¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.

jueves, 28 de enero de 2021

HIJO PRÓDIGO Y BUEN SAMARITANO

"Sed misericordiosos 
como vuestro Padre es misericordioso"
(Lucas 6,36)

Uno de los elementos más característicos de la divina pedagogía de Jesús, y el más claro signo de coherencia y autenticidad de su divina personalidad son sus más de cincuenta parábolas escritas a lo largo y ancho de los evangelios. 

Las parábolas de Jesús son metáforas, comparaciones sencillas, alegorías fácilmente comprensibles para los hombres, tomadas de nuestras realidades y vivencias cercanas, que atraen y captan poderosamente nuestra atención. 

Su principal propósito es despertar nuestro pensamiento (nos implican, nos invitan), estimular nuestra conciencia (nos complican, nos comprometen) y llamarnos a la acción (nos simplifican, nos santifican) para acercarnos a su amor.

Sin embargo, la maestría divina en sí misma, limitada por el don gratuito que Dios nos otorga al respetar nuestra libre voluntad, nos deja abierta una puerta para que nuestra razón se sumerja en una reflexión interna y así, nuestro discernimiento pueda interpretar el mensaje y conferirle una aplicación particular y propia.

Las parábolas nos muestran lo que Dios es y cómo actúa; lo que el hombre es y cómo actúa; y lo que podemos y debemos llegar a ser. Pero lo deja siempre a nuestra elección, a nuestra voluntad, a nuestra libertad.

Hijo pródigo
La parábola del hijo pródigo (Lucas 15,11-32) nos presenta dos actitudes humanas con dos personajes, ambos hijos de un mismo padre: el publicano, el hijo menor, despilfarrador y despreciado por los demás; y el fariseo, el hijo mayor, cumplidor de la Ley y bien visto por los demás. Y en medio, la actitud divina: la del Padre misericordioso, que acoge, perdona y dignifica a ambos.

Todos tenemos algo de publicanos y algo de fariseos, dos formas diferentes de vivir nuestra existencia ante la atenta y amorosa mirada de Dios. Todos tenemos actitudes rebeldes y despilfarradoras, y a la vez, cumplidoras y políticamente correctas. 

Todos tenemos actitudes de inseguridad y de "nostalgia egoísta" de Dios, y también, de autosuficiencia y de "reivindicación posesiva" de Dios. Todos tenemos actitudes de debilidad y de miseria que claman compasión y perdón, y también, de superioridad y de prepotencia que reclaman justicia y reconocimiento.

Sin embargo, a pesar de que nuestro Padre nos da todo lo que es suyo (la gracia, el amor, el perdón y la dignidad filial), nosotros, los dos hijos (el publicano y el fariseo), nos sentimos desgraciados, desatendidos y excluidos. Ambos nos apartamos de su amor. Cada uno de una manera: unos por egoísmo y otros por envidia. 

Mientras, el Padre que nos muestra su infinita misericordia, espera a que, libremente, se produzca la conversión de nuestros corazones al amor...Nosotros nos encontramos lejos del Padre pero Él siempre nos ve cerca, nos quiere en su casa.

Buen samaritano
La parábola del buen samaritano (Lucas 10,30-37) nos muestra también dos actitudes humanas, con otros dos personajes, el sacerdote y el levita, que cumplen la letra de la Ley pero no su espíritu (el amor). Ambos son incapaces de demostrar su fe con obras al ignorar al necesitado, al negar su ayuda al desahuciado, al mostrar indiferencia y pasar de largo, es decir, pecan de omisión, negligencia, inmisericordia y cobardía ante aquel a quien no consideran "prójimo". 

Y por otro lado, la actitud divina: la del buen samaritano que representa el amor de Cristo, quien "estando de viaje" (situación temporal), se para en el camino (la historia del hombre), acoge al "mal visto" (excluido), atiende al maltratado (perseguido) por los bandidos (el mal) y cura al herido (al pecador), le lleva a la posada (a la casa del Padre, la Iglesia) y paga por él (entregando su vida en la Cruz). No tenía obligación de hacerlo pero quiso hacerlo libremente y por amor.

El camino de Jericó a Jerusalén era conocido en tiempos de Jesús como el "Camino de sangre" por el grave peligro de ser asaltado y asesinado por los ladrones que lo acechaban. Esto mismo ocurre hoy en el "camino de maldad" que caracteriza nuestro mundo actual, donde el egoísmo y el individualismo nos convierten en hombres indiferentes y codiciosos que buscan su propio interés, que matan al prójimo, y por otro lado, nos convierten en cristianos teóricos, sin caridad ni misericordia ante la desgracia ajena.

Cuántas veces pensamos que el mal ajeno no "va" con nosotros, que "no es asunto nuestro". Cuántas veces damos un rodeo, mirarmos hacia otro lado y pasamos de largo. Cuántas veces nos consideramos cristianos pero ante la prueba de nuestra fe, no pasamos de la teoría a la práctica, de los dichos a los hechos. Cuántas veces somos "indiferentes" al prójimo, en lugar de ser "diferentes" al mundo.

Lo que realmente precisa y determina nuestra fe no es su definición, no es la teoría, ni la literalidad de la Ley, sino su puesta en práctica. "La fe sin obras está muerta" (Santiago 2,17). Y eso es precisamente a lo que Cristo nos invita: a poner por obras todo aquello que nos dice.

Con ambas parábolas Dios nos muestra la doble dimensión de la vocación cristiana: Primero, descubrir el amor de Dios que se compadece de nosotros y, segundo, nuestra poner en práctica esa misma misericordia con el prójimo

Dios nos llama a amar a todos, a los amigos y a los enemigos, a los cercanos y a los extraños, a los compañeros y a los rivales, a los que nos aman y a los que nos odian (Mateo 5,44)Cristo, el Buen samaritano, no hace distinciones ni pone excusas: todos somos "prójimos", todos somos cercanos, próximos. Todos somos hermanos. 

El Señor nos invita a vivir la esencialidad del mensaje evangélico: a no juzgar ni condenar, a ser generosos con los necesitados y atender a los heridos, a perdonar a quienes nos ofenden. (Lucas 6, 36-38). Dios, el Padre misericordioso, no pone límites ni fronteras como tampoco exigencias: Su amor es ilimitado, es generoso, es para todos, para publicanos y fariseos. Todos somos hijos.

Por ello, todos estamos llamados a ser buenos samaritanos y padres misericordiosos. Todos estamos invitados a ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto (Mateo 5,48). Esta es la Ley del amor. Este es el camino de la santidad.

"A vosotros se os han dado a conocer 
los secretos del reino de los cielos y a ellos no. 
Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra,
y al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. 
Por eso les hablo en parábolas, 
porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender (...) 
porque está embotado el corazón de este pueblo, 
son duros de oído, han cerrado los ojos;
 para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, 
ni entender con el corazón, 
ni convertirse para que yo los cure. 
Pero bienaventurados vuestros ojos porque ven 
y vuestros oídos porque oyen" 
(Mateo 13,11-16)

JHR

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