¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.
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lunes, 12 de agosto de 2024

MEDITANDO EN CHANCLAS (13): ¿DIOS, CULPABLE DEL MAL?

"Sabemos que a los que aman a Dios
todo les sirve para el bien;
a los cuales ha llamado conforme a su designio"
(Rom 8,28)

El hombre, desde la Antigüedad, se ha acercado siempre a la divinidad con fascinación, consciente de su debilidad y sintiéndose pecador e ínfimo ante lo Absoluto. 

Sin embargo, en la actualidad, el hombre ha invertido los papeles: ha desbancado a Dios de su trono de grandeza, del sillón de la sabiduría y de la justicia, y le ha sentado en un banquillo de los acusados. 

El hombre de hoy, convertido en juez absoluto, sospecha de Dios, le señala y le culpa del mal y del sufrimiento de los inocentes. Le pide cuentas e incluso, le niega un abogado defensor. 

Culpar a Dios es poner el universo del revés, es la anti-creación. En el principio, Dios creó todo bueno (Gn 1,31), pero el hombre, en un mal uso de su voluntad y de su libertad, y engañado por el enemigo de Dios (el primero que culpó a Dios), cayó en el pecado (Gn 3,6) culpó a Dios: "La mujer que me diste como compañera me ofreció del fruto y comí» (Gn 3, 12) y sufrió las consecuencias (Gn 3,16-19): al romperse la armonía de la creación, surgió el desequilibrio, el caos, el mal, el dolor y el sufrimiento pero el hombre cuando se ve desbordado por sus actos o por las circunstancias, culpa siempre a Dios.
El mal no es una creación de Dios (ontológicamente, el Bien Supremo no puede ser al mismo tiempo el Mal Supremo). El mal no tiene entidad propia: es la ausencia del bien. Cuando pecamos, es decir, cuando nos alejamos del Bien Supremo que es Dios,...sobreviene el caos. 

Eso, precisamente es lo que, teológicamente, significa el pecado y el infierno: el alejamiento de Dios, ya sea momentáneo o eterno. Y por tanto, alejarse del Bien no puede ser culpa del Bien, sino de la ausencia de éste.

Para devolver la armonía original de la creación, la Eternidad irrumpió en el tiempo y el espacio, y Dios se encarnó en un hombre de la Jerusalén del siglo I, pero los fariseos le acusaron de blasfemia (Mt 26,65) y le condenaron a muerte: "Conviene que uno muera por el pueblo, y que no perezca la nación entera(Jn 11,50). 

Dios, el Legislador, es el primero que se somete a las consecuencias de la ley del libre albedrío del hombre, autoimpuesta por Él mismo como muestra de su incuestionable bondad y amor infinito hacia su criatura. 

El Creador del hombre se hace hombre para pagar las consecuencias del mal de toda la humanidad pecadora. Uno por todos: "Cristo murió por todos, para que los que viven ya no vivan para sí, sino para el que murió y resucitó por ellos" (2 Cor 5, 14).

Culpar a Dios del mal y del sufrimiento es como si el ladrón culpara a la víctima de su delito por no habérselo impedido; es como si la estatua culpara al escultor de haberla esculpido; o como si el hijo culpara al padre de sus malos actos por haberle engendrado:
"¡Ay del que pleitea con su artífice, siendo una vasija entre otras tantas! ¿Acaso le dice la arcilla al alfarero: “Qué estás haciendo. Tu obra no vale nada”? ¡Ay del que le dice al padre: “¿Qué has engendrado?”, o a la mujer: “¿Qué has dado a luz?”! Esto dice el Señor, el Santo de Israel, su artífice: “¿Me pediréis cuenta de lo que le ocurre a mis hijos? ¿Me daréis órdenes sobre la obra de mis manos?" 
(Is 45,9-11)
Los filósofos racionalistas e ilustrados del s. XVIII (Hume) culparon a Dios de impotencia, por no ser capaz de evitar el mal, o de maldad, porque siendo capaz, no lo evita. El caso es culpar a Dios, haga algo o no haga nada. Es, racionalmente, un argumento inválido porque si Dios le concede libre albedrío al hombre ¿cómo Dios va a quebrantar esa libertad y actuar en contra de ése?. 

Los fariseos y los jefes judíos culparon a Jesús de expulsar demonios con el poder del jefe de los demonios (Mt 9,34): El caso es culpar a Dios, haga algo o no haga nada. Es, teológicamente, un argumento inconsistente porque si expulsar demonios es hacer el bien y éstos son el mal ¿cómo Dios va a provocar y utilizar al mal para hacer el bien?.

En el fondo, son excusas, pretextos y justificaciones para negar con la razón la existencia de Dios; el Diablo quiere imponer con engaño y maldad al hombre el ateísmo, aunque el mismo tiene la certeza de la existencia de Dios. 

Dice san Juan que Dios es amor (1 Jn 4,8) y san Pablo que el amor es benigno; no se irrita; no lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad (cf 1 Co 13,4-6). Si Dios es amor y el amor es bueno, justo y veraz ¿puede Dios ser el culpable del mal?

Añade san Juan en varios pasajes de su Apocalipsis que Dios no sólo no es el culpable del mal sino que lo limita (Ap 6,6.8; 7,3; 8,7-12; 9,4-5.10.15) porque si no lo hiciera, el hombre sucumbiría ante el gran poder destructivo del mal. 

Los cristianos tenemos la absoluta certeza de que Dios no envía castigos, ni desgracias, ni enfermedades, ni muertes, ni cataclismos, ni terremotos, ni huracanes, ni guerras, ni terrorismo, ni hambre... sino que todo ello son las consecuencias de la ruptura de la armonía creacional, de la perturbación que el caos provoca en el orden natural, del quebrantamiento del equilibrio establecido por Dios que el Mal ocasiona (cf 1 Jn 3,4).

El libro sapiencial de Job muestra la procedencia del mal, su autor (el Diablo) y su acción perversa, al mismo tiempo que manifiesta la condición autoimpuesta por el Bien así mismo para establecer su alianza con el hombre: el libre albedrío.

En conclusión, Dios no es el culpable del mal porque el Amor no coacciona, no impone, no chantajea, no violenta ni quebranta jamás; porque el Bien no puede hacer el mal, no puede provocar dolor ni ser el culpable del sufrimiento.

El Bien no puede hacer nada de eso, porque no puede negarse a sí mismo, no puede ir contra su propia esencia. Es el Mal el que sí puede, porque es la negación del Amor y la ausencia del Bien.

JHR

domingo, 6 de junio de 2021

TOBÍAS: EL JUSTO ES PROBADO EN LA TRIBULACIÓN

"Si os volvéis a él de todo corazón 
y con toda el alma, 
siendo sinceros con él, 
él volverá a vosotros 
y no os ocultará su rostro. 
Veréis lo que hará con vosotros, 
le daréis gracias a boca llena"
(Tob 13,6)

Durante esta 9ª semana del tiempo ordinario hemos estado leyendo el libro histórico (y al vez, sapiencial) de Tobías (latín) o Tobit (griego), judío piadoso de la diáspora, temeroso de Dios, cumplidor de la Ley y bienhechor de su familia y de su pueblo, en el que se muestra un camino de perseverancia y fidelidad del justo en el sufrimiento, y un itinerario de fe para los esposos, en la elección del cónyuge dentro de la "familia cristiana", y para las familias, en la unidad y alegría dentro de una "casa cristina".
 
A través de la metáfora bíblica del "camino" (andar por el camino de la verdad y la justicia es vivir según la Ley de Dios) se nos muestra cómo, muchas veces, el mal y el dolor se ceban con el fiel y el compasivo, pero al que la justicia divina salvaguarda con la protección angélica y recompensa su virtud y fe con bendiciones abundantes "como el oro se prueba en el fuego, así el justo es probado en la tribulación" (Pro 17,3; Sab 3,5-6; Eclo 2,5; 1 Pe 1,6-7).

¿Cómo es posible que Dios permita que el sufrimiento del justo? La Providencia actúa en la vida de cada hombre, de cada familia cristiana, en la medida en la que nosotros colaboramos con Dios poniendo los medios a nuestro alcance para llevar a cabo la virtud en nuestro "caminar". Dios permite el sufrimiento y la tribulación, no para que comprendamos el sentido de la desgracia sino para que recurramos en oración personal a Su misericordia y nos abandonemos en sus manos con confianza y sin desesperación.

El drama de Tobit
Como Job, Tobit es privado de todos sus bienes pero no maldice al Señor (Job 1,8-22;Tob 1,20-2,1). Es probado físicamente, con la ceguera (2,9-10) y moralmente, con los reproches de su mujer (2,11-14) pero tampoco peca con sus labios (Job 2,3-10). 
Los reproches de Ana (como los de los amigos de Job) ponen en evidencia la extendida creencia popular judía de que la desgracia era la consecuencia de algún pecado (Tob 3,3-4; Ex 20,5; 34,7; Nm 14,18; Dt 9,5; Ez 18,20; Lc 13,2; Jn 9,2-3). 

Tobit, como Job, como Jonás y también como Sara, la prometida de Tobías, pedirá la muerte en momentos de debilidad como liberación al sufrimiento. Sin embargo, a través del diálogo con Dios, de la oración suplicante y confiada, responderá con la aceptación plena a la voluntad de Dios.

El drama de Sara
El drama de Sara se presenta de forma paralela al de Tobit y todo sucede simultáneamente "en aquel mismo día", es decir, el día en que Tobit oyó las injurias de su mujer (2,14). Sara sufre injurias, insultos y oprobios inmerecidos que la achacan la muerte de sus siete maridos.  Sus sentimientos de desgracia son más profundos que los de Tobit (3,1) y también la ponen al borde del suicidio.

Como Tobit, Sara busca la muerte. Se dirige a un lugar apartado, solitario, y sube al piso superior de la casa de su padre, como metáfora de la oración, donde se siente segura (cf. Judit 8,4). Allí, le ruega a Dios que disponga de su vida y la libere de su desolación. Es allí, en su noche oscura, en su oración confiada, donde encuentra el desahogo del corazón atribulado, el sosiego del alma fiel y la serenidad del espíritu virtuoso. 

En el mismo momento (3,11), con una triple invocación, bendición y petición a Dios, Sara extiende las manos hacia la ventana, hacia la tierra que el Señor ha dado a los padres, abre el corazón y se siente reconciliada, cambia de opinión y halla una alternativa a su situación desesperada.

En ambos dramas se desvela la presencia de Dios, que siempre acompaña al justo. Las oraciones de Tobit y de Sara son escuchadas favorablemente por el Señor que envía a uno de sus 7 ángeles principales, a san Rafael ("Dios cura" o "medicina de Dios"), para que acompañe a Tobías, libere a Sara y cure a Tobit.

Satanás, burdo imitador de Dios, había enviado a uno de sus 7 demonios malignos, a Asmodeo (del persa Aeshma Deva, "demonio de la lujuria", y del arameo shmd, "destructor, aniquilador"), para hacer sufrir y padecer a Sara (de forma parecida a cómo el diablo hizo con Job), y había dejado a Tobit inmerso en las tinieblas de la ceguera.

El viaje de ida  y vuelta
Tobit envía a su hijo Tobías de Nínive a Ecbátana y de allí, 350 kms hasta la lejana Ragués, en Media, para recuperar un depósito de diez talentos de plata que dejó en casa de un familiar, Gabael. Pero se trata de una excusa para organizar este largo y arriesgado viaje de ida y vuelta para que su hijo se despose con Sara, su prima. Antes de partir, le dará una serie de avisos y consejos morales sobre la conducta apropiada de un creyente y sobre su trato hacia los demás. 

Paralelamente, Dios responde las plegarias de los justos enviando al arcángel san Rafael, que le espera en la puerta de su casa y a quien Tobías contratará como experto guía y  acompañante idóneo, porque conoce bien todos los caminos y la casa de Gabael (5,6), para que le proteja y garantice el éxito del viaje.
La intervención de la Providencia divina no sólo hará que el ángel acompañe al joven Tobías en su viaje sino que, además, realizará la curación de su padre Tobit y la de su prima Sara, a quien ha escogido para que sea su esposa. 

El ángel Rafael revela a Tobías que Sara está destinada para él desde siempre. Es una profesión de fe en la providencia eterna de Dios sobre sus elegidos. Tobías salva a Sara y con la unión de ambos se cumple el plan divino sobre ella. Esta unión representa la alianza entre Dios y el hombre, el matrimonio entre Cristo y su Iglesia, las bodas entre el Cordero y la Novia. 

En Ecbátana suceden cuatro importantes acontecimientos: el contrato de matrimonio firmado por Ragüel y Edna, padres de Sara (7,1-14); la curación de Sara en la noche de bodas mediante un "exorcismo" (7,15-8,18); el banquete nupcial al día siguiente y que dura catorce días en  Ecbátana (8,19-21), y, por último, la recuperación del dinero depositado en casa de Gabael (9,1-6). 
Dos de las tres misiones encomendadas por Dios a Rafael están cumplidas: la liberación del demonio, y la boda de Sara y Tobías. Ahora comienza el viaje de vuelta de Ecbátana a Nínive para completar la última misión, anunciada casi desde el principio (3,17): la recuperación de la vista de Tobit.

El ángel Rafael convence a Tobías para que se adelanten, puesto que la llegada de Sara es el comienzo de una nueva vida. Por tanto, deben anticiparse para "preparar la casa" y, sobre todo, curar a su padre Tobit de la ceguera con la unción de la hiel del pez, para que pueda ver a Sara y el gozo sea completo.

El recibimiento de Tobías
La vuelta de Tobías a Nínive es el punto ágido del libro: la alegría de Ana al recobrar a su hijo se une a la luz de su padre, al recuperar la vista. Para ambos, es un "volver a vivir", un "resucitar", un "volver de la oscuridad a la luz".

Ana, quien "día tras día se asomaba al camino por donde su hijo había marchado" (Tobías 10,7), al ver a su hijo, se lo comunica primero a Tobit como acto de reconciliación por las disputas que habían tenido con la marcha de su hijo. 

Ana, quien "acudió corriendo y se abrazó al cuello de su hijo (Tob 11,9), nos traslada a la escena del regreso del hijo pródigo a la casa del Padre "cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio y se le conmovieron las entrañas; y, echando a correr, se le echó al cuello y lo cubrió de besos" (Lc 15,20) y a la del regreso de José a la casa de su padre Jacob: "al verlo se le echó al cuello y lloró abrazado a él" (Gn 46,29).
Ana, quien, mientras abraza y besa a su hijo amado, dice: "Te he visto, hijo mío. Ahora ya puedo morir" (Tob 11,9) nos traslada a las palabras de Simeón en la presentación de Jesús en el templo de Jerusalén "Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Porque mis ojos han visto a tu Salvador" (Lc 2,29-30), y a las palabras de Jacob a José: "Ahora puedo morir, después de haber contemplado tu rostro y ver que vives todavía" (Gn 46,30).

Tobías, después de ser recibido por Ana, llega corriendo a la puerta de la casa de su padre y le cura de su ceguera. Tobit se echa a su cuello y entre lágrimas, exclama: "Te veo, hijo, luz de mis ojos (Tob 11,13).

El recibimiento de Sara
Tras el regreso de Tobías, éste le cuenta a su padre el éxito de su viaje: trae el dinero y se ha casado con Sara, la hija de Ragüel. 

Tobit, lleno de gozo y alabando a Dios, sale hacia la puerta de la ciudad, al encuentro de su nuera, la recibe con los brazos abiertos y la bendice solemnementeYa en la puerta de la casa, Tobit invita a Sara a que tome posesión de su nueva casa.

Se celebra en casa de Tobit la fiesta de bodas de su hijo, a la que todos los judíos de Nínive están invitados a participar de la alegría de esta familia, que ha pasado de la tristeza de la prueba al gozo pleno que se hace universal.

La revelación de Azarías
Una vez terminados los festejos nupciales, la misión del ángel Rafael ha concluido y es necesario ajustar cuentas. Todo ha salido mucho mejor de lo previsto y Tobías cree que su compañero de viaje, Azarías, merece mucho más de lo pactado porque ha sido un guía perfecto en el viaje de ida y vuelta, le ha librado del pez que quería devorarlo, ha sanado a su mujer y la ha liberado del demonio, ha colmado de alegría a sus padres, ha cobrado el dinero de Gabael,  ha devuelto la vista a Tobit y ha llenado de gozo y bendiciones a toda su casa. 

Pero Rafael se lleva a los dos en secreto y les habla con autoridad. Les invita a bendecir y agradecer a Dios, a reconocer su grandeza y a manifestar con valentía a todos los hombres lo que Dios ha hecho en sus vidas.
El ángel del Señor ha unido la tierra con el cielo, intercediendo y presentando ante el Señor las plegarias de los atribulados que acuden con sinceridad a Dios. El sufrimiento es la prueba a la que Dios somete a todos los justos para acrisolarlos, para purificarlos. No es nunca un castigo por sus malos actos. 

Rafael les revela su identidad: "Yo soy Rafael, uno de los siete ángeles que están al servicio del Señor y tienen acceso a la gloria de su presencia(12,15). La reacción de los personajes ante el hecho sobrenatural es la misma que en todos los casos que aparecen en la Palabra de Dios: Los dos hombres, llenos de turbación y temor, se postraron rostro en tierra (12,16). y las palabras tranquilizadoras del ángel también: "No temáis. Tened paz" (12,17).

Antes de desaparecer de su vista y elevarse al cielo, el ángel del Señor les conmina a bendecir, a alabar y a agradecer siempre a Dios y a contar lo que el Señor ha hecho en sus vidas. Es una escena que anticipa el pasaje de la Ascensión del Señor a los cielos ante los apóstoles.

A través de Tobit y de Tobías, el ángel del Señor nos dice toda la verdad nos abre los ojos del alma para que podamos comprender y descubrir la acción providencial de Dios en nuestras vidas, cómo es la mano de Dios la que nos guía, tanto en los momentos de oscuridad y de tinieblas como en los de luz y de gozo.