¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.
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domingo, 13 de noviembre de 2022

¿QUIEN SOY YO...?

"No soy yo el que vive, 
es Cristo quien vive en mí" 
(Gal 2,20)

Los cristianos, a menudo, somos acusados, atacados y criticados, incluso por nuestros seres queridos más cercanos. Pero es importante comprender que nuestra labor no es defendernos de esos ataques, como Jesús tampoco se defendió de quienes le acusaban. 

Si me defendiendo con mis medios naturales y con argumentos humanos, evito que Dios me defienda con sus medios sobrenaturales y con sus argumentos divinos. ¿Quién soy yo para tratar de limitar la obra de Dios?

Porque además, defenderme supone renunciar a la purificación que Dios quiere hacer en mi vida. Él quiere configurarme, modelarme y asemejarme a su Hijo, pasando por la oscuridad del Calvario y de la Cruz para llegar a la gloria de la Resurrección.

Dios en su infinita misericordia, me purifica y me humilla, como Él mismo asumió en su hijo Jesucristo. Yo no puedo buscar la gloria, que sólo a Él pertenece. Por eso, Dios ha querido compartirla conmigo gracias a la redención. ¿Quién soy yo para buscar la gloria que no me corresponde?

Nuestra vida cristiana se desarrolla como los misterios del Rosario: en ella hay gozosos, dolorosos, luminosos y gloriosos pero todos terminan con “gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”. Cada día vivimos un misterio. He comprendido que toda mi vida no puede ser siempre alegría, sufrimiento o claridad sino que se entremezcla con gozo, dolor y luz... para la gloria de Dios.

Mi vocación como cristiano es ser portador de Cristo. Estoy llamado a irradiar a mi Señor, de forma que sea como un espejo en el que le reflejo para el mundo. No me reflejo yo ni mis méritos. La gloria y los reconocimientos son para Aquel que murió por mi. Y como Juan el Bautista, disminuyo para que Cristo crezca en mí. O como Pablo, muero a mi mismo para que Jesús viva en mí.

Jesús no envió a sus apóstoles a enseñar ideas o teorías abstractas, ni siquiera doctrinas. Les envió a testificar lo que habían visto y oído: la fe en Cristo. Sin embargo, a veces, yo estoy más preocupado en enseñar doctrina, en mostrar ideas, en "hacer" cosas, que en testimoniar a mi Señor y comunicar vida. ¿Quién soy yo para enseñar doctrina?

Para crecer en la vida de Dios, antes debo haber nacido del Espíritu Santo. Para evangelizar y testificar la muerte y resurrección de Cristo, debo presentar a una persona que da vida en abundancia y no una doctrina a cumplir.

Nadie puede cumplir los mandamientos de Dios sin antes conocer al Dios de los mandamientos. Nadie puede ser cristiano si antes no ha experimentado el amor hasta el extremo que ofrece Cristo. ¿Quién soy yo para hablar de oídas, para hablar de Alguien sin haberlo experimentado?

Lo esencial al proclamar a Jesús no es tanto hablar bien de Él, sino dejarle actuar en todas las circunstancias de mi vida con el poder de su Espíritu. El Evangelio no es un conjunto de palabras, ideas o doctrina, es una persona, es “poder y fuerza que vienen de lo alto” y se manifiesta entre nosotros. No sirve de nada hablar maravillas de Él si luego no le dejo actuar a través mío en mi día a día. ¿Quién soy yo para actuar y dirigir según mi razón y mi lógica humanas?

Evangelizar significa proclamar con valentía y eficacia que "Jesucristo vive" con el testimonio de mi propia experiencia y sustentado por el poder del Espíritu Santo.

Toda la lógica y la pedagogía de la fe consiste en aceptar que yo no soy quien dirige la acción, ni controlo la situación ni analizo los resultados. Es Dios quien hace todo.

Toda metodología evangelizadora eficaz consiste en que sea lo suficientemente permeable y dócil para que el Espíritu de Dios actúe y vivir en un Pentecostés constante, en lugar de una racionalización permanente. El mundo está cansado de racionalismos y de teorías literarias. Tiene hambre de palabras vivas y eficaces, tiene sed de Dios.

Es lo que les ocurrió a los dos de Emaús: empezaron a darle una conferencia teológica y cristológica al propio Jesús, a quien ni siquiera reconocían. Le contaron los hechos, palabras y milagros que realizó durante su vida en la tierra. Le narraron su pasión y muerte en la cruz. 

Pero cuando llegaron a la resurrección, no pudieron contar su propia experiencia, su propio testimonio sino que se limitaron a repetir lo que unas mujeres decían que unos ángeles habían dicho.

En la vida de un creyente ocurre algo parecido. Oímos a otros repetir lo que los hagiógrafos han escrito, lo que teólogos han definido, lo que los santos han dicho o lo que aprendieron en sus clases, pero no su experiencia real de la resurrección de Cristo. 

Todos los cristianos estamos llamados a ser testigos de lo que predicamos, a experimentarlo en nuestras propias carnes, en nuestras propias vidas, porque si no ¿Qué sentido tiene repetir como papagayos lo que hemos aprendido, oído o leído pero no hemos vivido?

Muchas veces trabajamos a la luz de las velas del altar en lugar de hacerlo con la luz poderosa de quien se encuentra en el centro del altar: Jesucristo, la “luz del mundo”.

Un verdadero cristiano, un verdadero evangelizador testimonia personalmente su propia experiencia de salvación, y da fe de que Jesucristo ha resucitado y está vivo porque ha tenido un encuentro personal con Él y por eso, “No podemos dejar de hablar de lo que hemos visto y oído” (Hch 4, 20).

Un verdadero cristiano, un verdadero evangelizador no habla de Jesús sino que lo presenta vivo ante los que le escuchan, alumbra a otros con su testimonio de vida para que Cristo les deslumbre con su gloria y así le reconozcan. ¿Quién soy yo para intentar equipararme a mi Maestro?

No se trata de lucirme ante los demás ni de mostrarme a mí para deslumbrar al mundo sino de mostrar a Cristo para que Él ilumine el camino. Y para ello, debo dejar que Él viva en mí, dejar que se haga presente y actúe en mí vida.

¿Quién soy yo? 

"Siervo inútil, he hecho lo que tenía que hacer
(Lc 17,10)

"Esclavo que obedece a Cristo y a mis jefes con respeto y temor, 
con la sencillez de mi corazón. 
No por las apariencias, para quedar bien ante los hombres, 
sino como esclavos de Cristo que hacen, de corazón, lo que Dios quiere, 
de buena gana, como quien sirve al Señor y no a hombres"
(cf. Ef 6,5-7; Col 3,22-23)

sábado, 12 de noviembre de 2022

ENTRAR EN ESPACIO SAGRADO

"Porque esto dice el Alto y Excelso, 
que vive para siempre y cuyo nombre es 'Santo':
Habito en un lugar alto y sagrado, 
pero estoy con los de ánimo humilde y quebrantado, 
para reanimar a los humildes, 
para reanimar el corazón quebrantado" 
(Is 57,15)

Nuestra vida se desarrolla en una dimensión espacio-temporal en la que suceden acontecimientos de muy diversa índole, que la conforman cualitativamente según sea el lugar que pisemos y el momento que vivamos en espacio sagrado o profano

Aunque esta sociedad descristianizada intenta trivializar o desvirtuar todo tipo de sacralidad o religiosidad y de eliminar toda manifestación de la presencia de Dios en el mundo, los cristianos sabemos muy bien diferenciar los espacios sagrados de los profanos.

Espacio sagrado es el lugar donde Dios habita, se manifiesta y se comunica con nosotros; donde realizamos nuestros cultos y ritos, sacrificios u ofrendas a Dios; donde erigimos imágenes que representan "lo santo"; donde contemplamos y escuchamos a Dios vivo y resucitado; y donde entramos en comunión con nuestro Padre y con nuestros hermanos. Y por lo general, lo componen nuestras catedrales, iglesias, santuarios, ermitas...

Sin embargo y por desgracia, muchos de estos espacios sagrados han perdido su identidad y han visto limitado su significado porque los propios sujetos religiosos los hemos "desacralizado", los hemos "despojado de gracia"...quizás sin darnos cuenta, poco a poco, de forma paulatina, o quizás por costumbres adquiridas...

Nuestras catedrales y nuestras iglesias se han transformado en espacios culturales para visitar sus obras, en zonas recreativas para fiestas o reuniones de amigos o músicos, en lugares públicos para realizar bautizos, bodas, comuniones o funerales más como eventos sociales que celebraciones religiosas, de tal manera que se ha perdido la capacidad de experimentar la sobrecogedora presencia y excelsa manifestación de Dios en una adoración al Santísimo, en una Eucaristía, en una confesión.. y entre todos, hemos convertido lo sagrado en profano.
El modo de comportarnos, lo que hacemos, lo que vivimos, hacen de un lugar un espacio sagrado o profano. Sin embargo, ocurre que sucumbimos, con cierta frecuencia y facilidad, a la tentación de trastocar el orden y el sentido de los espacios, de forma que pretendemos situar lo sagrado en lo profano, de hacer real lo virtual o incluso de profanar lo sagrado...

Porque no es lo mismo tener una imagen de la Virgen María en mi móvil que venerarla en un santuario mariano; no es lo mismo rezar el Rosario o el Ángelus en una iglesia que "virtualizarlo" en un grupo de WhatsApp; no es lo mismo "ver" misa a través de YouTube que celebrarla en mi parroquia

Todo eso no es en sí mismo malo. Todo eso me conecta pero no me relaciona ni me hace entrar en comunión con lo sagrado. Conexión no es lo mismo que Comunión.

Tampoco es lo mismo mi comportamiento, mi forma de ser y estar, o mi forma de vestir o de actuar en una oficina, en un gimnasio o en un bar que en una catedral, en una parroquia o en un santuario.

Por ejemplo, cuando acudimos a celebrar misa, desde luego, no se nos ocurre fumar dentro de la iglesia. Y no lo hacemos, no ya por motivos de seguridad (riesgo de incendio) o de salud (riesgo de enfermedad) o de protocolo (riesgo de ridículo), sino por una actitud de respeto y recogimiento con la que marcamos una diferencia, un frontera que distingue un lugar, un tiempo, un objeto diferente, relevante y sagrado de otros comunes, irrelevantes o profanos.

Tomamos conciencia de un "Algo" superior, distinto, sagrado o numinoso, que se manifiesta, que nos sobrecoge y nos sobrepasa, que nos produce respeto, veneración y fascinación.
El espacio sagrado es para nosotros un lugar, un momento y una manera diferente de "estar en el mundo". Para un cristiano, la experiencia de lo sagrado no sólo trata de "creer y practicar" sino de estar en permanente discernimiento, en continua tensión para vivir una vida distinta a la común.

Se trata de vivir una "vida cristiana", una vida sacramentalizada, una vida eucarística inclinada y dirigida a nuestra plenificación, a nuestra santificación. 

Dios nos llama no sólo a ser imagen y semejanza suya, sino a estar en amistad con Él, en comunión con Él, a entrar en Su "espacio sagrado", en Su vida, en Su reino.