"Cada uno dé como le dicte su corazón:
no a disgusto ni a la fuerza,
pues Dios ama al que da con alegría.
Y Dios tiene poder para colmaros de toda clase de dones,
de modo que, teniendo lo suficiente siempre y en todo,
os sobre para toda clase de obras buenas"
(2 Co 9,7-8)
Si echamos un vistazo a nuestras parroquias, comprobamos que, cada día en la Iglesia, sucede la parábola del hijo pródigo: los bautizados, los hijos de Dios, se han alejado del amor del Padre, tanto los que se han ido como los que se han quedado.
Por un lado, los "hermanos menores" exigen su herencia, su libertad, y abandonan la
casa del Padre para irse a un “país lejano”, engañados por sus falsas seducciones. Y por otro, los "hermanos mayores" están en el campo, cerca de la casa del Padre, ocupados en sus cosas y cumpliendo sus rutinas por obligación o por costumbre, pero no por amor al Padre.
Y ocurre que cuando algún "hijo menor" regresa, hastiado y desencantado del "país lejano", el Padre sale a su encuentro y lo abraza. La vida y la alegría vuelven a Su casa porque su hijo estaba muerto y ha revivido. Lo viste y celebra una fiesta.
Sin embargo, los "hijos mayores" se indignan al escuchar la "música y la danza", se molestan al ver "alegría", se irritan porque quieren seguir manteniendo su casa en silencio y sin "fiesta". No quieren que ocurra "nada", no quieren "líos". Exigen al Padre "sus" derechos y critican su forma de actuar. "Se van sin irse", "mueren sin morir" , "abandonan a Dios sin marcharse".
Desgraciadamente, la Iglesia en general ha dejado de ser una comunidad dinámica, motivada y apasionada. Ha perdido la alegría, la vitalidad y el compromiso para convertirse en una casa triste, indiferente y de cumplimiento de normas. Se ha vuelto rutinaria, poco acogedora y nada hospitalaria.
La cuestión es: ¿Es esa la casa que Dios quiere? ¿Cómo regresar al proyecto original de Dios para su Iglesia?
Una casa compartida
Dios quiere celebrar fiesta cada día con sus "dos" hijos a su lado. Quiere verles alegres y compartiendo el amor fraternal y filial. Quiere que constituyan una comunidad unida, acogedora, hospitalaria y vital. Una casa de todos y para todos, donde se comparta la alegría y también la administración.
En la mayoría de las ocasiones, es el párroco quien carga sobre sus espaldas todo el peso de la gestión de las "actividades pastorales" y termina agotado. Aunque cuenta con la ayuda del consejo parroquial, lo cierto es que, en muchas ocasiones, está y se siente sólo.
Pero hay motivos para la esperanza. El primero es obvio y sencillo: tan sólo tiene que "Mirar" a los bancos de la parroquia y “Buscar” esas “piedras
vivas” que precisa para construir el templo espiritual que Dios quiere. No se trata tanto de encontrar recursos humanos como de las personas
adecuadas para las funciones concretas.
Lo siguiente es “Descubrir”
los dones y talentos que Dios suscita en su pueblo y ponerlos a trabajar,
ponerlos a rendir. El párroco, como administrador fiel, no puede ni debe
enterrar esos talentos en la tierra mientras espera la llegada de su Señor.
A continuación, es necesario “Motivar”
a los que viven en la Hogar Común para que interioricen y asuman un sentido de
pertenencia, es decir, que se sientan “en casa”, que se sientan "en
familia".
Por ello, se requiere “Ser”
un buen líder y un buen comunicador, y con el ejemplo, "Inspirar" a soñar; "Mostrar" la visión y la misión de la parroquia, lo que ésta ofrece y lo que pide; "Animar" a buscar más, a hacer más, a ser más.
Estamos hablando de poner en práctica el liderazgo compartido y capacitador que Cristo nos enseñó al elegir y delegar la Iglesia en sus apóstoles. Este liderazgo consiste en una administración y dirección parroquial que:
-fomente la colaboración y participación efectiva de todos en la gestión y gobierno de la parroquia, aportando cada uno, todos sus dones, capacidades y cualidades al servicio del Reino. El párroco no “lleva” la parroquia, la “lidera”... y sólo interviene cuando es necesario.
-quite presión al párroco, quien, al
apoyarse en otros, tenga tiempo para sus tareas fundamentales (administrar sacramentos, dirigir espiritualmente, etc.) y para sí
mismo (rezar, recogerse, cuidarse, descansar, etc.). Una menor implicación del sacerdote en
ciertas tareas posibilita un mejor servicio en otras más importantes.
-gestione eficientemente el tiempo y el servicio, permitiendo a los laicos participar activamente y comprometerse en el acompañamiento y la formación de otros. Un buen pastor conoce y escucha la voz de sus ovejas. Es más, un pastor "pastorea pastores".
-haga uso de los talentos y de la generosidad que Dios suscita entre su pueblo, con respeto y unidad en el proceso
de decisión y gestión parroquial, delegando responsabilidad y ofreciendo apoyo, ánimo, motivación y libertad. Abierto a la colaboración compartida y a la confianza en el rebaño.
-valore el trabajo en equipo,
la cooperación y el consenso. El párroco no “micro gestiona” ni controla de manera
excesiva sino que escucha y apoya las decisiones de sus líderes de confianza. El pastor deja "pastar" a sus ovejas .
-busque nuevas perspectivas y
opiniones distintas, que reúna información, abra el debate y tome decisiones, adoptando una "cultura del invitar", de bienvenida
y acogida por parte de los laicos, primer contacto de todos los que llegan a la
parroquia: "Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a esas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño y un solo Pastor" (Jn 10,16).
El liderazgo compartido produce un alto sentido de pertenencia comunitaria, de compromiso en el servicio y un crecimiento espiritual de toda la parroquia de una forma
natural y no forzada.
Frente al viejo guion
parroquial de “reza, paga y obedece”
se establece uno nuevo: “reza, participa
y oblígate”.
Los laicos le dicen al párroco:
“Déjanos ayudarte”, y el párroco, al
“dejarse ayudar”, permite que los
laicos pongan en acción su fe y su potencial, haciendo que la parroquia se
redefina a sí misma: "Teniendo dones diferentes, según la gracia que se nos ha dado, deben ejercerse así: la profecía, de acuerdo con la regla de la fe; el servicio, dedicándose a servir; el que enseña, aplicándose a la enseñanza; el que exhorta, ocupándose en la exhortación; el que se dedica a distribuir los bienes, hágalo con generosidad; el que preside, con solicitud; el que hace obras de misericordia, con gusto" (Rom 12, 6-8).
El liderazgo compartido produce
un “efecto dominó” en toda la
comunidad, potenciando una mayor implicación de todos, favoreciendo la multiplicación de las actividades pastorales y por tanto, consiguiendo la vitalización de la parroquia.
El liderazgo compartido
establece un equipo de líderes gestores unido, fiel al Evangelio y a la Iglesia, capaz de
contagiar a toda la comunidad parroquial. Invita, forma, compromete y
responsabiliza a todos en la edificación del Reino de Dios en la tierra.
Una comunidad de servicio
Existen muchos desafíos que el liderazgo compartido debe gestionar en cuanto a la economía, la evangelización, la comunidad, la liturgia, el discipulado, etc.
No se trata tanto de “hacer cosas” como de “hacer discípulos” para llevarlos a una relación más profunda con Cristo. Discípulos que pongan en práctica sus dones y talentos al servicio de la parroquia y de su pastoral.
Dos buenas sugerencias para comenzar a hacer discípulos son:
-Servicio: enfocar las habilidades de los laicos como “donativos” a
la Iglesia. Los talentos puestos al servicio de la parroquia redundan, por sí mismos, en un sentido de compromiso con el prójimo y con Dios, construyendo una auténtica comunidad fraterna: "El que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo" (Mt 20,26-27).
-Comunidad: generar un sentido de pertenencia a la
parroquia y a la casa de Dios, para "contagiarlo" a otros mediante la acogida que, por sí misma, produce un sentido de “hogar”,
favoreciendo el discipulado: "Fijémonos los unos en los otros para estimularnos a la caridad y a las buenas obras; no faltemos a las asambleas, como suelen hacer algunos, sino animémonos tanto más cuanto más cercano veis el Día" (Hb 10,24-25).
Con estas dos sugerencias se consigue acercar a todos al corazón de
Cristo sin que el párroco tenga que hacer "casi nada”.
De esta forma y con el paso del
tiempo, se consigue dar a luz una comunidad en armonía y unidad que, de forma
automática, suscitará “vocaciones”. No es posible la existencia de vocaciones sin una comunidad de las que nazcan: "Así como en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y no todos los miembros cumplen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, pero cada cual existe en relación con los otros miembros" (Rom 12, 4-5).
Una escuela de discipulado
Para que conseguir una gran comunidad se
requiere establecer un plan, una visión que desarrolle la
formación/discipulado mediante distintas herramientas: grupos pequeños, catequesis, métodos, retiros, convivencias, peregrinaciones, actividades comunes, etc.
Estas mismas herramientas sirven, a su vez, para llevar a cabo la evangelización de nuevas personas que, de forma automática, se unen a ellas para convertirse en nuevos discípulos y volver a comenzar este proceso continuo.
Además, es preciso construir un liderazgo orgánico que identifique lo
que hace falta cambiar o modificar; que descubra lo que funciona o no funciona
y por qué; que señale lo que se hace bien o mal.
Se trata de una evaluación continua de los 5 pilares
básicos de la parroquia (Liturgia, Comunidad, Servicio, Discipulado y Evangelización) que requiere la formación continua de líderes
comprometidos.
El liderazgo compartido servirá
también para ver las necesidades presentes y futuras, y que, ante un posible
cambio del párroco, la comunidad pueda seguir funcionando con normalidad.
La sucesión del párroco es una
cuestión en la que no se piensa pero es importante tenerla en cuenta ya que la
parroquia no pertenece al párroco sino a los parroquianos. Es necesario que
exista un diálogo permanente entre parroquia y diócesis que detecte las
necesidades de una y de otra. Esto es labor del párroco junto con el arcipreste
y el vicario episcopal.
Además, es recomendable
establecer un plan de sucesión y un equipo de transición pastoral de la
parroquia para salvaguardar los avances realizados en materia de liderazgo que
implique, prepare, guie y apoye a nuevos líderes laicos, lo que facilitará la
integración del nuevo párroco, cuando se produzca.
Una renovación espiritual
La misión del cristiano es
desarrollar un corazón para Jesús que
le dé siempre el primer lugar. Comienza siempre por la conversión individual, es
decir, por la relación amorosa con Dios que despierta la fe y enardece el
corazón, que lo transforma de uno de piedra a uno de carne.
La conversión individual da paso a la mistagogia o madurez espiritual, un tiempo de profundización en su compromiso de ser y vivir como un hombre nuevo. Es un largo camino en el que Jesús nos acompaña y que se realiza mediante la vida interior, la oración, la meditación, los sacramentos, la lectura espiritual, la vivencia de la fe, el discipulado, etc.
Una vez producida la conversión personal y a través del liderazgo compartido, ésta se prolonga a toda la comunidad, es decir, la gracia suscita la conversión pastoral de la parroquia, renovándola y convirtiéndola en luz para el mundo, como consecuencia de la acción del Espíritu Santo que se derrama sobre la Iglesia de Cristo.