"Temed al Señor;
servidle con toda sinceridad"
(Josué 24,14)
Josué, el siervo del Señor, se dirige a todo el pueblo de Dios...a todos nosotros...y me pide que, en uso de mi libertad, haga una elección sincera: o servir a Dios o servir a otros dioses.
Ahora que he sido liberado de la esclavitud del mundo, ahora que he visto los grandes portentos que Dios ha hecho en mí, ahora que he sido guiado por el Señor a lo largo de mis desiertos, tengo que tomar partido.
Tengo que dar una respuesta personal y comunitaria. Tengo que comprometerme. No puedo ser neutral ni tibio; no puedo ser laxo ni cómodo: O sirvo a Dios o sirvo al mundo.
¿Elijo inclinar mi corazón al Señor, obedecer su voz y ser su testigo en el mundo?
¿Elijo decirle "sí" a Dios y abandonar otros dioses? o ¿le doy la espalda y sigo mi camino?
¿Elijo serle fiel y huir de las seducciones que el mundo me ofrece?
¿Le obedezco con la boca y le niego con el corazón?
"Dejadlos, no impidáis a los niños acercarse a mí;
de los que son como ellos es el reino de los cielos"
(Mateo 19,14)
También Jesús, el Señor, me invita a hacer una elección. La misma que Él hace: los niños. Me dice que no les impida acercarse a Él, e incluso se enfada si se lo impido: "Dejad que los niños se acerquen a mí: no se lo impidáis, pues de los que son como ellos es el reino de Dios. En verdad os digo que quien no reciba el reino de Dios como un niño, no entrará en él" (Mateo 19,14; Marcos 10,14-15).
Jesús afirma con rotundidad que el Reino de Dios es de los que "son como ellos" y que para entrar en el cielo, tenemos que "recibirle como un niño". Entonces ¿Qué significa ser como un niño?
Los niños no son autosuficientes sino que dependen del cuidado de los padres. Reciben todo, no por méritos propios, sino de forma gratuita, por amor. "Ser como niños" implica saberse débil y dependiente, frágil y necesitado, en contra de la lógica humana que, muchas veces, pretendemos los adultos: bien ser autónomos e independientes en nuestro camino de fe o bien, cumplir y hacer méritos propios para ganarnos el cielo.
Pero la lógica divina no funciona así, no depende de los esfuerzos ni de los méritos de cada uno de nosotros. La fe es un don de Dios, una gracia del cielo que debemos aceptar como lo que es, como un regalo inmerecido, y hacerlo con confianza e incondicionalidad, con sencillez y humildad, con alegría y agradecimiento...como hacen los niños.
Algunos podemos pensar, como los discípulos, que los "niños" (los recién llegados, los conversos o los que tienen menos formación) son una molestia para nosotros y para Dios. Nada más lejos de la realidad. El Señor se enternece cuando alguien llega con ansía de saber más de Él, con deseo de conocerle más profundamente, con el anhelo de sentarse en su regazo.
Algunos podemos obrar, como los discípulos, auto confiriéndonos la potestad de decidir quien puede ir a Cristo y quién no, quien puede ir a la Iglesia y quién no. Sin embargo, Cristo y su Iglesia no son para los más santos sino para los más necesitados: "Andad, aprended lo que significa “Misericordia quiero y no sacrificio”: que no he venido a llamar a justos sino a pecadores" (Mateo 9,13).
¿Dejo que los necesitados se acerquen a Jesús? o ¿les niego su derecho y les regaño?
¿Me apropio de Dios? o ¿lo comparto con los demás?
¿Decido quién es digno de Dios y quién no? o ¿hago una elección por los más necesitados?
¿Elijo ser el "hermano mayor" autosuficiente? o ¿el niño confiado en quien Dios se complace?
"Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra,
porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos,
y se las has revelado a los pequeños"
(Mateo 11,25)