"Hermanos míos, tened como suprema alegría
las diversas pruebas a que podéis ser sometidos,
sabiendo que la fe probada produce la constancia.
Dichoso el hombre que soporta la prueba;
porque si la ha superado,
recibirá la corona de la vida
que Dios ha prometido a los que le aman."
(Santiago 1, 2-3 y 12)
Desde el principio, todas las criaturas de Dios somos probados en el amor. Los ángeles tuvieron que pasar la prueba. Nuestros primeros padres, Adán y Eva, también.
La Sagrada Escritura está llena de ejemplos de pruebas: Noé, Abraham, Job, José, Moisés, David. El mismo Jesucristo se enfrentó a la mayor prueba de amor: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Juan 15, 13).
Desde la rebelión en el mundo angélico, luego trasladada a la tierra, nos encontramos inmersos en una batalla espiritual, queramos o no. Todos debemos enfrentarnos a la prueba y hacer una elección. O Dios o el Enemigo. O el Amor o el Odio. O, como dice el cardenal Sarah, Dios o nada.
Dios nos ha dado y nos da permanentemente pruebas de su amor. “Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito” (Juan 3, 16). "Mirad cómo se manifestó el amor de Dios entre nosotros: Dios envió a su Hijo único a este mundo para que tengamos vida por medio de él. En esto consiste el amor; no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados." (1 Juan 4, 8-10).
El Señor viene siempre a nuestras vidas y reconforta nuestros corazones, cura nuestras heridas, nos repara, nos da fortaleza y aliento en nuestras caídas, para continuar caminando hacia Él.
Dios nos regala un Amor gratuito, incondicional y sin límite, que no exige ni quebranta nuestra voluntad
Sin embargo, el amor, para ser completo, requiere reciprocidad. Por eso, nuestro amor a Dios depende sólo de nuestra libertad, una decisión de fe que demostramos ante la prueba.
Desde la rebelión en el mundo angélico, luego trasladada a la tierra, nos encontramos inmersos en una batalla espiritual, queramos o no. Todos debemos enfrentarnos a la prueba y hacer una elección. O Dios o el Enemigo. O el Amor o el Odio. O, como dice el cardenal Sarah, Dios o nada.
Dios nos ha dado y nos da permanentemente pruebas de su amor. “Tanto amó Dios al mundo, que dio a su Hijo unigénito” (Juan 3, 16). "Mirad cómo se manifestó el amor de Dios entre nosotros: Dios envió a su Hijo único a este mundo para que tengamos vida por medio de él. En esto consiste el amor; no es que nosotros hayamos amado a Dios, sino que él nos amó primero y envió a su Hijo como víctima por nuestros pecados." (1 Juan 4, 8-10).
El Señor viene siempre a nuestras vidas y reconforta nuestros corazones, cura nuestras heridas, nos repara, nos da fortaleza y aliento en nuestras caídas, para continuar caminando hacia Él.
Dios nos regala un Amor gratuito, incondicional y sin límite, que no exige ni quebranta nuestra voluntad
Sin embargo, el amor, para ser completo, requiere reciprocidad. Por eso, nuestro amor a Dios depende sólo de nuestra libertad, una decisión de fe que demostramos ante la prueba.
Propósito de la prueba
Toda prueba tiene un propósito. Sólo si somos sometidos a la prueba, la calidad de nuestro amor y de nuestra fe a Dios se pone de manifiesto.
Porque el verdadero amor no se basa en sentimientos sino en una decisión de amar libre e incondicionalmente. El amor no se cuenta, se ofrece. No se explica, se da.
La prueba saca a relucir nuestra verdadera esencia, lo que hay en nuestro corazón: nos da la oportunidad de elegir entre amor u odio, agradecimiento o resentimiento, ganancia o pérdida, plenitud o vacío, vida o muerte.
A través de la prueba, el amor y la fe del cristiano se refuerzan y aumentan gracias y por medio de Jesucristo: "Todo lo puedo en Cristo que me fortalece" (Filipenses 4,13).
"Amar a Dios es guardar sus mandatos" (1 Juan 5, 3). Es la fe en el amor que Dios nos tiene (también expresado en los mandamientos) la que nos salva. La fe hace posible aquello que humanamente es imposible.
"Amar a Dios es guardar sus mandatos" (1 Juan 5, 3). Es la fe en el amor que Dios nos tiene (también expresado en los mandamientos) la que nos salva. La fe hace posible aquello que humanamente es imposible.
Recompensa de la prueba
Pero, además, la prueba tiene una recompensa. Sin prueba no hay progreso. La recompensa de la prueba es transformarnos a la imagen de Jesucristo (Romanos 8, 29).
Esta es nuestra meta, nuestra santificación, y por eso, toda prueba está diseñada para alcanzar la perfección en el amor.
Cuando experimentamos su amor incondicional, su cuidado, su perdón, su poder sanador, entonces, ese Amor Verdadero comienza a germinar en nuestro corazón y surge en nosotros el deseo de amar a Dios y a los demás de la misma forma.
Cuando dejamos que el amor de Dios inunde todo nuestro ser, comenzamos a transformarnos y a asemejarnos a Él, a reflejar Su amor en nuestra vida y en nuestras relaciones con los demás. No podemos dar lo que no tenemos.
Por eso, para poder dar amor verdadero necesitamos recibirlo primero. Y para recibirlo, debemos elegir querer recibirlo. Porque Dios ya nos la ha dado primero.
Por eso, para poder dar amor verdadero necesitamos recibirlo primero. Y para recibirlo, debemos elegir querer recibirlo. Porque Dios ya nos la ha dado primero.
Es entonces cuando nos transformamos en amor y conseguimos la meta para la que hemos sido creados: estar junto al amor de Dios y amarle por toda la eternidad.
"El amor es paciente, es servicial;
el amor no tiene envidia, no es presumido ni orgulloso;
no es grosero ni egoísta, no se irrita, no toma en cuenta el mal;
el amor no se alegra de la injusticia; se alegra de la verdad.
Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo tolera.
El amor nunca falla"
(1 Corintios 13, 4-8)