"¿Quién de vosotros, si tiene un criado labrando o pastoreando,
le dice cuando vuelve del campo: “Enseguida, ven y ponte a la mesa”?
¿No le diréis más bien: “Prepárame de cenar, cíñete y sírveme mientras como y bebo,
y después comerás y beberás tú”?
¿Acaso tenéis que estar agradecidos al criado porque ha hecho lo mandado?
Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado,
decid: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”
(Lc 17,7-10)
La vida del hombre es un camino de compromisos continuos, de exigencias naturales y necesarias (levantarse, trabajar, comer, descansar, etc.) pero hay otros, muchos, que no provienen de la necesidad, sino de la opción libre de cada uno (casarse, crear un familia, servir a Dios y al prójimo, etc.).
Por desgracia, la actitud predominante en nuestra sociedad es la de rechazar cualquier compromiso que suponga cierta dificultad, inconveniencia o que conlleve la merma de la propia libertad. Prueba de ello es el individualismo, el hedonismo y el relativismo que impera en este mundo.
Esta indiferencia también existe en la vida espiritual: no quiero problemas y evito complicaciones, soy creyente pero elijo vivir mi fe "libremente", prefiero ver "los toros desde la barrera" o, mejor dicho, cierro los ojos y los oídos ante lo que me compromete...
Una falta de compromiso que se manifiesta en una forma de ser "religiosamente correcto", en la tentación del "buenismo espiritual": decir lo que los demás quieren oír o en callar por temor a ofender o para no crear problemas...pasar de puntillas por las responsabilidades u obligaciones espirituales para "vivir tranquilo" una fe de mínimos.
Algunos lo denominan "prudencia", pero en realidad se trata de tibieza, de desgana o desinterés, con el único propósito de no asumir la exigencia del Evangelio. Algunos quieren vivir todo en libertad (también la fe) y, sin darse cuenta, optan por el mal (aunque no sea por acción sino por omisión) porque la auténtica libertad implica no sólo evitar el mal, sino tomar partido por el bien, es decir, comprometerse.
Una fe sin compromiso es una fe enferma, débil, vacía, sin sentido...es una charca de agua estancada en lugar de un río de agua viva, es un edificio abandonado y a punto de colapsar en lugar de un faro en plena oscuridad...
Cada responsabilidad que adquiero con Dios es un ladrillo en la construcción de Su Reino, una luz que ilumina Su camino, pero si no construyo o no "ilumino", no cumplo la voluntad de Dios ni sigo el ejemplo de Cristo.
Y entonces, más que un "obrero de la viña", soy como esos "jubilados", como esos "mirones profesionales" que contemplan las obras de construcción pero no mueven un dedo ni intervienen....sólo "miran".
El compromiso con Dios implica mucho más que asistir a misa o a actividades espirituales de forma esporádica. Se trata de crear una relación estrecha con Dios a través de la oración, el servicio a los demás, la participación en la comunidad cristiana y la búsqueda del bien de otros.
Hay una gran diferencia entre una fe de compromiso y una fe por compromiso, entre una fe exigente y una fe cómoda:
- Sin compromiso, debilito mi capacidad para cumplir la misión de evangelizar, servir y transformar el mundo, de defender los valores cristianos y de crecer en la fe, la esperanza y la caridad.
- Por compromiso, establezco una "fe sociológica", superficial, apática, no participativa sino "de expectativas" que me conduce a experiencias esporádicas y emotivas, como la semilla que cae al borde del camino de la parábola del sembrador (Mt 13,4; Mc 4,4; Lc 8,4-8).
- Sin exigencia, mi fe se convierte en un "hobby" cómodo de fines de semana o de días concretos, en lugar de ser un testimonio de Cristo, que implica renuncia a mí mismo, transformación interior, aceptación y carga de cruces (Mt 16,24).
- Por comodidad, establezco mis prioridades materiales frente a las espirituales, de forma que Dios no ocupa el primer lugar de mi vida sino que "rellena huecos" de mi existencia. Solo soy cristiano según disponibilidad y conveniencia, según mi "estado" o mi circunstancia.
Para revertir esta triste situación, se me ocurren algunas ideas como:
- fomentar la formación espiritual, es decir, el discipulado, para que todos comprendamos la fe en profundidad y su exigencia
- cultivar la vida comunitaria para que generar en mí un sentido de pertenencia, de servicio y de responsabilidad hacia la Iglesia y el hombre
- desarrollar una visión clara de mi misión como cristiano y una pasión por servir a Dios y a la comunidad
- impulsar hábitos espirituales que testimonien la relevancia evangélica al mundo y ofrezcan respuestas a las necesidades y desafíos del hombre.
En conclusión, ser cristiano significa:
- vivir y morir para Dios y para el prójimo, constantemente, a tiempo completo y no según mi prioridad, conveniencia o disponibilidad (Mt 14,26;)
- vivir en la verdad, la coherencia y la autenticidad y no en la hipocresía del mundo (Mt 5,37 Stg 5,12)
- estar crucificado con Cristo para responder libre e incondicionalmente a mi vocación de compromiso y servicio, y no fabricarme una según mis intereses o deseos (Gal 2,19-20);
- transformarme en instrumento de la gracia y el amor de Dios para dar fruto, en lugar de semilla que cae junto al camino (Hch 9,15; Jn 15,16)
- optar y comprometerme bajo juramento con Dios, y no un "prometo pero no cumplo" (Nm 30,3; Ecl 5,3-4; Sal 50,14; 76,12).
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