¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas pero queremos que nos cuentes las tuyas.
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martes, 13 de junio de 2023

EVANGELIZAR NO NECESITA PROFESIONALES SINO TESTIGOS

"No os estiméis en más de lo que conviene, 
sino estimaos moderadamente, 
según la medida de la fe que Dios otorgó a cada cual"
(Rom 12,3)

Dice san Pablo, a propósito del apostolado y de la vida de fe, que un cristiano no debe estimarse más de lo que conviene (Rom 12,3) porque significa caer en la arrogancia, un comportamiento que Dios detesta (Pr 16,5). Nosotros somos servidores y colaboradores de Dios: plantamos y regamos pero no hacemos crecer el fruto. Eso lo hace Dios (1 Cor 3,6-9; 4,1-2). 

Sin embargo, ocurre a veces, que algunos cristianos nos dejamos seducir por el afán competitivo y profesional del mundo, tratando de plasmar nuestro sello personal en nuestra forma de servir, en nuestro testimonio "estrella", en nuestra capacidad para "deslumbrar" a otros, porque somos veteranos y sabemos de qué va esto de evangelizar.

San Alfonso María Ligorio decía: “El hombre espiritual dominado por la soberbia es un ladrón, porque roba, no bienes terrenos, sino la gloria de Dios". Nos convertimos en "ladrones profesionales".  Le robamos a Dios y nos apropiamos de su gloria. 

Nos mostramos conocedores de verdades ocultas sólo a nuestro alcance, damos consejos sin que se nos pidan, adoctrinamos sin testimoniar, juzgamos y señalamos porque nos sentimos superiores a los demás, nos enaltecemos y nos convertimos en "servidores profesionalizados".

Enfocados en el "resultadismo", en la "eficacia" y en la "eficiencia", nos convertimos en auténticos expertos del apostolado, poniendo el "foco" en nosotros y compitiendo permanentemente con el resto de nuestros hermanos de fe. 
Hablamos de servicio y de entrega pero, ¿ejercemos o rivalizamos?. Nos erigimos en ejemplos de fe, pero ¿la ponemos en práctica o sólo teorizamos?. Poseemos grandes carismas, pero ¿damos gloria a Dios o a nosotros mismos?. Atraemos a otros con nuestro magnetismo, pero ¿testimoniamos a Cristo o a nosotros mismos? 

El orgullo y la soberbia espirituales nos apartan de la Verdad, que es Jesucristo mismo (Jn 14,6), quien nos advierte que "el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor; y el que quiera ser primero, sea esclavo de todos" (Mc 10,43-45), que "cualquiera que se enaltece, será humillado; y el que se humilla, será enaltecido" (Lc 14,11; cf. Stg 4,6), y que "Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes" (1 P 5,5; cfr. Pr 3,34).

San Pablo insiste en ello: "No obréis por rivalidad ni por ostentación, considerando por la humildad a los demás superiores a vosotros" (Fil 2,3)Quien muestra arrogancia o hace ostentación, no sirve al prójimo ni a Dios, sino a sí mismo.

Evangelizar no es una tarea para "apóstoles profesionales" ni para "expertos servidores". Cristo nos envía como ovejas en medio de lobos, no como lobos en medio de ovejas. Nos pide la astucia de las serpientes pero también la humildad de las palomas (Mt 10,16).

Evangelizar necesita testigos fieles que contagien el amor de Dios con su testimonio de vida, requiere testigos veraces que sean la voz que grita en el desierto y allanen el camino al Señor (Jn 1, 23-24), precisa testigos auténticos que hayan visto y hayan creído en el Hijo de Dios (Jn 1,34), demanda testigos valientes que no puedan callar lo que han visto y oído (Hch 4,20).

Todo apóstol (servidor) debe tener muy presente que el compromiso de testimoniar las maravillas que Dios ha hecho en su vida y contarlas al mundo es suyo, pero el protagonismo es del Espíritu Santo y la gloria de Dios. 

Servir a Dios no consiste en ser el protagonista de la historia sino en menguar para que Él crezca (Jn 3, 30), testimoniando con humildad y sin arrogancia, sirviendo con sencillez y sin ostentación, proclamando con docilidad y sin vanagloria, amando con veracidad y sin falsedad.
JHR

domingo, 14 de marzo de 2021

VENCER LA ENVIDIA

"Tened la misma consideración y trato unos con otros, 
sin pretensiones de grandeza, 
sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. 
No os tengáis por sabios. 
A nadie devolváis mal por mal. 
Procurad lo bueno ante toda la gente" 
(Romanos 12,16-17)

Ninguno estamos exentos de sentir envidia. Es una consecuencia del pecado original en el corazón humano, del que nace el egoísmo. Es la tristeza o pesar por el bien ajeno, es decir, sentir malestar por la felicidad del otro, el deseo de conseguir lo que no se posee, de fijar la atención en lo que no se tiene, dañando la capacidad para apreciar y disfrutar lo que se tiene.

La envidia, que significa "el que no ve con buen ojo" o "mal de ojo", es el factor determinante para la aparición del odio y del resentimiento que "mira mal" y que no busca la felicidad propia, sino la desgracia ajena. Quien "mira mal" está "matando" a su prójimo y, por tanto, incurre en un pecado capital, impropio de un cristiano. 
La envidia es una losa interior, una declaración de inferioridad que el envidioso no está dispuesto a asumir en público. Es un veneno que mata poco a poco al envidioso puesto que, al centrarse obsesivamente en el envidiado, produce un sentimiento de infelicidad, amargura y ausencia de paz que le conducen a una muerte lenta y agónica.

La envidia nace de una mentalidad de pobreza y escasez, que piensa que no tiene, o que nunca tiene bastante, y que siempre quiere más. No tiene nada que ver con lo que algunos llaman erróneamente "envidia sana". No existe la envidia sana. Lo que existe es la "admiración". Y es que mientras que la admiración provoca buenos deseos para el admirado y de mejora y de bienestar para el admirador, la envidia sólo produce hostilidad y malestar.

Este "pesar" surge de un corazón mediocre que odia el talento y genera recelos y malos pensamientos unidireccionales, que inducen al envidioso a la calumnia y a la difamación del envidiado: quien "mira" mal al prójimo suele "hablar" mal del prójimo.
La envidia es propia del Diablo, un demonio en sí misma, una realidad deformada por el orgullo que impulsa la codicia, la avaricia, la ira, la polémica, la blasfemia, la suspicacia y el altercado (1 Timoteo 6,3-5), y provoca en el envidioso infelicidad, culpabilidad, frustración, negatividad, rivalidad, enfrentamiento, tristeza, victimismo, etc. 

La envidia es competitiva e individualista y encaja a la perfección en nuestro mundo actual, que nos seduce a consumir y a desechar, a usar y tirar, a luchar y ganar, a competir y vencer, a buscar el beneficio propio y egoísta.

Pero... la envidia se puede vencer. La solución está a nuestro alcance. 

Se trata, en primer lugar, de poner a trabajar las virtudes de la modestia y de la humildad que nos permitirán dejar de preocuparnos desesperadamente por aquello que no tenemos, agradecer lo que tenemos y reconocer que otros puedan y merezcan tenerlo. 

En segundo lugar, enfocar nuestra vida hacia el interior, es decir, agradecer los dones y talentos personales que Dios nos ha concedido, y evitar estar pendientes del exterior, de las habilidades o capacidades de otros. 

Y en tercer lugar, asumir la idea de que los fracasos no son obstáculos para el éxito, sino aprendizajes necesarios para llegar a él.

La envidia se puede vencer.