"Porque no nos predicamos a nosotros mismos,
sino a Jesucristo, el Señor;
nosotros somos vuestros siervos por amor de Jesús.
Pues el mismo Dios iluminó nuestros corazones
para que brille el conocimiento de la gloria de Dios,
reflejada en el rostro de Cristo.
Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro,
para que aparezca claro que esta pujanza extraordinaria
viene de Dios y no de nosotros."
(2 Corintios 4,5-7)
Dios, en su bondad infinita, ha querido comunicarse con sus dones a toda su creacción y revelarse con sus bienes a sus hijos, los hombres, a través de su Hijo Jesucristo.
En virtud de su Encarnación y Redención, Cristo es la única fuente de la participación en la vida divina. Nada hace Dios sino mediante su Hijo el amado, en quien se complace.
El Señor ha querido, a su vez, transmitir su amor por nosotros a través de la llama del apostolado, constituyendo su Iglesia y dotándola de una misión: que el hombre enseñe al hombre el camino de la salvación.
Podría haberlo hecho directamente, obrando en las almas, como lo hace en la Eucaristía. Pero ha querido precisamente que sea desde la herida del costado de Cristo en la cruz, desde donde surge la Eucaristía.
Dios ha querido servirse de colaboradores para repartir su gracia a la humanidad. Ha "querido necesitarnos", como muestra de su gran ternura de padre hacia nosotros. Y por voluntad propia encargó este ministerio a su Iglesia, cuando le dijo al discípulo amado:"Ahí tienes a tu Madre" (Juan 19,27)
Un Apostolado jerarquizado
Todo apostolado está perfecta y gradualmente escalonado, y comienza por el clero, cuya jerarquía fue instaurada por el mismo Jesucristo con sus doce apóstoles a quienes envió hasta los confines de la tierra, y después, continuada por ellos, al nombrar obispos y sacerdotes, para que evangelizaran al pueblo de Dios.
Junto al clero, están las órdenes contemplativas y las congregaciones de consagrados que difunden el bien espiritual y corporal a través de la oración, el servicio y la formación.
Y por último están los laicos, esos católicos fervientes, de corazones ardientes tras su encuentro con Jesús, y que aumentan exponencialmente la transmisión del mensaje apostólico del Evangelio, allí donde no llega el resto de la jerarquía.
Una Evangelización protagonizada
Teniendo siempre presente que Dios no hace nada sino mediante Jesús, también nosotros no podemos hacer nada sino mediante Jesús. Cristo, a través del Espíritu Santo, es el protagonista de toda evangelización.
No obstante, existe una tentación peligrosa, la herejía de las obras, que consiste en adueñarnos de la evangelización, ocupándonos de las obras como si Cristo no contase, como si Él no fuera el protagonista de todo apostolado, o como si no fuera el autor de todas las gracias, que nos regala a través de su Espíritu Santo.
Esta herejía de las obras es el activismo febril del hombre, que trata de sustituir la acción de Dios, que ignora la gracia, que obvia la trascendencia, que omite la sobrenaturalidad y que olvidando la oración, aspira a destronar a Jesús por su orgullo vanidoso.
No obstante, existe una tentación peligrosa, la herejía de las obras, que consiste en adueñarnos de la evangelización, ocupándonos de las obras como si Cristo no contase, como si Él no fuera el protagonista de todo apostolado, o como si no fuera el autor de todas las gracias, que nos regala a través de su Espíritu Santo.
Esta herejía de las obras es el activismo febril del hombre, que trata de sustituir la acción de Dios, que ignora la gracia, que obvia la trascendencia, que omite la sobrenaturalidad y que olvidando la oración, aspira a destronar a Jesús por su orgullo vanidoso.
Nuestro Señor, sabedor de nuestra debilidad y fragilidad pecaminosa, pone a nuestra disposición la solución para defendernos del orgullo, pecado por el que entran el resto de los pecados: la vida interior.
Sin la vida interior no es posible la existencia de un alma de apóstol, pues "en vano te entregarás a los demás, si te abandonas a ti mismo".
Sin la vida interior no es posible la existencia de un alma de apóstol, pues "en vano te entregarás a los demás, si te abandonas a ti mismo".
Una Misión interiorizada
La vida interior estructura y edifica toda alma de apóstol. Así nos lo enseñó nuestro Maestro: Treinta años de vida privada en recogimiento, y cuarenta días de desierto en penitencia, demuestran que sin oración no hay evangelización.
La vida exterior es más humana porque nos conecta con los hombres, mientras que la interior es más sublime porque nos conecta con Dios.
La vida activa es agitada y convulsa, mientras que la interior es más segura porque es más reposada y serena.
La vida interior es más rica porque nos muestra la voluntad y nos da la gracia santificante necesaria para afrontar la vida exterior.
La vida interior, por la Eucaristía, atrae hacia el apóstol las gracias y bendiciones de Dios, y le santifica a través del buen ejemplo y del testimonio coherente.
La vida interior infunde en el alma del apóstol una trascendencia sobrenatural para irradiar con elocuencia la fe, la esperanza, la caridad, la bondad, la humildad, la firmeza, la mortificación y la conversión de las almas.
La vida interior infunde en el alma del apóstol una trascendencia sobrenatural para irradiar con elocuencia la fe, la esperanza, la caridad, la bondad, la humildad, la firmeza, la mortificación y la conversión de las almas.
Alma de Apóstol
Toda alma de apóstol está inundada por la luz de Dios e inflamada por Su amor, y así, ilumina con sus reflejos y caldea con su fervor a los demás.
Toda alma de apóstol recibe antes de comunicar la misión que Dios le ha encomendado y está impregnada de su voluntad para establecer el propósito y los medios del apostolado con fe y piedad.
Toda alma de apóstol está libre de ruido y agitación (que hacen muy poco bien), y llena de silencio y escucha atenta (que hacen mucho ruido).
Toda alma de apóstol revela el amor de Dios, por los actos de su vida interior y manifiesta el amor al prójimo, por los actos de su vida exterior.
Toda alma de apóstol tiene "corazón" (vida interior) que late continuamente, y "brazo" (vida exterior) que se mueve cuando se le requiere.
Toda alma de apóstol no separa nunca lo que Dios ha unido: la perfecta unión entre vida interior y exterior, entre vida contemplativa y activa.
Toda alma de apóstol atiende la salvación del prójimo sin menguar la suya, porque el Diablo nos llena de obras, mientras que Dios nos colma de gracias.
Toda alma de apóstol tiene siempre una elección que hacer: la santidad completa o la perversión absoluta, la humildad o la vanidad, la mansedumbre o el orgullo, el altruismo o el esgoísmo.
Toda alma de apóstol se equipa de pies a cabeza antes de lanzarse a la batalla de las obras (Efesios 6):
La vida interior es la armadura del hombre de obras: resiste a las tentaciones y evita las asechanzas del demonio.
Le ciñe de la pureza de intención: concentra en Dios sus pensamientos, deseos y afecciones, y le impide perderese en las comodidades, placeres y distracciones.
Le calza con la discrección y la modestia: armoniza sus obras con la sencillez de la paloma y la prudencia de la serpiente.
Le protege con el escudo de la fe: protege de las falsas doctrinas, del relativismo y de la mundanización.
Le refugia con el casco de la humildad y la oración: reconoce su debilidad y fragilidad, su incapacidad de salvación sin la gracia santificante y aumenta su confianza sobre la que se estrellan los golpes del orgullo y la rebeldía.
Le arma con la espada del Evangelio: robustece su celo conla escucha y meditación de la Palabra, y aumenta su coraje con los Sacramentos, en especial, con la Eucaristía.
Bibliografía:
"El alma de todo apostolado" (Dom. J.B. Chautard, Abad cisterciense)