Muchos aseguran que la religión, que el cristianismo, ha perdido credibilidad, que no es posible seguir confiando en Cristo ni en su Iglesia y por ello, se alejan hacia una inexistente experiencia de fe o hacia una cómoda privacidad espiritual, ambas descargadas de toda obligación y compromiso.
En nuestros tradicionales países “cristianos católicos”, la indiferencia de la sociedad secular, en otras épocas más o menos benevolente, ha dado paso a un odio generalizado y una abierta enemistad hacia el cristianismo.
Hoy, se relaciona a Cristo con una Iglesia inflexible y jerárquica, hambrienta de poder y riqueza, autoritaria y dogmática, pecadora e infiel, poco dialogante y excluyente con quienes piensan de otra manera, discriminatoria con las mujeres y lejana del hombre actual... sin obras…muerta.
El problema subyacente es que el enemigo de Dios, Satanás, ha vuelto a desarrollar el factor humano: el hombre ha querido “ser” y “hacer” de Dios (como en el principio), y en lugar de colocar a Cristo como símbolo de unidad sólo ha generado cismas dentro y fuera de la iglesia; en lugar de mostrar un espíritu de sencillez y amor, ha creado complejidad y egoísmo; en lugar de ejercer una fe viva y práctica, ha optado por una fe contemplativa y teorizante; en lugar de vivir una vida activa de servicio y sacrifico a los demás, ha preferido una vida pasiva y cómoda.
La Iglesia, esposa de Cristo, le ha sido infiel, ha perdido su esencia, se ha ocupado sólo de la casa y se ha ido olvidando de cómo es Él, de su propósito y de su mandato.
La cristiandad tiene que hacerse más cristiana para poder seguir viviendo de forma creíble (creyente y crítica a la vez) con convincentes contenidos de fe, sin toda la rigidez dogmática, con orientaciones éticas depuradas de toda tutela moral, pero sobre todo, con Cristo en el centro de nuestra vida.
Algunas de las actitudes de la Iglesia apenas forman parte de la esencia cristiana, es difícil intuir el espíritu de Cristo en la forma de vivir la fe de muchos pastores y de muchos feligreses.
La Iglesia se ha acomodado en una posición autorreferencial y lejana, convirtiendo así a los cristianos en bebés espirituales, que no pueden valerse por sí mismos. Le hemos dado la espalda a su esencia en Cristo, hemos abandonado su mandato activo y permanente: “Id y haced discípulos”.
Estamos llamados a encaminarnos urgentemente hacia la conversión, hacia una renovación pastoral, una reforma radical que no intente psicoanalizar o volver a mitificar el mensaje de Cristo, sino que “vaya a la raíz”, que haga que lo esencial, que es Cristo, resplandezca de nuevo.
Jesucristo debe volver a ser la figura básica, fundamento y motivo original de todo lo cristiano. Sólo desde él como la figura conductora central recibe su identidad y relevancia el cristianismo.
CUESTIÓN DE ESENCIA
A menudo, escuchamos a personas afirmar que “todas las religiones son iguales”. La clave para desestimar esta errónea afirmación estriba en el hecho de diferenciar lo que distingue a una religión del resto de las otras religiones, es decir, qué es lo especial, lo típico, lo “esencial”, cuál es su “esencia”.
Esencia significa “lo que es válido en todo tiempo, lo que es vinculante de continuo, lo que es absolutamente irrenunciable”.
La esencia y el centro del cristianismo es la figura de un judío: Jesús de Nazaret, el Mashiach (hebreo), Meshiach (arameo), Christos (griego), “el Ungido o Enviado por Dios”.
Jesús como el Cristo de Dios es la forma y figura básica que da cohesión a todas las historias, parábolas, cartas y misivas del Nuevo Testamento y también a todas las diferentes comunidades judeocristianas y cristiano gentiles.
Sin Jesucristo no hay nexo entre los escritos y las comunidades neo-testamentarios: él es la figura básica que da unión a todas las tradiciones.
Sin Jesucristo no hay historia del cristianismo ni de las Iglesias cristianas: él es el motivo básico que las une más allá de todas las rupturas y de todas las épocas históricas.
El cristianismo no depende de una idea impersonal, de un principio abstracto, de una norma general, de un sistema mental. A diferencia del resto de religiones, el cristianismo depende de una persona concreta que sale fiadora de una causa, de todo un camino de vida: Jesús de Nazaret.
Jesús es distinto, es una persona concreta y por eso, el ser cristiano tiene que ser distinto. El Nuevo Testamento y la historia de veinte siglos de cristianismo lo pone de manifiesto: Jesús ha estimulado el pensamiento y el discurso crítico-racional, la fantasía, la imaginación y las emociones, la espontaneidad, la creatividad y la innovación.
Ha hecho posible que los hombres entren en espíritu en una relación existencial inmediata con él. De él se podía narrar, y no sólo razonar, argumentar, discutir y teologizar sobre él.
Eso es lo que constituye lo específico del cristianismo: no un principio, sino una figura viviente: Jesucristo es lo permanentemente válido, lo obligante de continuo y lo en verdad irrenunciable en el cristianismo.
LA CRUZ COMO DISTINTIVO
Mientras que la muerte de los líderes de otras religiones no ha traído implicaciones o consecuencias para la humanidad, la de Jesucristo sí.
Moisés, Mahoma, Buddha o Confucio murieron ya mayores en años, junto a sus discípulos y adeptos, tras una vida de éxito, mientras que Jesucristo murió joven, tras vida radical, sorprendente y breve, traicionado y negado por sus discípulos y seguidores, objeto de mofa y de escarnio por sus adversarios, abandonado por Dios y por los hombres en el más atroz y enigmático rito de muerte, que según la legislación romana no se podía imponer a criminales con la ciudadanía romana y que se aplicaba sólo a esclavos fugados y a rebeldes políticos: en el patíbulo de la cruz.
La cruz de Jesús era una locura bárbara para un griego culto, una ignominia para un ciudadano romano y una maldición de Dios para un judío creyente.
Sin embargo, para un cristiano la cruz es un signo de salvación puesto que Cristo, el crucificado, no permaneció en la muerte, sino que fue resucitado a la vida eterna por Dios y elevado a la majestad de Dios.
Es un signo de victoria puesto que Jesucristo es el confirmado con poder por Dios y así este signo de oprobio y esta deshonrosa muerte de esclavos y rebeldes es vista como muerte salvífica de redención y liberación.
La cruz de Jesús, ese sello cruento sobre una vida vivida en consonancia, se convierte así en un llamamiento a renunciar a una vida marcada por el egoísmo, un llamamiento a vivir una vida sencilla en favor de los otros.
Se trata ni más ni menos que de un vuelco a todos los valores: la vida cotidiana valiente y sin temor, incluso frente a riesgos mortales a través de la inevitable lucha, de todo sufrimiento, incluso de la muerte.
Todo en inquebrantable confianza (“fe”) y en la esperanza del tiempo de la verdadera libertad, amor, humanidad, finalmente, de la vida eterna. Del escándalo se pasa a una experiencia de salvación; el vía crucis se convierte en un camino de vida para el que acepta ser cristiano.
Cristo es el camino, la verdad y la vida, es el pan de vida, la luz del mundo, la puerta, la vid verdadera, el pastor verdadero que da su vida por las ovejas. El es el camino de la verdad de la vida que hay que hacer. No se trata de verdad de razón, puramente teórica, sino de verdad de fe práctica que se basa en experiencia, decisión y acción.
En efecto, no se trata de “contemplar”, de “teorizar” la verdad del cristianismo, sino que hay que “hacerla”, “practicarla”.
Una verdad que no quiere sólo ser buscada y hallada, sino seguida y realizada con veracidad, acreditada y acrisolada. Una verdad que apunta a la práctica, que llama al camino, que regala y hace posible una vida nueva.