¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.
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martes, 16 de noviembre de 2021

(RE)CONOCER A CRISTO

"Hoy ha sido la salvación de esta casa, 
pues también este es hijo de Abrahán. 
Porque el Hijo del hombre ha venido a buscar 
y a salvar lo que estaba perdido"
(Lucas 19, 1-10)


Ayer lunes fue mi santo, San Alberto Magno, y el Señor llamó mi atención, como siempre a través de Su palabra, en el evangelio de Lucas, donde menciona a un ciego y a un tal Zaqueo. Ambos "quieren ver y no pueden"...curioso... habla de mí...de otro que también quiere ver y no puede, otro que está en búsqueda constante por (re)conocer a Dios pero que cae continuamente.

No hace mucho, yo estaba en una cuneta, alejado del camino, ciego, abatido y sin ilusión. Fue entonces cuando me dijeron en Jericó (=un retiro de Emaús) que Jesús venía de camino. Yo, le grité con insistencia: “¡Jesús, hijo de David, ten compasión de mí!”. Lo hice, casi por inercia, por mimetismo, por desesperación...por ver si se paraba, por ver que ocurría.

Jesús se paró y me preguntó: “¿Qué quieres que haga por ti?” (en realidad, me preguntó: "¿te he dicho alguna vez que te quiero?"). Yo le contesté: “Señor, que vea otra vez” (en realidad, le contesté: "sí, Señor, muchas veces, pero yo no te escuchaba"). Entonces Él me dijo: “Recobra la vista, tu fe te ha curado”. 

Como los dos de Emaús, yo estaba de vuelta de muchas cosas y cargaba con una pesada mochila de decepciones y proyectos frustrados… Yo estaba ciego porque sólo veía "mis cosas" y no lo verdaderamente importante. Fue sólo cuando me puse junto al camino por donde Jesús pasaba, cuando fui capaz de reconocerle...y Él me hizo"ver". 

Dejé de ser un "ciego" y volví a ver, a ilusionarme, a comprometerme, a entregarme… El encuentro con el Resucitado me transformó. Descubrir a Jesús, reconocerle y confesarle, dejarme transformar y seguirle, no es ningún mérito mío, sino todo un milagro que sólo la fe consigue.

Eso fue ayer. Hoy Jesús, que no tira nunca la toalla por los pecadores, ya dentro de la ciudad de Jericó, en el tumulto del "día a día", al verme "subido" en una higuera (encaramado de nuevo en el orgullo y la soberbia), me derrite con esa mirada compasiva suya, capaz de enamorar y de convertir como nadie...y me llama "Zaqueo". 

Me mira y no me reprocha mi mal proceder ni mis caídas desde el momento que me hizo recobrar la vista. Tan sólo me dice que quiere venir a mi casa a comer, mientras algunos ya han comenzado a murmurar acerca de mi condición de pecador, de mal cristiano.

Como Zaqueo, dando un salto, reconozco mis faltas de caridad y de piedad, asumo todo aquello que he hecho mal y me comprometo a restituirlo. Cristo, defendiéndome de mis acusadores, les dice: "He venido a buscar y a salvar a los que estaban perdidos"... Nuestro Señor es...Único.

Sin embargo, yo, ¡qué facilidad tengo para volver a mi ceguera y obrar mal, para servirme de los demás, para vivir a su costa en lugar de vivir a su favor! ¡Qué prontitud tengo para criticar y para descartar a aquellos que no actúan conforme a mis criterios! ¡Qué incapacidad para entender por qué actúan así, para compadecerme de sus heridas y para evitar brindarles mi ayuda y mi apoyo!

¡Cuánto me cuesta comprender que Dios me quiere tal como soy, con mis virtudes y mis defectos, que perdona todas mi ofensas!... ¿cómo puedo yo criticar o descartar al diferente? ¿cómo puedo yo no perdonar a quien me ofende? ¿cómo puedo negarme a asumir que el amor de Dios es, como la lluvia o el nuevo día, para todos, buenos y malos?

Al (re)conocer a Jesús, mis ojos se abren de nuevo y veo. Él me da ejemplo para que yo sea también motivo de conversión, para que me esfuerce en mirar a otros con la compasión con la que Él nos mira, para esforzarme en salir a buscar a quienes están perdidos o necesitan mi ayuda...

Ser cristiano es (re)conocer a Cristo Resucitado en el prójimo. Ese que me encuentro en una cuneta o subido a un árbol...a cada paso que doy...


JHR

martes, 12 de marzo de 2019

CURAR NUESTRA CEGUERA

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"En aquel tiempo, Jesús y sus discípulos llegaron a Betsaida. 
Y le trajeron a un ciego, pidiéndole que lo tocase. 
Él lo sacó de la aldea, llevándolo de la mano, 
le untó saliva en lo ojos, le impuso las manos y le preguntó: ¿Ves algo?. 
Levantando lo ojos dijo: Veo hombres, me parecen árboles, pero andan. 
Le puso otra vez las manos en los ojos; 
el hombre miró: estaba curado y veía todo con claridad. 
Jesús lo mandó a casa, diciéndole que no entrase en la aldea" 
(Marcos 8, 22-26)

Existe un dicho popular que dice que "no hay mayor ciego que el que no quiere ver"Y es que a menudo, construimos un mundo de seguridades ideológicas o emocionales, basadas en un egoísmo que nos ciega.

A veces, nuestra miopía a la hora de afrontar la vida desde los ojos de Dios nos conduce a una total ceguera espiritual. Y nuestro orgullo, nos impide querer ser curados.

El relato de Marcos nos dice "le trajeron", "le llevaron" un ciego a Jesús. A veces es necesario que "nos lleven a Jesús". Es preciso que alguien, próximo y cercano, capaz de reconocer y descubrir nuestra necesidad, nuestra ceguera, se comprometa y nos "lleve" de la mano hacia Jesús, quien nos acogerá con sus delicadas manos.

Y siguiendo el texto “le sacó de la aldea, le llevó de la mano…” ¿por qué le sacó de la aldea y cómo lo hizo?
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Situémonos ante Jesús, como el ciego que no articula palabra, pero que deja a Jesús que descubra su ceguera, le saque de su "aldea", de su zona de confort, de sus seguridades, de sus razonamientos lógicos y le conduce a su curación. En realidad, todos somos ciegos en un mundo de oscuridad.

Se trata de dejarse conducir por Él hasta una zona luminosa, dejarse tocar por Jesús, dejarse acompañar y conducir por Él sin prisas, sin querer ver todo claro desde el principio, asumiendo un proceso de claridad y luz, confiando siempre en la mano amiga que nos conduce hasta allí y teniendo la certeza de que Él quiere siempre curar nuestras cegueras.

Es el milagro que Jesús realiza en cada uno de nosotros para hacernos capaces de reconocer su presencia en los signos eucarísticos, en sus palabras y en la entrega de su vida en la Cruz.

El telón de fondo de este pasaje es el camino que Cristo recorre desde Galilea hasta Jerusalén, donde le espera la muerte (Marcos 8,27; 9,30-33; 10,1-17-32). Es el camino de la Cruz. 

No podemos entender el seguimiento de Jesús sólo por medio de la enseñanza teórica de su mensaje, sino por medio de un compromiso práctico, caminando con él por el camino del servicio, desde Galilea hasta Jerusalén. 

Imagen relacionadaNo podemos caer en el error de Pedro, es decir, desear un Jesucristo glorioso sin cruz, o nunca entenderemos nada, nunca veremos nada y nunca llegaremos a tener la actitud de un verdadero discípulo. 

Continuaremos ciegos, viendo árboles caminando, en lugar de personas (Marcos 8,24). Pues sin la cruz es imposible ver con nitidez, es decir, entender quién es Jesús y qué significa seguir a Jesús. 

El seguimiento a Cristo es el camino de la entrega, del abandono, del servicio, de la disponibilidad, de la aceptación, de la donación. La cruz no es un accidente que ocurre por el camino, ¡forma parte del camino! 

En un mundo que gira en torno al egoísmo y el hedonismo, el amor y el servicio sólo pueden existir en la cruz, en el sufrimiento y en la entrega. No podemos servir "cómodamente" desde nuestra aldea. Sólo saliendo de ella para dar la vida por otros, sólo haciendo de nuestra vida un camino de entrega a los demás, encontraremos la visión que Dios quiere darnos. Encontraremos nuestro destino, al que todos estamos llamados.

Sin embargo, una vez que hemos dejado nuestras erróneas certezas, nuestras falsas seguridades y comodidades, una vez que nos hemos dejado coger de la mano y tocar por Jesús, con qué facilidad dejamos el camino de la cruz y nos volvemos a "Betsaida", al lugar de nuestras cegueras. Con qué facilidad volvemos a instalarnos en nuestras rutinas y comodidades, en nuestra falta de motivación o en nuestra falta de radicalidad en el seguimiento de Cristo.

"No vuelvas a la aldea", le dice Jesús al ciego recién curado. "Vete a casa". ¡Nos está hablando a nosotros! Quiere que acudamos a ese espacio interior donde se produce el milagro del encuentro con el Maestro, que ofrece Luz que ilumina nuestras tinieblas, que nos indica el camino.

Pero además de "abrirnos los ojos", Cristo nos ofrece un ejemplo para ayudar a otros “ciegos” a cruzar la calle, a través de la acogida, la proximidad y el cariño, cuando dice “le llevó de la mano”.  Jesús nos lleva con delicadeza y sin quebrantar nuestra libertad para que enseñemos a otros que, aunque el camino es cuesta arriba (nunca mejor dicho) hacia el calvario, la recompensa merece la pena.
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Se trata de que veamos para que ayudemos a otros a "ver" pero también cuidando los gestos, las actitudes, los modos. Y si es necesario, volver a empezar cuando en nuestro servicio, no encontremos el resultado esperado como Dios hace con nosotros mismos.

“Le puso otra vez las manos en los ojos”.  ¿Cuántas veces nos vuelve a poner las manos en los ojos para que veamos? ¿Cuántas veces nos volvemos hacia atrás por tratar de evitar el sufrimiento? 

Jesús nos coge una y otra vez de la mano suavemente, delicadamente, para que no tengamos miedo, para que estemos tranquilos y seguros, para que perseveremos y no nos rindamos ante los primeros obstáculos.

Su propósito es llevarnos al cielo.

¿Me id
entifico con el ciego al que llevan a Jesús? o ¿soy el que lleva al ciego a Jesús? 

¿Mi encuentro con las personas me lleva a ser cercano y acogedor, a descubrir sus necesidades, a ayudarles, a acompañarles...? 

¿Me doy cuenta que en muchas situaciones he estado ciego y no lo reconozco? 

¿Soy consciente de que por mi mismo no hubiera podido curar mi ceguera?

¿Me doy cuenta que el Señor actúa para "sacarme de mi aldea", para que sea consciente de mi “ceguera” y curarme? 

Y cuando recupero la vista, quedo curado y veo con claridad ¿siento que el Señor ha actuado en mí?

¿Veo o prefiero continuar ciego?

viernes, 16 de septiembre de 2016

LA ACEDIA, EL OCTAVO PECADO CAPITAL

"Nada te turbe, nada te espante,
quien a Dios tiene, nada le falta.
Nada te turbe, nada te espante,
sólo Dios basta"
 
La Acedia es la pereza espiritual, es una tristeza por el bien, por el bien de Dios. Es una incapacidad de alegrarse con Dios y en Dios, que nos rodea por todas partes, que brota y abunda sin que la nombremos.

La palabra acedia procede del latín “acidia” y tiene relación con la acritud, la acidez. Pero viene a su vez de la palabra griega άκηδία (akedía) utilizada como la falta de piedad, una ceguera, una falta de consideración, una falta de amor hacia a quien se debería honrar y amar.

De la acedia apenas se habla, raramente se nombra, no aparece en la lista de los pecados capitales, aunque encaja perfectamente dentro del pecado capital de la envidia. Es una envidia, una envidia contra Dios y contra todas las cosas de Dios, contra la obra misma de Dios, contra la creación, contra lo sagrado... Es por lo tanto un fenómeno demoníaco opuesto al Espíritu Santo.

Hoy, la acedia acecha continuamente el alma del individuo, de la sociedad y de la cultura. Es la ceguera ante el bien, la indiferencia ante lo divino, la ingratitud y frialdad ante un Dios de amor.

Se presenta, al principio, como una tentación, que se puede convertir en pecado, pues si se convierte en un hábito, hay una facilidad para actual mal, para pecar por acedia, por entristecerse por las cosas divinas.

¿Qué dice la Iglesia acerca de la acedia? 

El catecismo de la Iglesia Católica nos presenta a la acedia entre los pecados contra la caridad, contra el amor a Dios:

  • Indiferencia. Mostrada por aquellos que no les importa Dios, los agnósticos que dicen que no saben si Dios existe o no y no les interesa profundizar el tema, se presentan como indiferentes ante el hecho religioso, ante Dios, ante la Iglesia, ante los santos, ante todas las cosas santas, ante los sacramentos, no les dicen nada los sacramentos, son indiferentes. Quien conoce el bien de Dios no puede ser indiferente.
  • Ingratitud. Falta de agradecimiento ante Dios a quien le debemos tantas bendiciones: la creación, la Tierra, la familia, el amor, por todas las cosas que hacen hermosa la vida. Ante el autor del bien, ¿cómo uno puede ser ingrato con Él, que tanto nos ha dado? Es un pecado contra el amor. Quien conoce a Dios no puede ser ingrato porque le reconoce.
  • Tibieza. Incluso amando a Dios, se tiene una fe tibia, fría, sin ganas. Como dice el libro del Apocalipsis “porque no eres frío ni caliente estoy por vomitarte de mi boca”. ¿Quien, ante el abrazo amoroso de Dios, puede permanecer impávido, frío, distante?
  • Acedia. La tristeza por las cosas divinas, por ir a misa, por disfrutar de las cosas de Dios. Aturdidos y a merced de las falsas alegrías del mundo, con tristeza en el alma, con carencia del bien supremo. El alma sin Dios se entristece porque los gozos y alegrías mundanas que no acaban de saciar la sed de Dios y por lo tanto se sumerge en la depresión. La gente se agita buscando la felicidad en los bienes terrenales, el mundo promete que el bienestar produce la felicidad, porque el bienestar es siempre transitorio. Necesitamos un bien que nos haga felices incluso cuando estamos mal, incluso en medio del malestar. Y ese bien sólo viene de Dios.
  • Odio a Dios, ¿cómo es posible llegar a odiar a Dios? Todos estos pecados contra el amor a Dios bloquea en los corazones el acceso de la felicidad, a la dicha, a la bienaventuranza que comienza aquí en la tierra: el amor de Dios. El odio a Dios es una consecuencia última de la acedia porque cuando uno no conoce el bien de Dios, es indiferente, desagradecido o tibio en el amor culmina viendo a Dios como malo, la auténtica visión satánica de que Dios es malo.
Consecuencias

Las consecuencias de la acedia, al atacar la relación con Dios, conlleva consecuencias desastrosas para la vida moral y espiritual, disipando todas las virtudes: la caridad, la esperanza, los bienes eternos, la fortaleza que viene del Señor, se opone a la sabiduría, al sabor del amor divino, y sobre todo se opone a la virtud de la religión que se alegra en el culto, se opone a la devoción, al fervor, al amor de Dios y a su gozo. 

Sus consecuencias se ilustran claramente por sus defectos: el vagabundeo ilícito del espíritu, la pusilanimidad, el desánimo, la torpeza, el rencor, la malicia, la corrupción de la piedad moral.

Origina males en la vida social, en la convivencia , la detracción de los buenos, la murmuración, la descalificación, la burla, el chisme, las críticas y hasta las calumnias.

El papa Francisco nos aconseja orar y reconocer a Dios como nuestro Padre, para combatir al demonio, que utiliza la resignación, la desgana y la acedia como sus principales armas: 

"Dios nos ha invitado a participar de su vida, de la vida divina, 
ay de nosotros si no la compartimos, 
ay de nosotros si no somos testigos de lo que hemos visto y oído, ay de nosotros. 
No somos ni queremos ser funcionarios de lo divino, 
no somos ni queremos ser nunca empleados de Dios, 
porque somos invitados a participar de su vida, 
somos invitados a introducirnos en su corazón, 
un corazón que reza y vive diciendo: Padre nuestro" 
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