"Sabéis que los que son reconocidos
como jefes de los pueblos los tiranizan,
y que los grandes los oprimen.
No será así entre vosotros:
el que quiera ser grande entre vosotros,
que sea vuestro servidor;
y el que quiera ser primero,
sea esclavo de todos"
(Mc 10,42-44)
Dice San Ignacio en su Principio y Fundamento que "el hombre existe para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y mediante esto, salvar su ánima" (EE 23).
Sin embargo, desde el principio, el hombre ha sucumbido a la seductora tentación de aquel que quiso sobresalir por encima de los demás y que proclamó: "Non serviam". Es el afán de protagonismo orgulloso que desvirtúa por completo el servicio a Dios porque anhela "ser como Dios", porque desea "divinizarse" a sí mismo y por sí mismo.
Dice El papa Francisco que ese afán egocéntrico y vanidoso en la Iglesia se traduce en clericalismo (eclesial), que pone a una casta de sacerdotes por encima del pueblo de Dios, mediante un autoritarismo dominante que les lleva a considerarse amos y no siervos.
Sacerdotes tiranos y opresores que olvidan el mandato del Buen Pastor de apacentar sus ovejas; que olvidan que el primer grado del Orden Sacerdotal es el diaconado, esto es, el servicio a Dios y a su pueblo; que olvidan dedicar tiempo a la oración y pedir fe para discernir, obediencia para acatar y humildad para servir.
A los laicos nos ocurre algo parecido cuando nos asignan una responsabilidad pastoral o una misión concreta en la Iglesia: caemos en el clericalismo (seglar) por el que nos sentimos superiores a nuestros hermanos, adoptamos pensamientos y deseos vanidosos, y demostramos actitudes y talantes autoritarios.
Laicos tiranos y opresores que olvidamos a quien servimos para fijarnos a quien mandamos; que olvidamos la enseñanza de Cristo de "darnos hasta el extremo"; que buscamos los primeros puestos y, "sirviéndonos de los demás, nos servirmos a nosotros".
Cristo nos llama a todos, sacerdotes y laicos, a ser una Iglesia misionera y diaconal que anuncia, sirve y ama con alegría sin esperar recompensa ni halagos. Porque el verdadero poder del Reino de Dios está en el servicio.
El liderazgo en el servicio no es mando, relevancia o supremacía sino una actitud humilde y generosa, disponible y ejemplar, que escucha atentamente y que delega confiadamente.
Liderar el servicio es hacerse el primer servidor y siervo de todos, para darse completamente: entregando todo nuestro tiempo, nuestros talentos, nuestras energías y nuestros recursos para ponerlos a disposición de las necesidades de los demás.
Jesucristo es el Primero en el servicio, el Primogénito en el amor, el servidor de todos y su reino de amor es un reino de servidores, donde amar es servir y servir es reinar.
Y así se lo explicó con contundencia a sus apóstoles, a Santiago y Juan, que anhelaban un puesto de prestigio y reconocimiento en el cielo, al lado de Jesús: "Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos" (Mc 9,35).
El amor de Dios, la verdadera caridad es el "agapé", un amor incondicional y generoso por el que, el amante tiene sólo en cuenta el bien del amado, y que Jesús les explicó a sus amigos discípulos: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13).
Dice San Pedro, cabeza de la Iglesia designada por Cristo, que "si uno presta servicio, que lo haga con la fuerza que Dios le concede, para que Dios sea glorificado en todo, por medio de Jesucristo, a quien corresponden la gloria y el poder por los siglos de los siglos" (1 Pe 4,11). Todo servicio a Dios viene de su Gracia y es para su Gloria.
Dice San Pablo, ejemplo de servicio, que "hay más dicha en dar que en recibir" (Hch 20,35). Sólo sirviendo a los demás, sus palabras adquieren significado. El amor (el servicio) ni se exige ni se obliga. Sencillamente, se da.
En 1 Tim 3,2-5, San Pablo describe las características que debe tener un sacerdote u obispo: "conviene que sea irreprochable, marido de una sola mujer, sobrio, sensato, ordenado, hospitalario, hábil para enseñar, no dado al vino ni amigo de reyertas, sino comprensivo; que no sea agresivo ni amigo del dinero; que gobierne bien su propia casa y se haga obedecer de sus hijos con todo respeto. Pues si uno no sabe gobernar su propia casa, ¿Cómo cuidará de la iglesia de Dios? Que no sea alguien recién convertido a la fe, por si se le sube a la cabeza y es condenado lo mismo que el diablo. Conviene además que tenga buena fama entre los de fuera, para que no caiga en descrédito ni en el lazo del diablo".
Y en los versículos 6-10, las cualidades de un diácono o servidor: "sea asimismo respetable, sin doble lenguaje, no aficionado al mucho vino ni dado a negocios sucios; que guarde el misterio de la fe con la conciencia pura. Tiene que ser probado primero y, cuando se vea que es intachable, que ejerza el ministerio" .
Servir es la materialización del amor. Quien ama, sirve y quien sirve, cumple la Ley:
"Amarás a Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma,
con toda tu mente,
con todo tu ser...
y a tu prójimo como a ti mismo"
(Mc 12,30)