¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas pero queremos que nos cuentes las tuyas.
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lunes, 26 de junio de 2023

CREO QUE HA LLEGADO EL MOMENTO...

" No sois vosotros los que me habéis elegido, 
soy yo quien os he elegido 
y os he destinado para que vayáis y deis fruto, 
y vuestro fruto permanezca"
(Jn 15,16)
-
Todos conocemos el auge y los frutos que producen los métodos de primer anuncio (Emaús, Effetá, Bartimeo, Proyecto Amor Conyugal, Seminarios en el Espíritu, Cursillos...) en los que el amor y la gracia de Dios actúan poderosamente, generado conversos alegres y enamorados de Cristo.

Sin embargo, seguimos sin contestar la "pregunta del millón" formulada desde hace tiempo: y después... ¿qué?... ¿a qué nos llama Dios? ¿a qué nos impulsa su Espíritu Santo? ¿qué quieres más de mí, Señor? ¿adónde quieres que vaya? ¿para qué me has elegido?

Normalmente, los que salimos de los retiros "con el corazón en ascuas" solemos permanecer en una inercia franquiciadora de fines de semana espirituales que siempre son maravillosos (porque Dios siempre actúa a pesar de nosotros), pero...realmente ¿nos hacen cumplir aquello para lo que hemos sido elegidos? ¿nos conducen al compromiso de dar la vida por otros? o ¿nos limitamos a consumir experiencias místicas o a realizar un servicio que nos resulta relativamente cómodo? 

El Señor nos ha elegido para que vayamos y demos fruto...y que ese fruto permanezca. Pero si dejamos que el fruto se seque o se marchite, nada de lo que hagamos tendrá sentido. Necesitamos saber qué hacer con el fruto (que necesita algo más que retiros) para que perdure.

San Pedro nos da alguna pista: "Pues para esto habéis sido llamados, porque también Cristo padeció por vosotros, dejándoos un ejemplo para que sigáis sus huellas"(1 Pe 2,21). No podemos quedarnos en la tranquilidad de la orilla, la intimidad del cenáculo o la comodidad del Tabor. Debemos seguir el ejemplo del Señor y dar un paso más. 

Por eso...

Creo que ha llegado el momento de bajar del Tabor, donde quizás nos hemos acomodado y fascinado ante tantas "transfiguraciones" de personas vuelven a la casa del Padre, y lo hemos convertido en una espiral interminable de retiros de todo tipo... "tiendas" donde se está muy bien, pero que reclaman algo más.

Creo que ha llegado el momento de salir de la orilla y subir a la barca, "levar" ancla e "izar" velas y remar mar adentro, para salir de sesiones que se eternizan contando lo que uno hace, lo que uno siente o lo que uno vive, para navegar por mares poco explorados, para testimoniar nuestra fe en "alta mar", donde el viento y el oleaje son contrarios.
Creo que ha llegado el momento de salir del entorno favorable que produce un retiro, resguardados y a salvo del mundo hostil, para "bregar" en lugar de "timonear", para ser cristianos de "mono de trabajo" en lugar de servidores de "polo"....para asumir nuevos compromisos con quienes nos necesitan, con quienes sufren o que han perdido su esperanza.

Creo que ha llegado el momento de pasar de métodos de conversión individual a métodos de conversión comunitaria que acompañen, formen y discipulen, lo cual implica acompañar mientras somos acompañados, formar mientras somos formados, discipular mientras somos discipulados.

Creo que ha llegado el momento de dejar "nuestras trincheras" y salir a "campo abierto", a la verdadera batalla "cuerpo a cuerpo" a la que estamos llamados, para poner a prueba nuestro coraje y nuestro compromiso de dar la vida por otros.
Pero no se trata de una llamada a la imprudencia o a la temeridad, ni tampoco a las Cruzadas, sino una invitación a mirar a los demás con los ojos misericordiosos de Dios, que conmuevan nuestros corazones no sólo durante un fin de semana emocional...y que nos haga salir de nuestras comodidades (incluso de las espirituales).

Creo que ha llegado el momento de demostrar y testimoniar nuestro amor a Dios...cuidando de los pobres y los necesitados, esto es, poner el amor en acción, el corazón en la miseria de otros, avanzando hacia rutas"más incómodas", que nos "duelan" más, que nos exijan más, que requieran "dejarnos la piel", o incluso, que nos reclamen dar la vida.

Sé que no es una llamada fácil de responder. Enseguida nos brotan excusas, pretextos y justificaciones que nos impiden dar un sí a una tarea más exigente y menos cómoda. Lo sé porque a mi también me pasa, quiero descansar en el Señor pero no dejo de oírle cómo me pide más en cada Eucaristía, en cada Adoración, en cada retiro: "Duc in altum".
Creo que ha llegado el momento de realizar un servicio auténtico (que en ocasiones, es impostado) que no entiende de reconocimientos o de comodidades, ni que se mueve por los méritos de aquellos a quienes debemos amar...que no tiene envidia, que no presume, que lo soporta todo (1 Cor 13,4-8), que perdona y que se entrega hasta el extremo (Jn 15,13).

Creo que ha llegado el momento de hacer de lo ordinario algo extraordinario...o viceversa...

viernes, 4 de noviembre de 2022

¡AHORA HA VENIDO "ESE" HIJO TUYO...!

"Hace tantos años que te sirvo, 
y jamás dejé de cumplir una orden tuya, 
pero nunca me has dado un cabrito 
para tener una fiesta con mis amigos; 
¡ahora que ha venido ese hijo tuyo, 
que ha devorado tu herencia con prostitutas, 
has matado para él el novillo cebado!" 
(Lc 15,29-30)

¡Ahora ha venido ese hijo tuyo...! Es lo que le dice el hijo mayor de la parábola al Padre, al regresar su hermano (Lc 15,30). No dice "ese hermano mío" sino "ese hijo tuyo...", una expresión despectiva que parece hacerse eco de otra similar: "La mujer que me diste..." (Gn 3,12). El hombre, cuando se siente "destronado" o "interpelado", siempre se excusa y culpa a Dios.

Las palabras del evangelio de Lucas muestran una terrible realidad que muchos, que hemos estado alejados y hemos regresado arrepentidos a la Iglesia, sufrimos con frecuencia: las miradas de recelo y desprecio de algunos de nuestros "hermanos mayores" por recibir la gracia de Dios. Incluso le increpan por alegrarse y recibirnos con una fiesta.

Desgraciadamente, algunos que se consideran a sí mismos justos y fieles, conciben la casa de Dios como algo propio y exclusivo en la que ellos deciden dónde, cómo, cuándo y quién puede recibir la gracia divina. Parecen decirle a Dios cómo ser Dios y qué debe hacer.

Pero el Señor mismo les contesta en otro pasaje del evangelio con la parábola de los jornaleros de la viña: "¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?" (Mt 20,15). Dios es bueno y aunque creó al hombre bueno, éste siempre cae en la tentación de ser malo.

El Ca­te­cis­mo de la Igle­sia Ca­tó­li­ca dice que la en­vi­dia es la tris­te­za que se ex­pe­ri­men­ta ante el bien del pró­ji­mo y el de­seo des­or­de­na­do de apro­piár­se­lo. Y el diccionario afirma que el término "envidia", que proviene del latín in- "poner sobre" y videre, "mirada", es decir, poner la mirada (malintencionada) sobre algo o alguien, "ver mal", con maldad o con "mal ojo", es justamente el sentido que Dios nos enseña en estas parábolas y que quiere que evitemos. 

Sin embargo, ni la envidia del hermano mayor ni la de los trabajadores tempraneros proviene sólo por su errónea idea de "injusticia retributiva" de Dios, sino por la alegría del "hijo resucitado" y por el hecho de que los jornaleros tardíos reciban el mismo salario al final del día.

Y es que estos "hermanos mayores" no llegan a comprender cómo es Dios realmente y cuán infinita es su misericordia y su bondad. No son capaces de ver...o, peor aún, "ven con maldad"...porque los celos les ciegan y la envidia les envenena. No comprenden que Dios no paga ni premia por nuestros méritos, sino porque Él es Amor... gratuito, infinito y para todos.
Esa incapacidad para alegrarse por la gracia divina derramada sobre otros, les lleva por celos a clericalizarse, a "farisearse", a sentirse orgullosamente superiores, a apropiarse de Dios y a proclamarse a sí mismos "dueños exclusivos de la gracia". 

La envidia es una actitud pecaminosa que tiene su origen en el orgullo y la soberbia, que conduce a prejuzgar y a difamar a nuestro hermano (en realidad, a "asesinarlo" ), que va en contra de la unidad de la Iglesia y que es "el pe­ca­do dia­bó­li­co por ex­ce­len­cia", según San Agustín, pues trata de alejarnos de la comunión con Dios y con los demás, buscando la división en el seno de Su familia, como hace también en el de la familia humana. 

¡Cuánto nos cuesta alegrarnos del bien ajeno! ¡Cuánto nos cuesta reconocer y apreciar la dignidad y los derechos de los demás como hijos del mismo Dios! ¡Cuánto nos cuesta "compartir" a Dios con otros! 

Sí, queremos a Dios para nosotros solos, pero en realidad, lo hacemos por un sentido egoísta de propiedad y no porque le amemos de corazón. ¡Estamos muy lejos de Él, aunque Él esté cerca de nosotros!...como el hijo mayor de la parábola.

El Señor nos advierte: "Yo soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas" (Juan 10, 11).  "Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en los cielos el rostro de mi Padre celestial. [Pues el Hijo del hombre ha venido a salvar lo que estaba perdido.] …No es voluntad de vuestro Padre que está en el cielo que se pierda ni uno de estos pequeños" (Mt 18,10-11.14).

Si nos fijamos bien en todas las parábolas llamadas "de la Misericordia" (el hijo pródigo, los trabajadores de la viña, la oveja extraviada, el dracma perdido...), Dios siempre nos invita a la alegría y el gozo. Y por ello, nosotros los cristianos, ¿no deberíamos alegrarnos junto con el Señor porque encuentre a las ovejas descarriadas, a las monedas perdidas o al hijo "que estaba muerto"? (cf. Mt 18, 12-13; Lc 15,8-10).

La memoria de Dios sobre cada ser humano, el pensamiento amoroso que somos cada uno de nosotros, debería hacernos recapacitar sobre el riesgo de no perdonar (Mt 6,15), de ser rencorosos y olvidar -abandonar- el amor (Ap 2,4-5)…Porque sin amor, "nada somos" (1 Cor 13).

Dice el Ca­te­cis­mo de la Igle­sia Ca­tó­li­ca que la en­vi­dia es la tris­te­za que se ex­pe­ri­men­ta ante el bien del pró­ji­mo y el de­seo des­or­de­na­do de apro­piár­se­lo. Así pues, el gozo por el bien de nuestro prójimo sólo puede darse por un deseo ordenado y desinteresado que mire con los mismos ojos misericordiosos de Dios, o con la misma mirada tierna de Cristo, que no busca envidiar ni apropiarse sino enamorar y entrar en comunión.

Sigamos la invitación de san Pablo: "Que la esperanza os tenga alegres" (Rm 12,12). "No seamos vanidosos, provocándonos unos a otros, envidiándonos unos a otros" (Gal 5,26). O la del rey David: "Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia" (Sal 118,1). 

Así pues, la alegría debe ser la razón de nuestra esperanza en las promesas de Cristo y el agradecimiento, la actitud de nuestra confianza en la misericordia de Dios. 

Alegrémonos de la gracia que Dios derrama en otros hermanos, no por el aprecio insignificante que los hombres damos a una oveja frente a cien o a una moneda frente a diez, sino por el inmenso valor que tenemos todos y cada uno de nosotros para Dios.


"Alegraos, justos, y gozad con el Señor" 
(Sal 32, 11)

miércoles, 10 de agosto de 2022

MEDITANDO EN CHANCLAS (11): NO TE DIGO HASTA SIETE, SINO HASTA SETENTA VECES SIETE

"No te digo hasta siete veces, 
sino hasta setenta veces siete"
(Mt 18,22)

Jesús, a petición expresa de los apóstoles, les enseña a orar con el Padrenuestro. Seguramente, Pedro estuvo dándole vueltas a la cabeza a la última frase "perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden" (Mt 6,12; Lc 11,4), ya que los judíos se regían por la ley del talión (Ex 21,24). 

Por eso, le vuelve a preguntar: "Señor, si mi hermano me ofende, ¿Cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces?", y Jesús le responde con otra de sus ricas parábolas, la del siervo malvado, que simboliza el perdón divino y la necesidad de imitarlo por el hombre.

A nosotros nos pasa un poco lo mismo que a Pedro cuando rezamos (a veces, de forma mecánica) el Padrenuestro y nos comprometemos a perdonar...pero ¿realmente lo hacemos? ¿una y otra vez? ¿siete veces? ¿siempre?

En esta oración perfecta se concentra toda la esencia del concepto cristiano de misericordia divina. sin embargo, existen dos cosas que me impiden recibir la gracia y la misericordia de Dios, la culpa y el rencor. Y la forma de superarlos es el perdón.

El perdón es un perfecto acto de amor que manifiesta la grandeza de alma y la pureza de corazón de los que siguen el mandato de Jesús: "ser perfectos como nuestro padre celestial es perfecto" (Mt 5,48).

Mi capacidad de perdón no puede estar limitada ni por la magnitud de la ofensa ni por el número de veces que debo perdonar. Cuando no perdono a quienes me ofenden, mi corazón está lleno de resentimiento, pierdo la gracia y no puedo esperar que Dios me perdone. Pero además, la falta de perdón me esclaviza y me hace prisionero de quien me ha ofendido. El rencor, que conduce al odio, me envenena a mi mismo, y no a quien me ofende.
Jesús insiste para que seamos "misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso, a no juzgar para no ser juzgados, a no condenar para no ser condenados, a perdonar para ser perdonados...(Lucas 6, 35-37).

El perdón es una experiencia liberadora y sanadora. Cuando perdono, recobro la libertad que el rencor y el resentimiento me hicieron perder.

El perdón es uacto heroico de misericordia. Cuando soy compasivo con los demás, obtengo un corazón como el de Cristo. 

El perdón es comprender la importancia que tiene para Dios la persona que me ofendió para amarla libre y voluntariamente. “Si tu hermano te ofende, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: 'Me arrepiento', lo perdonarás.” (Lucas 17, 3-4).

El perdón es permitir que Jesús entre en mi corazón y me llene de paz. “Si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda” (Mateo 5, 23-24) .

El perdón no es quitarle importancia a lo ocurrido, sino sanar mi corazón y mis recuerdos, permitiendo recordar lo que me causó dolor o daño sin experimentar odio o resentimiento hacia quien me ofendió. 

El perdón no es olvidar la ofensa ni guardarla en un cajón, sino transformar heridas de odio y rencor, en amor y misericordiaSi olvido, programo mi mente para no recordar aquellos sucesos que me han herido, pero es una “programación” ficticia porque, en el fondo, ese recuerdo permanecerá siempre en el cajón de mi memoria, y saldrá en cualquier momento. 

¿Cuántas veces "juego" al falso perdón? 
¿Cuántas veces digo “perdono, pero no olvido”
¿Soy capaz de acercarme a Dios sin haberme reconciliado antes con mi hermano? ¿Perdono...siempre?



JHR

miércoles, 14 de abril de 2021

MILLONARIO EN MISERICORDIA

"No necesitan médico los sanos, sino los enfermos. 
No he venido a llamar a los justos, 
sino a los pecadores a que se conviertan" 
(Lucas 5,31-32)

Los Evangelios contienen innumerables pasajes que nos muestran la especial relación que Jesús tenía con los pecadores: el de los publicanos Mateo (Mateo 9, 9-12) y Zaqueo (Lucas 19, 1 -10), el de la pecadora que lavó sus pies en casa del fariseo (Lucas 7, 36), el de la mujer adúltera (Juan 8, 1-11), el del buen ladrón (Lucas 23, 39-43), el del fariseo y el publicano (Lucas 18, 9-14) y las parábolas del hijo pródigo, la oveja perdida y la moneda perdida (Lucas 15).

Jesús desconcertaba y sorprendía a los escribas, fariseos y doctores de la Ley cuando visitaba, hablaba y se juntaba con todos aquellos a quienes los judíos odiaban y repudiaban: rechazados y marginados, publicanos y samaritanos, enfermos y leprosos, viudas y mujeres... 

En general, los fariseos consideraban "pecadores" o "impuros" a todas las personas que no seguían la interpretación que hacían ellos de la Ley (quizás porque ellos se consideraban justos, puros y por encima de la Ley), sin duda, mostrando el resentimiento egoísta "del hermano mayor" en la parábola del hijo pródigo.
Jesús los reprendía (como un padre lo hace con sus hijos) cuando le increpaban por juntarse con ellos, mostrándoles, frente a su dura, egoísta y condenatoria actitudla gran compasión de Su humano corazón y la infinita misericordia de Su divina persona. Él mismo, el Justo y Santo, es la Misericordia Divina personificada.

San Juan Pablo II escribe su segunda encíclica, Dives in misericordia ("Rico en misericordia") en 1980 para mostrar al mundo el rostro de Dios a través de Jesucristo, encarnación y revelación de la Misericordia: "Quien me ha visto a mi, ve al Padre" (Juan 14, 9). 

Jesús, al compartir su vida y su amor con aquellos considerados pecadores, cumple la misión encomendada por el Padre mostrando Su rostro compasivo, y frente a quienes los rechazan y condenan, los libera de su experiencia de culpabilidad, los invita a la conversión, les devuelve su dignidad, y comiendo con ellos, anticipa el gran banquete de su encuentro definitivo con Dios.

Cristo, con sus palabras y hechos, manifiesta no sólo al Padre sino también al Espíritu Santo, es decir, se hace signo visible de la Santísima Trinidad"El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ungió para evangelizar a los pobres; me envió a predicar a los cautivos la libertad, a los ciegos la recuperación de la vista; para poner en libertad a los oprimidos, para anunciar un año de gracia del Señor" (Lucas 4,18; Isaías 61,1).

Veinte siglos después, con el avance de la ciencia y la técnica, el hombre sigue dando la espalda a la misericordia y tampoco parece necesitarla. Sin embargo "el hombre moderno se muestra a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y lo peor, con la opción entre la libertad o la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre el amor o el odio, entre la justicia y el pecado. El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado, y que pueden aplastarle o salvarle" (San Juan Pablo II, Dives in misericordia I, 2).

El infinito amor de Dios se transforma en misericordia, superando la norma estricta (y a veces estrecha) de la justicia. La Divina Misericordia no es un amor cualquiera. Es un misterio insondable de su propio ser trinitario: infinito, gratuito, y generoso, manifestado en Cristo encarnado, muerto y resucitado para la salvación de todos los hombres, de todos los pecadores, y en consecuencia, de todos sus amigos: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que yo os mando. Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer" (Juan 15,13-15).

San Pablo en Efesios 2,4 dice que "Dios es rico en misericordia". Dios es millonario en amor. Nos lo regala de forma gratuita y desinteresada en Cristo y no puede destruirse por ningún comportamiento nuestro. Así es el amor de Dios: fiel y paciente. Nada que ver con nuestro "amor humano": infiel, impaciente e interesado. 

Un amor infinitamente más grande que todos los pecados de la humanidad de todos los tiempos juntos. El amor misericordioso del Padre sale al encuentro del hombre pecador en Jesucristo, le abraza, le devuelve su dignidad y le conduce a la salvación por el Espíritu Santo.
Jesús, la Divina Misericordia, se acerca al drama humano, a todos nosotros, pecadores, habla con nosotros, come con nosotros en cada Eucaristía, y sin acusarnos, sin señalarnos, sin discriminarnos ni marginarnos, nos ayuda a tomar conciencia de nuestra situación desviada, nos hace presente el amor que Dios siente por sus hijos y nos invita a convertirnos, a cambiar de vida.

Nos enseña que todos somos débiles y frágiles, que todos pecamos y que no tenemos derecho a juzgar y a condenar a los demás: "No juzguéis, para que no seáis juzgados. Porque seréis juzgados como juzguéis vosotros, y la medida que uséis, la usarán con vosotros" (Mateo 7,1-5). 

Nos muestra que todos somos hijos pródigos de un Padre amoroso que nos acoge compasivamente, a pesar de nuestras debilidades, infidelidades, equivocaciones y pecados, y nos invita a alegrarnos con Él: “¡Alegraos conmigo!, porque he encontrado la oveja que se me había perdido”, “¡Alegraos conmigo!, porque he encontrado la moneda que se me había perdido”, “¡Alegraos conmigo!, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado” (Lucas 15,3-32).

Nos invita a "ser perfectos, como nuestro Padre celestial es perfecto" (Mateo 5,48), "a amarnos unos a otros, ya que el amor es de Dios, y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor" (1 Juan 4,7-8).

Dios es rico en misericordia, es millonario en amor, es infinito en compasión, ilimitado en gracia, y quiere que nosotros también seamos felices, santos y perfectos

¡Es tan fácil serlo! Sólo hay que hacer presente el amor en nuestra vida: "Amar al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22,37-40).




JHR

jueves, 28 de enero de 2021

HIJO PRÓDIGO Y BUEN SAMARITANO

"Sed misericordiosos 
como vuestro Padre es misericordioso"
(Lucas 6,36)

Uno de los elementos más característicos de la divina pedagogía de Jesús, y el más claro signo de coherencia y autenticidad de su divina personalidad son sus más de cincuenta parábolas escritas a lo largo y ancho de los evangelios. 

Las parábolas de Jesús son metáforas, comparaciones sencillas, alegorías fácilmente comprensibles para los hombres, tomadas de nuestras realidades y vivencias cercanas, que atraen y captan poderosamente nuestra atención. 

Su principal propósito es despertar nuestro pensamiento (nos implican, nos invitan), estimular nuestra conciencia (nos complican, nos comprometen) y llamarnos a la acción (nos simplifican, nos santifican) para acercarnos a su amor.

Sin embargo, la maestría divina en sí misma, limitada por el don gratuito que Dios nos otorga al respetar nuestra libre voluntad, nos deja abierta una puerta para que nuestra razón se sumerja en una reflexión interna y así, nuestro discernimiento pueda interpretar el mensaje y conferirle una aplicación particular y propia.

Las parábolas nos muestran lo que Dios es y cómo actúa; lo que el hombre es y cómo actúa; y lo que podemos y debemos llegar a ser. Pero lo deja siempre a nuestra elección, a nuestra voluntad, a nuestra libertad.

Hijo pródigo
La parábola del hijo pródigo (Lucas 15,11-32) nos presenta dos actitudes humanas con dos personajes, ambos hijos de un mismo padre: el publicano, el hijo menor, despilfarrador y despreciado por los demás; y el fariseo, el hijo mayor, cumplidor de la Ley y bien visto por los demás. Y en medio, la actitud divina: la del Padre misericordioso, que acoge, perdona y dignifica a ambos.

Todos tenemos algo de publicanos y algo de fariseos, dos formas diferentes de vivir nuestra existencia ante la atenta y amorosa mirada de Dios. Todos tenemos actitudes rebeldes y despilfarradoras, y a la vez, cumplidoras y políticamente correctas. 

Todos tenemos actitudes de inseguridad y de "nostalgia egoísta" de Dios, y también, de autosuficiencia y de "reivindicación posesiva" de Dios. Todos tenemos actitudes de debilidad y de miseria que claman compasión y perdón, y también, de superioridad y de prepotencia que reclaman justicia y reconocimiento.

Sin embargo, a pesar de que nuestro Padre nos da todo lo que es suyo (la gracia, el amor, el perdón y la dignidad filial), nosotros, los dos hijos (el publicano y el fariseo), nos sentimos desgraciados, desatendidos y excluidos. Ambos nos apartamos de su amor. Cada uno de una manera: unos por egoísmo y otros por envidia. 

Mientras, el Padre que nos muestra su infinita misericordia, espera a que, libremente, se produzca la conversión de nuestros corazones al amor...Nosotros nos encontramos lejos del Padre pero Él siempre nos ve cerca, nos quiere en su casa.

Buen samaritano
La parábola del buen samaritano (Lucas 10,30-37) nos muestra también dos actitudes humanas, con otros dos personajes, el sacerdote y el levita, que cumplen la letra de la Ley pero no su espíritu (el amor). Ambos son incapaces de demostrar su fe con obras al ignorar al necesitado, al negar su ayuda al desahuciado, al mostrar indiferencia y pasar de largo, es decir, pecan de omisión, negligencia, inmisericordia y cobardía ante aquel a quien no consideran "prójimo". 

Y por otro lado, la actitud divina: la del buen samaritano que representa el amor de Cristo, quien "estando de viaje" (situación temporal), se para en el camino (la historia del hombre), acoge al "mal visto" (excluido), atiende al maltratado (perseguido) por los bandidos (el mal) y cura al herido (al pecador), le lleva a la posada (a la casa del Padre, la Iglesia) y paga por él (entregando su vida en la Cruz). No tenía obligación de hacerlo pero quiso hacerlo libremente y por amor.

El camino de Jericó a Jerusalén era conocido en tiempos de Jesús como el "Camino de sangre" por el grave peligro de ser asaltado y asesinado por los ladrones que lo acechaban. Esto mismo ocurre hoy en el "camino de maldad" que caracteriza nuestro mundo actual, donde el egoísmo y el individualismo nos convierten en hombres indiferentes y codiciosos que buscan su propio interés, que matan al prójimo, y por otro lado, nos convierten en cristianos teóricos, sin caridad ni misericordia ante la desgracia ajena.

Cuántas veces pensamos que el mal ajeno no "va" con nosotros, que "no es asunto nuestro". Cuántas veces damos un rodeo, mirarmos hacia otro lado y pasamos de largo. Cuántas veces nos consideramos cristianos pero ante la prueba de nuestra fe, no pasamos de la teoría a la práctica, de los dichos a los hechos. Cuántas veces somos "indiferentes" al prójimo, en lugar de ser "diferentes" al mundo.

Lo que realmente precisa y determina nuestra fe no es su definición, no es la teoría, ni la literalidad de la Ley, sino su puesta en práctica. "La fe sin obras está muerta" (Santiago 2,17). Y eso es precisamente a lo que Cristo nos invita: a poner por obras todo aquello que nos dice.

Con ambas parábolas Dios nos muestra la doble dimensión de la vocación cristiana: Primero, descubrir el amor de Dios que se compadece de nosotros y, segundo, nuestra poner en práctica esa misma misericordia con el prójimo

Dios nos llama a amar a todos, a los amigos y a los enemigos, a los cercanos y a los extraños, a los compañeros y a los rivales, a los que nos aman y a los que nos odian (Mateo 5,44)Cristo, el Buen samaritano, no hace distinciones ni pone excusas: todos somos "prójimos", todos somos cercanos, próximos. Todos somos hermanos. 

El Señor nos invita a vivir la esencialidad del mensaje evangélico: a no juzgar ni condenar, a ser generosos con los necesitados y atender a los heridos, a perdonar a quienes nos ofenden. (Lucas 6, 36-38). Dios, el Padre misericordioso, no pone límites ni fronteras como tampoco exigencias: Su amor es ilimitado, es generoso, es para todos, para publicanos y fariseos. Todos somos hijos.

Por ello, todos estamos llamados a ser buenos samaritanos y padres misericordiosos. Todos estamos invitados a ser perfectos como nuestro Padre celestial es perfecto (Mateo 5,48). Esta es la Ley del amor. Este es el camino de la santidad.

"A vosotros se os han dado a conocer 
los secretos del reino de los cielos y a ellos no. 
Porque al que tiene se le dará y tendrá de sobra,
y al que no tiene, se le quitará hasta lo que tiene. 
Por eso les hablo en parábolas, 
porque miran sin ver y escuchan sin oír ni entender (...) 
porque está embotado el corazón de este pueblo, 
son duros de oído, han cerrado los ojos;
 para no ver con los ojos, ni oír con los oídos, 
ni entender con el corazón, 
ni convertirse para que yo los cure. 
Pero bienaventurados vuestros ojos porque ven 
y vuestros oídos porque oyen" 
(Mateo 13,11-16)

JHR

miércoles, 12 de agosto de 2020

MEDITANDO EN CHANCLAS (13)

"No te digo que perdones hasta siete veces, 
sino hasta setenta veces siete." 
(Mateo 18, 21-19, 1)

En la Biblia, el número "siete" significa perfección, plenitud.  También es descanso ("Y al séptimo día,  descansó"). "Setenta veces siete" equivale a decir la perfección de la perfección...

Cristo, que nos llama a ser "perfectos como el Padre es perfecto" (Mateo 5, 38), nos invita a perdonar siempre, a mostrar compasión, a tener misericordia, a tener paciencia. Eso es la máxima expresión del Amor.

Sin embargo, ¡cuánto me cuesta perdonar! ¡cuánto me cuesta amar de verdad¡ ¡cuánto me supone mirar a quien me ofende con los mismos ojos de Dios! ¡cuánto me cuesta mostrar paciencia y misericordia con quien me hace daño o me traiciona!

Perdonar no es fácil... requiere mucho amor. Pero si no perdono ¿cómo voy a ser perdonado? Si no doy confianza ¿cómo voy a ser digno de confianza? Si no soy compasivo ¿cómo voy a ser compadecido? Si no amo ¿cómo voy a ser amado?

Jesús, en la cruz, pidió compasión por todos nosotros: "Padre, perdónales porque no saben lo que hacen".

Esa es la actitud del amor: perdonar a otros ¡siempre! porque, muchas veces, no sabemos lo que hacemos. Debo perdonar, incluso aún sabiendo lo que me hacen...

Cuando perdono, mi mente descansa. Mi corazón queda en paz. Mi espíritu se llena de amor. Mi alma se perfecciona.


JHR

miércoles, 24 de junio de 2020

LOS SACRAMENTOS EN LA PÁRABOLA DEL HIJO PRÓDIGO

"La palabra de Dios es viva y eficaz, 
más tajante que espada de doble filo; 
penetra hasta el punto donde se dividen alma y espíritu, 
coyunturas y tuétanos; 
juzga los deseos e intenciones del corazón. 
Nada se le oculta; 
todo está patente y descubierto a los ojos 
de aquel a quien hemos de rendir cuentas."
(Hb 4,12-13)

La Palabra de Dios no deja de sorprenderme cada día y aunque sé que una espada de doble filo que penetra hasta los tuétanos, siempre me maravilla y me suscita algo nuevo. 

Cuando uno cree (no sin una cierta dosis de orgullo) que ya sabe lo que dice un determinado pasaje porque lo ha leído muchas veces, llega Dios y te dice al oído: ¡Qué necio y torpe eres para creer lo que dijeron los profetas! Y yo le digo: ¡Cuánta razón tienes siempre, Señor, gracias, por modelarme cada día!
Hoy, leía de nuevo la parábola del hijo pródigo para redescubrir el amor misericordioso de Dios, que muestra la mirada compasiva de un padre que, por muchos fallos y rebeldías que vea en su hijo, no puede olvidar las necesidades de un hijo, y le da todo.

Y disfrutando de la lectura pausada, Dios me revela una nueva enseñanza "escondida". Poco a poco y según avanzaba en la meditación, he ido viendo aparecer algo que nunca había visto antes en el pasaje: los sacramentos. 
 
Gratuidad

El amor de Dios es gratuito, personal y sincero. No espera nada a cambio y se anticipa. Se entrega cuando se lo piden, aunque duela, como al hijo menor, que le da lo que le corresponde. Se da cuando no se lo piden, aunque sea obvio, como al hijo mayor, que le da todo lo suyo.

El Amor sale a nuestro encuentro y está siempre a nuestro lado, aunque ninguno de sus hijos lo agradezcamos, aunque ninguno lo veamos, aunque ninguno lo sintamos.

El Amor siempre se alegra de la vuelta a casa de un hijo. Siempre se alegra de encontrar la oveja que estaba perdida. Siempre se alegra de encontrar la moneda perdida. Siempre celebra fiesta por un hijo que estaba muerto (por el pecado) y ha resucitado.

Sacramento de la Eucaristía
Dignidad

La misericordia de Dios no es sólo una decisión de no juzgar; es un acto de amor que nos mantiene en el abrazo de Dios, a pesar de nuestros intentos de no sentirnos dignos de él.

Dios siempre nos considera muy valiosos porque nos creó a su imagen y semejanza, indicador de que el hombre es superior a los demás seres del universo.

Dios siempre nos encuentra dignos de amor y cuando lo aceptamos, ese amor nos transforma, nos viste de nuestra nueva naturaleza como hijos adoptivos de Dios.

La dignidad significa eminencia, superioridad, excelencia, grandeza. Eso es lo que nos devuelve Dios.

Una dignidad que se encuentra elevada y enriquecida por la gracia de la filiación divina y la correspondiente vocación del hombre al fin sobrenatural.

Sacramento del Bautismo
Perfección

En Mateo 5,48, Jesús nos dice: “Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto.” Ser perfecto como Dios significa reflejar el amor de Dios en el mundo.
  • Es perdonar y disculpar de su error, a mi mujer, a mi hijo, a mi hermano, sin llevar cuenta del daño.
  • Es comprender al que no es como yo y empatizar con su situación.
  • Es compartir todo lo que Dios me ha dado con los que me rodean.
  • Es consolar a quien está triste y herido.
  • Es alimentar al que está hambriento de amor.
  • Es acompañar a quien está solo y me necesita.
  • Es dar la vida por los demás.
  • Es hacer salir el sol (mi sonrisa) sobre el bueno y el malo, el justo y el pecador.
  • Es rezar por quien me insulta, me persigue y me odia para que se convierta al amor.
  • Amar al amigo o al enemigo es el mayor signo de la gratuidad del verdadero amor y la mayor prueba del amor cristiano.
 La perfección es amar como ama Dios.

Sacramento del Matrimonio/Orden sacerdotal
Donación

El amor misericordioso que recibo de Dios se convierte en la fuerza motivadora para darlo a los demás. Amo (perdono) con esa misma gracia que he recibido. Es el Espíritu Santo que me guía y me santifica.

“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia” (Mateo 5,7). Los misericordiosos somos quienes sabemos que Dios es misericordioso y, por lo tanto, somos igualmente misericordiosos con los demás.

Dios me llama a ser signo de su amor para mis prójimos, que, en la parábola del Buen Samaritano (Lucas 10,25-37), son también los extranjeros, los distintos, o incluso los enemigos.
Sacramento de la Confirmación

Conversión/Sanación

La parábola del hijo pródigo simboliza el camino de conversión al que estoy llamado, como todos los cristianos. En ella, me veo reflejado en el:

-hijo menor: he usado mi libertad para alejarme del amor del Padre, buscando la felicidad en un lugar equivocado, encontrando solamente la amargura.

-hijo mayor: he permanecido junto a mi padre con un amor sin libertad, más como siervo distante, que como buen hijo y hermano.

Ambos necesitan convertirse. Ambos necesitan sanarse. Y yo, en alguna ocasión, soy uno y otro, o ambos a la vez.

La parábola no muestra un tercer hijo “perfecto” que no necesite conversión: el Señor quiere, con su amor, que me dé cuenta de que todos, sin excepción, tenemos que fomentar en nuestra alma la búsqueda del amor, el rechazo del yo egoísta y la donación libre y gratuita.

Mi conversión es un trabajo diario y continuo. Siempre es tiempo de conversión. Cada día es una gran oportunidad de renovación personal en el amor.

Sacramento de la Unción de Enfermos
Confesión

La parábola me presenta la espera paciente de mi Padre celestial que festeja con una maravillosa reconciliación.

Es el sacramento de la alegría. Los cristianos vivimos alegres porque nos sabemos hijos de Dios, hijos muy queridos, perdonados, vestidos, sanados, restaurados y dignificados.

Es con mi alegría y mi servicio, con los que muestro, en todos los ambientes, que en es el encuentro con una persona, Jesucristo, donde se encuentran todas las respuestas a los anhelos más profundos del corazón del hombre, donde se encuentra la felicidad plena y la perfección.

Sacramento de la Penitencia o Reconciliación.
A veces, Dios me esconde sus enseñanzas para regalármelas en su preciso momento, cuando más las necesito. Por eso y por mucho más, no me canso de darle gracias.
 
Gracias Señor por tu amor,
porque yo no existía y me creaste,
porque me amaste sin amarte yo,
porque antes de nacer ya me pensaste,
Gracias, Señor.

Gracias Señor por tu misericordia,
porque yo te abandoné y Tú me buscaste,
porque yo desprecié tu amor 
y Tú no subestimaste mi miseria.
Gracias, Señor.

Gracias Señor por tu piedad,
porque te exigí mi libertad y Tú no me la negaste,
porque me fui orgulloso y ufano de tu lado 
y Tú me has estado esperando todo este tiempo.
Gracias, Señor.

Gracias Señor por tu compasión,
porque volví humillado 
y Tú restableciste mi dignidad.
Gracias, Señor.

¿Cómo devolverte tanto amor?
¿Cómo restituir tanta misericordia?
Ahora ya lo sé 
porque Tú me lo has mostrado,
Gracias, Señor, gracias.

domingo, 14 de julio de 2019

¿QUIÉN ES MI PRÓJIMO?

"Un hombre bajaba de Jerusalén a Jericó, 
cayó en manos de unos bandidos, 
que lo desnudaron, 
lo molieron a palos y se marcharon, 
dejándolo medio muerto. 
Por casualidad, un sacerdote bajaba por aquel camino y, 
al verlo, dio un rodeo y pasó de largo. 
Y lo mismo hizo un levita que llegó a aquel sitio:
 al verlo dio un rodeo y pasó de largo. 
Pero un samaritano que iba de viaje llegó adonde estaba él y,
 al verlo, se compadeció, y acercándose, 
le vendó las heridas, 
echándoles aceite y vino, 
y, montándolo en su propia cabalgadura, 
lo llevó a una posada y lo cuidó. 
Al día siguiente, sacando dos denarios, 
se los dio al posadero y le dijo:
'Cuida de él, y lo que gastes de más 
yo te lo pagaré cuando vuelva'”.
¿Cuál de estos tres te parece que ha sido prójimo 
del que cayó en manos de los bandidos?
Él dijo: 'El que practicó la misericordia con él'.
Jesús le dijo: 'Anda y haz tú lo mismo'.
 (Lucas 10, 30-37)

Hoy, de nuevo, el Señor me ha sorprendido al explicarme el punto central de la parábola del buen samaritano en el Evangelio: que Cristo ha sido mi buen samaritano.

Él ha sido el extraño que ha "tenido compasión" del "hombre herido de muerte" por el pecado y ha vendado mis heridas con el paño del don del Espíritu Santo.

Él ha sido el odiado que ha salido a mi encuentro y me ha rescatado, llevándome a la posada de la Iglesia, donde soy cuidado con el vino de la esperanza y con el aceite del consuelo, hasta que el Señor vuelva.

¿Qué he de hacer para heredar la vida eterna? 

Es la pregunta que el ser humano se viene preguntando desde hace dos mil años. Y es que, pensamos que tenemos que hacer algo para poder heredar. Queremos garantizarnos la herencia por nuestro propio esfuerzo y mérito. 
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Pero una herencia no se merece. Una herencia no se trabaja. La herencia la recibimos, simplemente, por ser hijo: 

"Así, pues, ya no eres esclavo, sino hijo, y tuya es la herencia por gracia de Dios”. (Gálatas 4,7). 

Como hijos de Dios no podemos hacer nada para merecer la herencia. Peor aún, ¡podemos perderla!

Por ello, Jesús me ilustra la importancia de la fe por las obras, de cumplir el espíritu de la ley y no la letra de la ley, de practicar las virtudes que me llevan a la santidad y a la vida eterna: el amor y la misericordia.

¿Qué está escrito en la Ley?

Dios me responde con otra pregunta para que piense y medite...porque conozco la respuesta:
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 "Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tu prójimo como a ti mismo" (Deuteronomio 6,5; Levítico 19,18).

Es el mandato que Dios pone en lo profundo de mi corazón humano, que resume toda la ley, que se define en función de la obras, que se manifiesta en la relación con el prójimo y que se establece en el ámbito de la misericordia.

¿Y quién es mi prójimo?

Jesús me dice: "¡Haz esto y vivirás!" Lo importante, lo principal, ¡es amar a Dios! 

Pero ¿cómo puedo amar a quien no veo? Por eso, Dios me llama a amar al prójimo, porque Él viene hasta mí a través de los demás, porque le veo en el prójimo, porque es como Él se revela ante mis ojos humanos. 

Dios me anima a amar también a mi prójimo "con todo mi corazón, con toda mi alma, con toda mi fuerza y con toda mi mente, como a mi mismo".

El verdadero ejemplo del amor al prójimo es desviarme de mis propios caminos, de mis propios intereses, de mis pensamientos, de mis prejuicios, y hacerme cargo del que sufre, de que está herido. 

Sin embargo, queriendo justificarme o evadirme, pregunto, como hace el doctor de la ley: "¿Y quién es mi prójimo?", para ver si me interesa o no

Porque amar al prójimo no es nada fácil, porque requiere "donarme" a los demás sin importarme las consecuencias, si me interesa o no. Y ese "donarme" me cuesta, porque no a todos les trato o les quiero de la misma manera. 

Cuántas veces no considero prójimos a los "extraños", a los "despreciados" o a los "enemigos". No quiero que lo sean. Porque no me gustan, porque me incomodan, porque no me son gratos...

Cuántas veces prefiero pensar en mi prójimo como mi "hermano, "amigo" o "conocido". Los que no entran en esa definición, no son mi prójimo, y por tanto, no tengo por qué ayudarles, no tengo por qué atenderles.

Cuántas veces los cristianos, las personas de Iglesia pasamos cerca de un hombre necesitado y damos un rodeo, sin ofrecerle ayuda, sin preocuparnos por él, porque "pasamos de él".

Cuántas veces, identificándonos con el sacerdote o el levita, tratamos de dar una justificación: "¡No es mi prójimo!, anteponiendo formalismos y temores, insensibilidades y cobardías, indiferencias y prejuicios, a la misericordia y el perdón. 

Cuántas veces nos incomoda subirle en nuestra cabalgadura, llevarle a una posada y cuidarle porque pienso: ¡No es mi cometido!, anteponiendo mi egoísmo y mi comodidad.

Jesús es el Buen Samaritano que pasa a la acción concreta, eficaz y progresiva: llegar, ver, compadecerse, acercarse y actuar. Ese es el ejemplo que, como cristianos, nos pone el Señor y que debemos seguir. 

La condición de "prójimo" no depende de la raza, del parentesco, de la simpatía, de la cercanía o de la religión. La humanidad no está dividida en prójimo y no prójimo. 

En conclusión, si quiero saber quién es mi prójimo:

Debo mirar desde las necesidades del otro, no desde mi interés. 

Debo mirar desde las incomodidades del otro, no desde mi comodidad. 

Debo mirar desde las heridas del otro, no desde mi salud. 

Saber quién es mi prójimo depende de que yo llegue, vea, me compadezca y me acerque...Entonces, ¡el otro será mi prójimo! 

¡Amar a mi prójimo depende de mi y no del otro!