“Así
que, mientras tengamos oportunidad, hagamos el bien a todos, pero especialmente
a nuestros hermanos en la fe”.
Gálatas
6,10
Siempre he sido una
persona muy extrovertida, social y abierta. Mi vida social ha sido siempre muy
prolífica, rica y enriquecedora. Siempre me he sentido muy orgulloso de tener “buenos
amigos” con los que he compartido grandes momentos de mi vida.
Pero últimamente, cuando
quedo con alguno de mis mejores amigos, los de siempre, y nos reunimos a cenar, a celebrar
un cumpleaños o a disfrutar de una fiesta, siento que algo ha cambiado, que
ahora es diferente, noto que algo me falta; no me lleno como antes, no me
emociono como antes, a pesar de que nos reímos bastante, disfrutamos de buenos
momentos juntos y que los quiero.
Entonces ¿Qué pasa ahora?
¿Por qué tengo una sensación de vacío? ¿Qué falta? ¿Por qué no disfruto
completamente?
Siempre se ha dicho
que la amistad verdadera es difícil de encontrar y más aún, de mantener; y más si cabe, en este
mundo individualista y materialista que se rige por intereses particulares o
conveniencias explícitas.
La amistad
verdadera es, sin duda, confraternidad, es decir, una relación como "de
hermanos", pero sin parentesco de sangre. Y ésta se configura exclusivamente a través del "amor fraternal", factor que identifica por
antonomasia a la iglesia de Cristo.
Una de las
características de este amor fraternal es la fidelidad. Un amigo fiel te levanta cuando has caído, y te socorre
en la aflicción. "Es como un hermano
en tiempo de angustia." (Proverbios 17,17). Precisamente es en el
dolor cuando la amistad es probada.
La familiaridad con la que un hermano en Cristo compartirá tus gustos y tus disgustos, tus
mismos intereses, actividades y pasiones, y por supuesto, la misma fe es
comparable sólo a tu propia familia. Es
en la familia de Dios donde la amistad cobra su máximo significado.
La confidencialidad cobra su máxima expresión puesto que ningún amigo
verdadero tendrá tentaciones de sacar a la luz pública cualquier
defecto, problema o secreto que hayas compartido con él.
La discreción es parte de su
ADN y nunca te dejará en evidencia ante otros. Guardará lo que tenga que
guardar por respeto y cariño a ti.
El amor fraterno nos encamina a desear el bien, nos enseña a compartir nuestros
bienes y a llevar una convivencia sana y constructiva porque vemos en el otro un reflejo de nosotros mismos,
lo que implica un perfecto conocimiento del otro y de sus necesidades.
Otra manifestación
es el deseo mutuo de compañía, junto
a un sentimiento
compartido de preocupación, apoyo y ayuda.
Un hermano en la fe siempre estará a tu lado y no rehusará jamás socorrerte y siempre
tratará de protegerte; y si no puede él, rezará a Dios por ello.
El verdadero amigo
se expone, incluso, a ser incomprendido, pero por causa de que su amor es altruista y desinteresado, te dirá la
verdad, aunque te duela. No te adulará, ni te dará una palmadita en la espalda;
más bien, te sacará de tu engaño, te dará luz en tus errores, te despojará de tus
presunciones y te alejará de tus tentaciones.
La amistad en
Cristo, a diferencia de la amistad “a secas”, comparte las cosas humanas y las
divinas por la Gracia divina. Comparte un fervor
que mueve a la acción: al servicio a los demás y al crecimiento espiritual.
El amor fraterno
está guiado y protegido por el Espíritu
Santo. Es la gran diferencia que existe con la amistad mundana, puesto que es quien nos acerca a Dios.
Jesús es el mejor amigo del hombre y lo demostró muriendo por todos. Esa es la prueba del amor genuino y el ejemplo de la amistad verdadera: el verdadero amigo ama hasta el fin, hasta lo sumo, hasta dar la vida por uno. “No hay amor más grande que dar la vida por sus amigos " (1 Juan 15:13).
Cuando amamos de verdad a nuestros amigos de fe, a nuestros hermanos, como a nosotros mismos, somos capaces de amar a Dios. “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas y a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento más importante que éstos”. Marcos 12,30-31.
Cuando amamos de verdad a nuestros amigos de fe, a nuestros hermanos, como a nosotros mismos, somos capaces de amar a Dios. “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu inteligencia y con todas tus fuerzas y a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento más importante que éstos”. Marcos 12,30-31.
No podemos decir que amamos a Dios y no a nuestros hermanos. No es posible amar lo que no se conoce “Si alguno dice: ‘Amo a Dios’, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve." (1 Juan 4, 20).
El
amor fraternal es un medio para conocer
a Dios y una práctica para el amor divino. Decía S. Pedro, que el cristiano
es el que ama de verdadero corazón.
Con un “corazón nuevo”, como decía el
profeta: “Os daré un corazón nuevo y pondré dentro de vosotros
un espíritu nuevo. Quitaré de vuestra carne ese corazón de piedra y os daré un
corazón de carne. Pondré dentro de vosotros mi Espíritu y haré que caminéis
según mis mandamientos, que observéis mis leyes y que las pongáis en práctica. (Ezequiel
36, 26-27).
Por lo
tanto, cuando un cristiano ama no ama con su viejo corazón humano, ama con el corazón nuevo que es el Espíritu Santo.
Y cuando lo hacemos, es Dios mismo presente en nosotros, con su Espíritu, el
que ama en nosotros y a través de nosotros.
Ahora ya sé lo que me falta con mis otros amigos: un amor que no necesita "motivos", ni “aspavientos”, ni “ficción”; un amor que brota de un “corazón nuevo”, lleno de Espíritu santo, lleno de amor, lleno de Cristo y que trasciende de lo humano hacia lo divino, hacia nuestro Padre. ES EL AMOR DE DIOS; ES DIOS MISMO.