"Hoy ha sido la salvación de esta casa,
pues también este es hijo de Abrahán.
Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar
y a salvar lo que estaba perdido"
(Lucas 19, 1-10)
Ayer lunes fue mi santo, San Alberto Magno, y el Señor llamó mi atención, como siempre a través de Su palabra, en el evangelio de Lucas, donde menciona a un ciego y a un tal Zaqueo. Ambos "quieren ver y no pueden"...curioso... habla de mí...de otro que también quiere ver y no puede, otro que está en búsqueda constante por (re)conocer a Dios pero que cae continuamente.
No hace mucho, yo estaba en una cuneta, alejado del camino, ciego, abatido y sin ilusión. Fue entonces cuando me dijeron en Jericó (=un retiro de Emaús) que Jesús venía de camino. Yo, le grité con insistencia: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Lo hice, casi por inercia, por mimetismo, por desesperación...por ver si se paraba, por ver que ocurría.
Jesús se paró y me preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” (en realidad, me preguntó: "¿te he dicho alguna vez que te quiero?"). Yo le contesté: “Señor, que vea otra vez” (en realidad, le contesté: "sí, Señor, muchas veces, pero yo no te escuchaba"). Entonces Él me dijo: “Recobra la vista, tu fe te ha curado”.
Como los dos de Emaús, yo estaba de vuelta de muchas cosas y cargaba con una pesada mochila de decepciones y proyectos frustrados… Yo estaba ciego porque sólo veía "mis cosas" y no lo verdaderamente importante. Fue sólo cuando me puse junto al camino por donde Jesús pasaba, cuando fui capaz de reconocerle...y Él me hizo"ver".
Dejé de ser un "ciego" y volví a ver, a ilusionarme, a comprometerme, a entregarme… El encuentro con el Resucitado me transformó. Descubrir a Jesús, reconocerle y confesarle, dejarme transformar y seguirle, no es ningún mérito mío, sino todo un milagro que sólo la fe consigue.
Eso fue ayer. Hoy Jesús, que no tira nunca la toalla por los pecadores, ya dentro de la ciudad de Jericó, en el tumulto del "día a día", al verme "subido" en una higuera (encaramado de nuevo en el orgullo y la soberbia), me derrite con esa mirada compasiva suya, capaz de enamorar y de convertir como nadie...y me llama "Zaqueo".
Me mira y no me reprocha mi mal proceder ni mis caídas desde el momento que me hizo recobrar la vista. Tan sólo me dice que quiere venir a mi casa a comer, mientras algunos ya han comenzado a murmurar acerca de mi condición de pecador, de mal cristiano.
Como Zaqueo, dando un salto, reconozco mis faltas de caridad y de piedad, asumo todo aquello que he hecho mal y me comprometo a restituirlo. Cristo, defendiéndome de mis acusadores, les dice: "He venido a buscar y a salvar a los que estaban perdidos"... Nuestro Señor es...Único.
Sin embargo, yo, ¡qué facilidad tengo para volver a mi ceguera y obrar mal, para servirme de los demás, para vivir a su costa en lugar de vivir a su favor! ¡Qué prontitud tengo para criticar y para descartar a aquellos que no actúan conforme a mis criterios! ¡Qué incapacidad para entender por qué actúan así, para compadecerme de sus heridas y para evitar brindarles mi ayuda y mi apoyo!
¡Cuánto me cuesta comprender que Dios me quiere tal como soy, con mis virtudes y mis defectos, que perdona todas mi ofensas!... ¿cómo puedo yo criticar o descartar al diferente? ¿cómo puedo yo no perdonar a quien me ofende? ¿cómo puedo negarme a asumir que el amor de Dios es, como la lluvia o el nuevo día, para todos, buenos y malos?
Al (re)conocer a Jesús, mis ojos se abren de nuevo y veo. Él me da ejemplo para que yo sea también motivo de conversión, para que me esfuerce en mirar a otros con la compasión con la que Él nos mira, para esforzarme en salir a buscar a quienes están perdidos o necesitan mi ayuda...
Ser cristiano es (re)conocer a Cristo Resucitado en el prójimo. Ese que me encuentro en una cuneta o subido a un árbol...a cada paso que doy...
JHR
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