¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.
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viernes, 10 de noviembre de 2017

LA FUERZA DEL SILENCIO VS. LA DICTADURA DEL RUIDO

"La verdadera revolución viene del silencio, 
donde se forja nuestro ser personal, 
nuestra propia identidad 
nos conduce hacia Dios y los demás, 
para colocarnos humildemente a su servicio. "

Tras el éxito de "Dios o nada" (Palabra, 2015), el Cardenal Robert Sarah publica un nuevo libro de notable altura espiritual, que nos hace entrar en el corazón del misterio de Dios: el silencio, necesario para todo encuentro con el Señor, en la vida interior y en la liturgia. Encuentro con un hombre habitado por Dios.

El Cardenal Sarah nos recuerda que el ruido es un dictador que nos impide ser libres. El ruido genera desconcierto, desasosiego y preocupación en el hombre, mientras que el silencio forja nuestra verdadera identidad personal, nuestra unión con nuestro Creador.

En el silencio escuchamos los latidos del corazón, y somos conscientes de que la sangre se mueve por todo nuestro cuerpo. 

De la misma forma, en el silencio escuchamos a Dios, que nos susurra, que habita en nuestro corazón, en la profundidad de nuestra alma, y se manifiesta allí. De esta forma, le acogemos y le integramos en nuestra vida y nos elevamos hacia Él.

En el silencio ocurren los grandes acontecimientos, cuando nuestro corazón, tocado por el amor de Dios, interpela a nuestro espíritu para ponernos en acción y dar fruto. 

Su voz es silenciosa, calmada y profunda. Dios no habita en el ruido ni en el tumulto, sino en la paz, en la tranquilidad y en el sosiego. Jesús con frecuencia, se apartaba del ruido para ir a orar, a escuchar a su Padre.
Según el Cardenal Sarah, el silencio no es ausencia de palabra sino manifestación de una presencia. Toda la creación es una manifestación silenciosa de Dios: los árboles, las montañas, la vida... manifiestan el poder divino. Sólo en el silencio podemos ser capaces de admirar todo eso.

El silencio no es un concepto, sino un estado que habla de Dios y un camino que permite al hombre ir a Dios. La verdadera revolución viene del silencio que nos conduce a Dios y hacia los otros para ponernos humildemente a su servicio.

El mundo, con su escandalosa rutina, con su ruidoso activismo, es el que nos aparta de Nuestro Señor, el que nos saca y aleja de la auténtica morada de Dios: nuestro corazón, templo sagrado donde aguarda a sus hijos.


Dios está silenciosamente presente en nuestra vida. Es en el recogimiento donde Él actúa y transforma nuestra alma, nuestro ser, nuestra existencia.

La dictadura del ruido

Sin embargo, todos somos víctimas de la superficialidad, del egoísmo y del espíritu mundano que propaga la sociedad mediatizada. Estamos sometidos a la dictadura del ruido. Nos perdemos en luchas de influencia, en conflictos entre personas, en un activismo narcisista y vano. Nos hinchamos de orgullo, de pretensión, prisioneros de una voluntad de poder. 

Sí, hace falta valor para liberarse de todo lo que ensordece nuestra vida, a la que tanto le gustan las apariencias, las máscaras y la superficialidad de las cosas. 

Empujado hacia lo exterior, por su necesidad de contarlo todo, el hablador se aleja de Dios, incapaz de toda actividad espiritual profunda.

La fuerza del silencio

Por el contrario, el silencioso es un hombre libre. Las cadenas del mundo no le esclavizan. Ninguna dictadura puede nada contra el hombre silencioso. A un hombre no se le puede robar su silencio.

Nuestra aspiración como cristianos es encontrar al Padre eterno para ser lo que Él quiere que seamos. 

Pero no lo hallaremos en los asuntos temporales, ni en el activismo  ni en los afanes del mundo sino en la vida interior, en la oración y en la meditación del Plan divino para cada uno de nosotros.

La vida interior debe preceder a la vida activa. De esa forma entenderemos lo que Dios desea que seamos y que hagamos.

La caridad, el amor que Dios nos pide nace del silencio que escucha, conoce, comprende y acoge a nuestro prójimo.

El ruido mundano nos anestesia, nos narcotiza ante las necesidades de los demás. Nos despista, nos pierde y nos desvía de lo verdaderamente valioso, de lo importante: el amor. El ruido nos esclaviza y se convierte en una droga sin la cual nos vemos incapaces de "vivir", de "ser", de "hacer".

El silencio en la liturgia

El silencio sagrado de la liturgia es el lugar donde podemos encontrar a Dios, porque nosotros vamos hacia Él con la actitud del hombre que tiembla y se asombra ante Dios. Ante la majestad de Dios, nuestras palabras se pierden.

Rechazar este silencio impregnado de temerosa confianza y de adoración, significa impedir a Dios la libertad de comunicarnos su amor y, por tanto, de manifestarnos su presencia. 

Debemos aprender lo que significa el temor filial de Dios, el carácter sagrado de nuestra relación con Él. Debemos aprender de nuevo a temblar de estupor ante la santidad de Dios y ser conscientes de la gracia extraordinaria de su presencia. 

A través de la adoración es como la humanidad camina hacia el amor, hacia Dios. El silencio sagrado da paso al silencio místico, donde se transparenta la intimidad del amor entre Dios y el ser humano. 

Bajo el yugo de la diosa razón "piensa, luego existes", bajo la poderosa influencia del dios relativismo del "todo vale", hemos olvidado que lo sagrado y el culto son las únicas puertas de entrada a la vida espiritual.

Tratar de explicar a Dios con la lógica, tratar de hallarle en la corriente general del mundo, hemos impedido su acción en nuestra alma. 

El silencio sagrado es una necesidad esencial, inevitable, de toda celebración litúrgica, porque el silencio nos permite entrar en contacto con el misterio que se celebra. 

El Concilio Vaticano II subraya que el silencio es un medio privilegiado para favorecer la participación del pueblo de Dios en la liturgia. La solicitud pastoral de los padres conciliares vino a manifestar y a explicar lo que es verdaderamente la participación litúrgica, es decir, el acceso al misterio de Dios:
Bajo el pretexto de aproximarse más fácilmente a Dios, algunos han querido que en la liturgia todo sea inmediatamente inteligible, racional, horizontal, fraternal y humano. Actuando así se corre el peligro de reducir el misterio sagrado sólo a buenos sentimientos.
Así, bajo el pretexto de pedagogía, algunos sacerdotes se permiten interminables comentarios (que no homilías) insignificantes y puramente horizontales. Tienen miedo de que el silencio ante el Altísimo dañe a los fieles. Creen que el Espíritu Santo es incapaz de abrir los corazones a los misterios divinos mediante la infusión de la luz, la gracia santificante. 

En la liturgia, el silencio sagrado es un bien precioso para los fieles y los sacerdotes no deben privarlos de este tesoro. Nada debería empañar la atmósfera silenciosa que debe impregnar nuestras celebraciones. 

Sin embargo, no basta con decretar momentos de silencio, el silencio sagrado es una actitud del alma. No se trata de una pausa entre dos ritos, sino que el silencio mismo es un rito que constituye la inmersión en el misterio de Dios.

En la liturgia, por tanto, el lenguaje de los misterios que se celebran es silencioso. El silencio no oculta, sino que revela profundamente. 

Prisioneros de numerosos discursos humanos ruidosos, interminables, tendemos a elaborar un culto a nuestro gusto, dirigido a un Dios hecho a nuestra imagen
A menudo las celebraciones son ruidosas, aburridas y agotadoras. Podemos decir que la liturgia está enferma y el síntoma más llamativo de esta enfermedad es la omnipresencia del micrófono.
El micrófono es tan indispensable que uno se pregunta: ¿Cómo ha sido posible celebrar los santos misterios antes de su invención? El ruido que viene de fuera y nuestros propios tumultuosos interiores nos hace extraños a nosotros mismos. 

El hombre que está permanentemente en el ruido no puede más que hundirse cada vez más en la banalidad. Lo que dice es superficial, hueco, y habla sin parar hasta que encuentra algo que decir. Sus palabras son una especie de mezcolanza o galimatías irresponsable, entre bromas de más o menos buen gusto y palabras insulsas, incluso negativas, que provocan desorden, confusión, incluso hostilidad y rencor en quien las escucha. 

Con frecuencia, salimos de esas liturgias superficiales y ruidosas sin haber encontrado a Dios y sin haber buscado la paz interior que el Señor nos quiere ofrecer. 

Por eso, el silencio litúrgico es una disposición esencial que necesitamos respetar. Es una conversión del corazón. Convertirse, etimológicamente, es 'volverse hacia Dios'. No hay silencio verdadero en el marco de la liturgia si no estamos de todo corazón vueltos hacia el Señor. Es necesario convertirnos, volvernos hacia el Señor para mirarlo, contemplar su rostro y caer a sus pies para adorarlo. 

Romano Guardini en su obra 'Le Dieu vivant' dice: "Las grandes cosas se realizan en el silencio, no en el ruido y la puesta en escena de acontecimientos exteriores, sino en el brillo de una mirada interior, en el movimiento discreto de la decisión, en los sacrificios y en las victorias oculta, cuando el amor toca el corazón, cuando la acción solicita el espíritu libre. Los poderes silenciosos son los poderes verdaderamente fuertes. Nosotros queremos prestar nuestra atención al acontecimiento más oculto, el más silencioso, donde las fuentes secretas se pierden en Dios, inaccesibles a las miradas humanas".