El demonio existe pero a Dios
no le puede hacerle ningún daño directo y por eso trata de herirlo a través de
las criaturas que Él más ama: nosotros. El diablo nos ataca y nos tienta
constantemente para que ofendamos a nuestro Creador.
El problema es que el padre
de la mentira es muy astuto, y nosotros, los cristianos, muchas veces vamos de
listos. Creemos que ir a misa, rezar
el Rosario y tratar de vivir una vida cristiana coherente nos exime
automáticamente de toda preocupación por la presencia de este indeseable
sujeto. Pero la realidad es otra. El demonio redobla sus
esfuerzos cuando ve fruto en nuestras vidas, asume nuevos rostros y actualiza
sus estrategias.
Dios nos sugiere apartar la mirada de nosotros mismos
y ponerla en los demás. Cuando sirves a los demás, te das cuenta de que la
alegría y el brillo de la comunión auténtica no son comparables ni por asomo a
los opacos destellos de satisfacción que ofrece el egoísmo. Sin embargo, es
aquí donde el demonio se juega todas sus cartas. Y es que es muy difícil
engañar o inducir a error a una persona que tiene la mirada y el corazón
puestos en Dios y en los demás. Por decirlo de una manera, el amor es la
“kriptonita” del maligno.
Esta es la estrategia principal que inspirará las demás
tentaciones: el egoísmo. El
demonio trata de que no miremos hacia arriba, hacia Dios ni hacia los lados,
hacia el prójimo, sino que centremos la mirada en nosotros mismos, para poder
atacar con efectividad. Este amor propio es una enfermedad espiritual que los
Padres de la Iglesia han llamado Filaucia y que el diablo trata de
inocularla en nuestra vida cristiana de las muchas maneras.
El demonio, no nos muestra la
tentación de manera burda porque sabe que sería rápidamente rechazada; cambia
de plan y la disfraza de pensamientos y estados de
ánimo en apariencia positivos y espirituales para, poco a poco, desviarnos de la
relación con Dios.
Los pensamientos y estados de
ánimo con los que el diablo nos tienta son:
La fe es sólo contenido
La fe cristiana es una relación con Cristo que se
manifiesta en lo que creemos, en lo que queremos, en lo que pensamos y en lo
que elegimos y que enriquece toda nuestra vida.
Cuando la vida del cristiano está nutrida por un diálogo
amoroso con Cristo, el diablo poco o nada tiene que hacer. Su estrategia, por
lo tanto, consistirá en desvitalizar esta relación.
¿Cómo? Tratando de que nuestros pensamientos y
sentimientos religiosos empiecen a parecernos más una conquista personal que un
don recibido.
El objetivo del demonio es hacer
que seamos personas religiosas sin Dios, hacernos creer que podemos mejorar
como cristianos prescindiendo -paulatinamente- de las exigencias propias de una
relación de amistad con Jesús.
Cuando el cristiano empieza a verse como el principal autor
de su vida cristiana, centrarse en sí, en los contenidos de la fe en vez de en
la relación con Jesús, la fe pierde toda
su energía, se enfría y se convierte
en ideología. Es decir, en un conjunto de ideas en las que se cree
(doctrina), que han modelado las costumbres de una familia o un pueblo
(tradición) y que se traducen en una serie de normas de conducta útiles para
llevar una vida correcta (moral).
Cuando la fe se convierte en ideología, aburre; se abre una grieta enorme entre la vida concreta y las propias creencias.
El demonio ha vencido convirtiéndonos en cristianos bien adoctrinados, asiduos
en las prácticas y rituales católicos, moralmente ejemplares… y muertos por
dentro.
La devoción es
para satisfacción personal
Cuando realizamos nuestras actividades religiosas y
obtenemos fruto es lógico y bueno que experimentemos satisfacción y paz
interior, puesto que estamos haciendo lo que Dios nos invita a hacer y por eso
nos sentimos felices.
Pero hay un peligro muy sutil: pensar que el
hecho de realizar nuestras obras de devoción es por el gusto espiritual que nos
producen o por lo que nos hacen
sentir y no con el objetivo de
acercarnos a Dios y reforzar nuestro amor por Él.
El enemigo
tiene como objetivo las cosas de Dios, las cosas santas, las personas santas, y
a nosotros mismos y nuestro fruto espiritual. Por eso, trata de hacernos creer
que nuestra vida espiritual tiene como único objetivo nuestra propia
satisfacción.
El apego a
nuestras cosas
Al ser humano nos encanta el éxito y el protagonismo.
Queremos que nuestros proyectos salgan bien e incluso rezamos para que esto sea
así. Y en realidad, desearlo no tiene nada de malo; es más, Dios también lo quiere.
Sin embargo, el
diablo sabe muy bien que el corazón humano a veces se entrega demasiado a los
propios proyectos. El hecho de que nuestra misión sea evangelizar no
nos hace inmunes a desarrollar apegos mundanos que nos hacen olvidar la
centralidad de Dios y su gracia, y nos ponen a nosotros como los protagonistas
y los héroes indispensables del apostolado.
El diablo intenta disfrazar la filaucia de
celo apostólico y por eso debemos abandonarnos en las manos del Señor,
especialmente en la oración, darle nuestro corazón y todos nuestros proyectos.
Hablar con confianza de cada uno de ellos y dejar que
el Señor nos interpele y nos ayude a ponerle siempre a Él en el centro y hacer
retroceder nuestra hambre de protagonismo.
La justicia
nos corresponde a nosotros
Vivimos en santidad, vamos a misa, somos buenos
cristianos y ayudamos a los mayores y a los necesitados, evangelizamos y
creemos estar más en gracia que los demás. Enjuiciamos y despreciamos a los
demás por no vivir o pensar como nosotros.
Esta es otra gran tentación que nos hace
experimentar el gusto fariseo de ser los jueces de Dios; aquellos con poder
para definir quién vive la fe y quién no, que no es más que un ciego y torpe amor propio.
Los que juzgan, con sus condenas y sus poses, están
muy alejados de la mirada de misericordia y amor que Dios nos pide. Es
importante que el cristiano que ha caído en esta tentación identifique
aquellos juicios condenatorios o aquellos sentimientos de superioridad que le
han endurecido el corazón y los ponga con humildad ante Dios.
Esta tentación también se cuela cuando nuestra propia
interpretación de la fe se vuelve la norma universal para juzgar la reflexión y
comprensión que otros tienen de la doctrina católica y así las ideas se convierten en idolatría.
Se produce una ideologización de la fe que puede
llegar al extremo de descartar cualquier opinión que se oponga a la propia,
incluida la voz del propio obispo, la voz del Papa o la del Magisterio de la
Iglesia.
¿Quién soy yo para juzgar a nadie? Dios es el único
juez.
Pensamientos
espirituales según mi forma de ser
Hacerme un Dios
a mi medida. El enemigo llega a fingir que reza con quien reza, ayuna con quien
ayuna, etc. Pretende hacernos creer que Dios existe para reafirmarnos a
nosotros mismos.
Debo complementarme en mis carencias, no reafirmarme en lo que soy
fuerte, debo buscar Su gracia porque si no estoy haciéndome un Dios según mis
criterios.
La perfección
la alcanzamos solos
El maligno también trata de hacernos caer en la trampa más peligrosa, la de la soberbia espiritual que nos inculca la falsa creencia de que somos capaces de vencer
cualquier tentación si es que nos lo proponemos.
Dios y su gracia salen inconscientemente del combate
espiritual y el terreno queda servido para que el tentador muestre su verdadero
rostro. Lo terrible de este modo de filaucía espiritual es que
el tentador se ha asegurado de hacerle creer al cristiano que puede lograr todo
por él mismo. ¡Qué gran mentira!
La siguiente movida del maligno, y hay que estar
atentos, será hacerlo abandonar la
esperanza de ser ayudado por Dios, para finalmente llevarlo a desesperar de
su misericordia. El cristiano, irónicamente, abandona la esperanza de recibir
una ayuda que nunca pidió, y desespera de la misericordia divina cuando su
objetivo no fue el perdón, sino recuperar la paz que le producía sentirse bueno
y virtuoso. En el fondo, con la filaucía, el maligno desubica
al cristiano y lo coloca inerme en batallas cuyo resultado está previamente definido:
perderá.
Es esencial saber que la verdadera perfección
cristiana se vive en clave de morir y resucitar constantemente. Se expresa en un amor humilde que nunca se pone por encima de los
demás ni se envanece con sus logros o capacidades. No debe haber paz en la auto
contemplación sino en la felicidad de quienes están a su lado. Es una
perfección que se sabe profunda y constantemente necesitada del auxilio de Dios
porque reconoce su pequeñez ante el misterio del amor al que está llamada. Sus
conquistas no las atribuye a sí misma sino que las agradece porque siempre son
dones recibidos. Ante la perfección cristiana lo único que el maligno
puede hacer es controlar su impotencia.
Mauricio Artiera, 6 tentaciones típicas del cristiano, nivel
avanzado, Catholic link
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