que es Él quien primero toca nuestro corazón para hacerlo indiviso, para ser una sola cosa, con su ser divino.
En realidad, no somos nosotros los que le tocamos, sino que es Él quien primero toca nuestro corazón para hacerlo indiviso, para ser una sola cosa, con su ser divino.
Cuando nos dejamos tocar por el Corazón de Cristo, entramos en contacto directo con su latir de amor y de vida eterna.
Y por eso no es Él quien revive por nuestro roce místico y espiritual, sino que somos nosotros los que nos vemos reanimados al palpar con las manos de la fe, el sagrado corazón de Cristo.
Y por eso no es Él quien revive por nuestro roce místico y espiritual, sino que somos nosotros los que nos vemos reanimados al palpar con las manos de la fe, el sagrado corazón de Cristo.
Esto es lo que realizamos con cada Eucaristía, lo que pedimos en cada hora santa o momento de adoración eucarística: dejamos que Cristo tome nuestra mano, como tomó la de Santo Tomas y la lleve a su pecho abierto y allí meta nuestra mano en la fuente de vida eterna.
Es allí donde nuestro corazón recibe un nuevo impulso de vida, un nuevo latir que nos hace capaces de seguir viviendo en un mundo aparentemente gris, pero que nos impulsa a seguir anunciándolo a todos los hombres y a decir que hemos encontrado la fuente de la verdadera vida.
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