"He visto al Señor.
Era verdad, ha resucitado el Señor"
(Juan 20,18; Lucas 24,34)
El último capítulo del evangelio de san Lucas narra, durante "el primer día de la semana", tres relatos de "apariciones" con el propósito de mostrarnos un testimonio veraz y una reflexión teológica de la Resurrección de Jesús, hecho central del cristianismo, y que concluye con su Ascensión a los cielos:
-la aparición de dos ángeles a las mujeres (Lucas 24, 1-12).
-la aparición de Jesús a los dos discípulos de Emaús (Lucas 24, 13-35).
-la aparición de Jesús a "los Once" y a la comunidad (Lucas 24, 36-49).
En cada uno de los tres relatos, el médico evangelista, acentúa la gran dificultad del hombre para creer y entender la noticia de la resurrección y, más aún, para reconocer y acoger al mismo resucitado. Tres momentos que van alternándose y superponiéndose mientras la acción llega a su desenlace final: la gloria de Jesucristo.
Perplejidad y angustia
De la misma forma que Dios eligió a un ángel para anunciar el nacimiento de Jesús apareciéndose a unos humildes pastores (Lucas 2,8-15), ahora son dos ángeles los que testifican también Su resurrección, apareciéndose a unas humildes mujeres (seis en total, entre las que estaban María la Magdalena, María la de Cleofás -Tadeo o Alfeo-, María, la de Santiago -madre de Santiago y Juan-, y Juana la mujer de Cusa, administrador de Herodes).
Los ángeles se sorprenden por la perplejidad y la angustia que muestran las mujeres al no encontrar el cuerpo de Jesús y les preguntan: "¿Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado"...Y les recuerdan lo que Jesús les dijo en Galilea: "El Hijo del hombre tiene que ser entregado en manos de hombres pecadores, ser crucificado y al tercer día resucitar" (Lucas 24,6-7).
Las mujeres, al escuchar de boca de los ángeles de Dios el cumplimiento de Su Promesa y la evidencia de la resurrección de Jesús, recuerdan las palabras de su Señor pero no son capaces de entender. Tan sólo corren a contar lo ocurrido, a anunciar la noticia a los Once y a los demás discípulos que estaban con ellos.
Como aquellas mujeres, nosotros, humildes pero perplejos y angustiados, buscamos a Jesús entre las cosas muertas, es decir, en los formalismos, en las normas, en los métodos y en los esfuerzos humanos...pero Él no está ahí. Le buscamos y no le vemos. Incluso, anunciamos su resurrección a otros, pero no entendemos.
Decepción y frustración
Pedro y Juan corren hacia el sepulcro para ver con sus propios ojos lo que las mujeres les han contado (Juan 20-3-8). María Magdalena les acompaña pero permanece en un plano secundario. Pedro, impetuoso, entra en el sepulcro y Juan, tímido, desde fuera, mira. No ven a Jesús. Tan sólo ven los signos de Su muerte: los lienzos, las vendas y el sudario que envolvieron su santo cuerpo sin vida... pero con un detalle significativo: están perfectamente colocados y ordenados (Juan 20,6-7). Juan cree y Pedro se asombra. Por fin, entienden la Escritura y se vuelven a casa.
Los discípulos escuchan a las mujeres y las toman por locas. Creen que deliran y no las toman en consideración. Tampoco creen a Pedro y a Juan. Dudan de que la resurrección sea verdad. Están frustrados, decepcionados y desilusionados. Todo ha terminado... Aquel hombre extraordinario al que han seguido durante varios años, ha muerto, y con su muerte, todas sus expectativas. Y dos de ellos se vuelven abatidos, caminando a su aldea, a su cotidianeidad.
Como los discípulos, nosotros, recelosos y desconfiados, ponemos en duda que Cristo viva, nos lo diga quien nos los diga. No ponemos en valor el significado de nuestra fe: la resurrección. Nos encontranos ante una encrucijada, ante una elección: ir a buscar a Jesús y verlo con nuestros propios ojos (¡Ven y verás!) o volvernos a nuestra vida cotidiana y olvidarnos de Él.
Encuentro y asombro
"Aquel mismo día", de regreso a Emaús, los dos discípulos conversan y discuten. De pronto, Alguien se les une en el camino. Un misterioso viajero les pregunta de qué hablan y parece no saber nada de lo que ha ocurrido. Es Jesús resucitado que escucha cómo la tristeza de los discípulos por la pérdida, no les permite reconocerlo. Ellos "esperaban"...pero ¿qué esperaban?
Volvemos a Jerusalén. María Magdalena llora frente al sepulcro, porque no sabe lo que ha ocurrido ni quién se ha llevado a su Señor. De pronto, Alguien aparece a su lado y le pregunta qué le pasa y a quién busca. Es Jesús resucitado, pero la misma tristeza de María por la pérdida, tampoco le permite reconocerlo. Ella "buscaba"...pero ¿dónde buscaba?
En el sepulcro, Jesús llama a María por su nombre y ésta le reconoce. Pero Jesús le dice que no le retenga sino que vaya a anunciar a la comunidad de sus discípulos que vuelve al cielo, junto al Padre.
En el camino, Jesús les explica a los discípulos todo lo que las Escrituras hablan de Él. Es la liturgia de la Palabra con la que Cristo se hace escuchar y que da paso a la liturgia de la Eucaristía, donde finalmente hace reconocer su presencia, al partir el pan.
Tras "abrir los ojos", tanto María como los dos de Emaús vuelven a Jerusalén a contar lo sucedido, a anunciarles a todos que Jesucristo ha resucitado. En ese transcurso de tiempo entre el sepulcro y el camino, ha anochecido. Los Apóstoles y el resto de los discipulos están encerrados por miedo a los judíos.
Entonces, Jesús se aparece a toda la comunidad y les muestra sus llagas para certificar que es Él. Atónitos y aterrados, pensando que ven a un fantasma, no terminan de creer. Jesús les dice que la Escritura, desde el principio hasta el final, se ha cumplido en Él, y entonces, se llenan de entendimiento y de discernimiento. Les entrega el Espíritu Santo, y entonces, se llenan de paz y de fe. Les lleva a Betania, los bendice y asciende al cielo, y entonces, se llenan de alegría y de gozo.
Nosotros también caminamos con esas mismas limitaciones, dudas y temores de los cristianos del primer siglo. Anclados en nuestras preocupaciones y expectativas, en nuestras pérdidas y sufrimientos cotidianos, en nuestros anhelos y deseos, tampoco somos capaces de ver y entender, de reconocer y creer a Jesucristo. Entonces nos preguntamos ¿Qué espero? y ¿Dónde busco?
Por eso, el Señor se nos aparece de forma individual y comunitaria, inaugurando el primer día de nuestra semana, el primer día de nuestra nueva vida, en el que nos bendice y nos entrega la promesa del Padre, el Espíritu Santo, para que veamos su gloria.
Sólo entonces, con la gracia y la bendición de Dios, nuestros ojos se "abren", nuestras manos "tocan" y nuestro corazón "arde".
Sólo entonces, dejamos de estar turbados y temerosos para ser dichosos y bienaventurados.
Sólo entonces, somos capaces de gozar de la alegría de la resurrección y de testimoniar con valentía la gloria de Jesucristo.
Sólo entonces, somos capaces de adorarlo y de amarlo.
Ante la pérdida, escuchemos al Cristo. Ante el desánimo, miremos al Resucitado. Ante el temor, reconozcamos al Hijo de Dios.
Esta es la certeza de nuestra esperanza y de nuestra fe:
JHR