"Vuelve, Israel, al Señor tu Dios,
porque tropezaste por tu falta."
(Oseas 14,1)
Atrás ha quedado el prolongado confinamiento en nuestras aldeas. Lejos han quedado los casi tres meses en los que nos hemos tenido tiempo para rezar y reflexionar sobre nuestras traiciones a Dios, para darnos cuenta que, una vez más, habíamos caído y le habíamos dado la espalda.
Pero ahora, estamos de vuelta...
De vuelta a la realidad, arrepentidos de nuestra infidelidad y conscientes de nuestra debilidad, con nuestros corazones rasgados pero ardientes al haber reconocido, una vez más, a nuestro Señor mientras nos explicaba las Escrituras y partía el pan.
De vuelta a Jerusalén, desandando nuestros sesenta estadios de ida y adentrándonos por caminos peligrosos y oscuros, pero sin miedos ni vergüenzas, para comunicar sin pérdida de tiempo, la buena noticia de que ¡Cristo vive!
De vuelta a nuestra comunidad, sin dudas ni temores, para proclamar un ayuno santo, convocar a la asamblea y reunir a la gente en torno al Santísimo.
De vuelta al prójimo, sin recelos ni excusas, para dar la vida por los necesitados, por los que están heridos y solos, por los que no tienen, por los que están tristes y desesperados, por los que sufren y padecen.
De vuelta a la casa de Dios, corriendo hacia nuestro Señor para encontrarnos con su abrazo misericordioso, para recuperar la dignidad de hijos que se sienten plenamente amados y celebrar una fiesta.
De vuelta a la vida eucarística para encontrarnos con su presencia real, para cumplir y guardar sus mandamientos, para examinar y escudriñar nuestros caminos hacia la eternidad.
De vuelta al mundo, abandonados a la divina Providencia sin estar preocupados por qué comer o qué vestir, con valentía y firmeza para desenmascarar el mal, con confianza plena para servir a Dios y perseverar hasta el final.
Estamos de vuelta...
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