En nuestro siglo XXI, el individualismo y el frenético ritmo de vida es lo que prima, es lo que "toca", por lo que reunirse en torno a una mesa es, a veces, difícil y complicado pero vale la pena: compartir experiencias de nuestras vidas, nuestros problemas y nuestras dichas crea cálidos vínculos afectivos, de intimidad y cohesión, de complicidad y de bienestar emocional.
El evangelio de Lucas presenta en muchas ocasiones a Jesús comiendo con pecadores y publicanos, en casa de fariseos, y también con los discípulos…
Jesús no hace discriminaciones, come con los "mal vistos", con los más nobles y respetables y también con sus amigos.
En estas cenas, Jesús pronuncia las enseñanzas fundamentales de su Padre, se expresa con palabras, con gestos y actitudes; de hecho, su comportamiento es totalmente polémico, insólito y radical: come con gente impura, algo que no tenía cabida en la tradición judía y mucho menos, en un profeta honorable, en un hombre religioso, en un israelita fiel...
En sus cenas con los fariseos, Jesús pone de manifiesto el valor de la generosidad, de la sencillez, de descubrir la necesidad de ver la realidad con los ojos de las víctimas. Nos muestra la misericordia de Dios, que busca a todos y de una manera preferente, a las personas socialmente estigmatizadas, a los llamados pecadores de la sociedad.
En la tradición del Israel del siglo I, para acercarse a Dios, era necesario separarse de lo profano y someterse a una serie de ritos purificadores.
Pero Jesús cambia el paradigma de la santidad por el de la misericordia: nos muestra que es Dios quien se acerca y busca a los hombres y por tanto, nosotros nos acercamos a Dios, no en la medida en que buscamos la santificación sino en la medida en que mostramos amor misericordioso a los demás, sobre todo, a los más excluidos y los más pobres.
Pero Jesús cambia el paradigma de la santidad por el de la misericordia: nos muestra que es Dios quien se acerca y busca a los hombres y por tanto, nosotros nos acercamos a Dios, no en la medida en que buscamos la santificación sino en la medida en que mostramos amor misericordioso a los demás, sobre todo, a los más excluidos y los más pobres.
Lo que nos separa de Dios no es un abismo metafísico, sino nuestra falta de misericordia. Para Jesús, la pureza consiste en dar a los demás, a los pobres, lo que se tiene, en compartir, en ser generosos...
Jesucristo recrimina a los fariseos que impongan una errónea y onerosa interpretación de las leyes, difícil de cumplir por todos, que agobia y que no resulta liberadora.
Al contrario, Él da a los judíos (y a nosotros también) una interpretación liberadora de la Ley basada en la justicia y el amor: se trata de pasar de la reciprocidad interesada al amor gratuito, a la acogida y a la solidaridad con los demás, sobre todo, con los pobres y marginados.
Al contrario, Él da a los judíos (y a nosotros también) una interpretación liberadora de la Ley basada en la justicia y el amor: se trata de pasar de la reciprocidad interesada al amor gratuito, a la acogida y a la solidaridad con los demás, sobre todo, con los pobres y marginados.
Como en la parábola (cap. 14, 12-24), nos insta a ir a los extrarradios e invitar a los pobres y a los inválidos, a los ciegos y a los cojos, quienes jamás tienen ocasión de participar en un banquete así, en lugar de gente de mayor rango, que se niega a aceptar su invitación o si lo hace, es por compensación o reciprocidad.
En sus cenas con los discípulos, Jesús nos explica que seguirlo a Él pasa por el servicio a los hermanos. Dios quiere ser acogido por los hombres, no porque busque algo de ellos, sino porque quiere sentarlos a su mesa y servirles; es decir, comunicarles su vida y su amor.
En el banquete de Dios, cada uno da según sus posibilidades y recibe según sus necesidades, donde el Señor sirve y los invitados descubrimos con asombro lo que su amor nos tiene preparado.