¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.
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martes, 11 de diciembre de 2018

SOBREVIVIR A UN HIJO

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Señora mía, ¡Qué dolor el tuyo! ¡Qué dolor el mío…! 
¡Qué dolor el de ambos! ¡Se nos ha muerto un hijo…! 
El tuyo más grande, la mía pequeñita… 
¡Los dos tan hermosos!
 ¡Un Dios y una niña! 
¡Qué dolor el tuyo, entregarlo a los hombres…; 
…qué dolor el mío, entregársela a Dios!


Hoy he estado acompañando a mi mejor amigo y a su mujer, en el calvario de la muerte de su única hija de quince años, Lola. 

El desgarrador y profundo dolor de unos padres desesperados, desolados y a la vez, impotentes, nos han hecho derramar a todos, lágrimas sinceras desde lo más profundo de nuestros corazones. 

El escenario devastador de una pérdida tan irreparable nos ha hecho meditar a todos los que tratábamos de consolar, en vano, a esos padres destrozados por el sufrimiento, sobre el propósito de nuestras vidas. 

Algunos de los presentes se preguntaban ¿cómo se gestiona esto? ¿cómo se interioriza la muerte de un hijo? ¿cómo se controla esta situación?

Una vez escuché a alguien decir una frase que durante mucho tiempo he hecho mía: "Ningún padre debería sobrevivir a un hijo".  Porque la muerte de un hijo no es natural ni lógica. Porque no sólo implica la pérdida de su presencia física sino también el quebrantamiento de los sueños y proyectos que, como padres, habíamos imaginado para su vida. 

La muerte de un hijo es un "agujero negro" que todo lo engulle y que no puede explicarse. Es una "bofetada" a las promesas, a los dones y sacrificios de amor que los padres han entregado a la vida que han hecho nacer. 

Algunos psicólogos afirman que las reacciones tras un suceso tan dramático dependen de la manera en que se produce la muerte. No puedo estar de acuerdo. El dolor de los padres ante una pérdida tan inmensa es personal e intransferible. 

Nadie podemos acercarnos ni siquiera a intuirlo, ni tampoco a comprenderlo y mucho menos a explicarlo. Y seguramente sea así porque el mundo no quiere hablar de la muerte. Prefiere obviarla porque no puede explicar nada más allá de ella.

De poco sirven las palabras, seguramente sinceras, de ánimo. 

De poco sirven los consejos de los psicólogos para afrontar y reconducir esas vidas rotas y quebradas. 

De poco sirven los razonamientos humanos para explicar lo sucedido y reparar esa ausencia.

La angustia y la pena por la marcha de un hijo hace que todo nuestro universo se derrumbe, se transforme y nos avoque a la necesidad de encontrar algo más grande que nosotros mismos, para poder afrontar lo que sentimos y sufrimos; para hallar, no tanto una explicación, sino un consuelo; para encontrar, no tanto un "por qué", sino un "para qué".

A menudo, creemos que tenemos el control de nuestras vidas y la de las personas que nos rodean. Creemos que podemos gestionar cualquier situación que se nos presente. 

Sin embargo, ante la muerte de un hijo, caemos en un profundo abismo en el que tomamos consciencia de lo vulnerables y frágiles que somos. Una fosa en el presente que engulle el pasado y el futuro.
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Sólo desde los ojos de la fe, puede abrirse la única dimensión capaz de dar sentido a lo que racionalmente no lo tiene y que no logramos aceptar.

Sólo desde la mirada de la esperanza cristiana, podemos seguir caminando por este peregrinaje temporal hacia un hogar eterno. 

Sólo desde la confianza en un Dios que nos ha creado por amor, podemos llegar a vislumbrar que hemos sido pensados para algo mejor y más duradero.

Según palabras del papa Francisco: “Cuando toca a los queridos familiares, la muerte nunca es capaz de parecer natural. Sobrevivir a los propios hijos tiene algo particularmente angustioso, que contradice la naturaleza elemental de la relación que da sentido a la misma familia. Es nuestra fe la que nos protege de la visión nihilista de la muerte, como también de los falsos consuelos del mundo. Sólo desde nuestra confianza en Dios podemos sacarnos de la muerte su ‘aguijón', a la vez que podemos impedir que nos envenene la vida, echar a perder nuestros afectos y hacernos caer en el vacío más oscuro”.

Ante la pérdida de un ser querido no se debe negar el derecho al llanto. Tenemos que llorar como también Jesús "rompió a llorar" y se "turbó profundamente" por el duelo de una familia que amaba. También la Virgen María sufrió y lloró el padecimiento y la muerte de su amado Hijo.

Pero tras nuestro llanto por el durísimo paso de la muerte de un hijo, también hemos de dar el paso seguro del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de la resurrección de los muertos: "Los cristianos sabemos que el amor de Dios es más fuerte que la muerte porque ésta ha sido derrotada en la cruz de Jesús y Él nos restituirá en familia a todos" (Papa Francisco).

Por eso, Lola, espéranos en el cielo. Allí, te veremos de nuevo.

sábado, 16 de diciembre de 2017

EL ANHELO DEL CIELO, OBJETIVO DE NUESTRO PARCHÍS

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"El hecho de que nuestro corazón anhele algo 
que la tierra no puede darnos 
es prueba de que el cielo debe ser nuestro hogar".
(C.S. Lewis)

Ayer estuvimos en el funeral de Gonzalito, el hijo pequeño de Cristina y Ángel, que ha partido al cielo después de apenas dos años de estancia en la tierra. 

El P. Javier Siegrist fue quien celebró la Eucaristía. Y digo bien: celebró, porque fue una fiesta en la que dábamos gracias a Dios por la llegada de un nuevo santo al cielo, a pesar del dolor que supone la separación física y más de un niño pequeño. 

Pero anoche, todos los presentes festejábamos con gozo el hecho de que Gonzalo es un Hijo de Dios que ha llegado a su destino, que ha alcanzado el propósito para el que fue creado: Reunirse con su Padre y Creador.
El P. Siegrist lo explicó de forma maravillosa. Nos dijo que la vida es como un parchís donde cada familia tiene un color.
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Cada color tiene fichas (miembros de la familia) que deben salir del "casillero" (vivir su vida), pasar por distintas casillas (vivencias), evitar ser "comidas" (problemas), y finalmente, pasar por el pasillo de nuestro color y así, conseguir el objetivo final: llegar al centro, el cielo. 

Es cierto que cuando una ficha de nuestro color entra en el centro, ya no la vemos más, ya no juega pero, eso sí, nos hace avanzar diez casillas.

Y es que el ser humano es una "ficha" que anhela llegar al "centro" del tablero para así ganar la felicidad. Cada vez que una de nuestro color llega al centro, cada vez que alguien de nuestra familia llega al cielo, nos hace adelantar casillas.  Avanzamos en santidad y en fe, en la certeza de llegar allí, sin detenernos por ninguna causa, para estar de nuevo reunidas todas.

El anhelo de vida eterna es una de las características que identifican a quien es hijo de Dios (por el bautismo) y cuyo destino está en el Creador. 

Dice el Salmo 63, 2: "Oh Dios, tú eres mi Dios; desde el amanecer ya te estoy buscando, mi alma tiene sed de ti, en pos de ti mi ser entero desfallece cual tierra de secano árida y falta de agua." 

Un hijo de Dios quiere ir hacia él y, por eso, nada del mundo puede distraerlo, nada puede "comerlo". 

Fuimos concebidos para llegar al centro. Es cierto que mientras estamos en el vientre de nuestra madre, nos encontramos muy cómodos y no queremos salir de allí. Sin embargo, cuando llega la hora traumática del parto, vemos la luz y unos brazos amorosos de madre nos esperan para acercarnos a su pecho, y después, presentarnos a nuestro padre, que llora de júbilo. Toda la familia llora de alegría.

Así es también nuestro tránsito de esta vida terrenal al cielo, a la vida celestial para la cual fuimos concebidos. 


Al cruzar el umbral de la muerte, nuestra Madre, la Virgen María nos espera impaciente con los brazos abiertos para llevarnos a la presencia de nuestro Padre y presentarnos al resto de nuestra familia: los santos y los ángeles. En ese momento, todo el cielo es un cántico de júbilo.

Si jugamos nuestra partida desde la certeza absoluta de que el Cielo es nuestro hogar eterno, nuestras prioridades y decisiones se alinearán con el objetivo del juego, con la meta a la que Dios nos llama a todas sus fichas: a vivir eternamente en su presencia.

En el Cielo ya no estaremos preocupados por que nos "coman" (enfermedades, pruebas, dolor, sufrimiento) o por cuántas casillas nos faltan para llegar (tentaciones, limitaciones, debilidades, necesidades).


En el "centro" descansaremos. Descansaremos en brazos de Dios.