"Mi alma sólo descansa en Dios,
mi salvación viene de él;
sólo él es mi roca, mi salvación, mi fortaleza;
no sucumbiré."
(Salmo 62, 2-3)
La situación pandémica que sufrimos ha provocado que el mundo se haya detenido. Los gobiernos han decretado las alarmas y los confinamientos de la población. Sectores económicos vitales como la industria, el comercio y el turismo se paralizan. Las facturaciones caen, las empresas cierran. Se suceden miles de regulaciones de empleo y las personas se quedan sin trabajo, sin medios de vida. Los gobiernos adoptan medidas económicas drásticas que vaticinan un futuro crítico.
Los sistemas sanitarios se colapsan. Miles de médicos y sanitarios se contagian. Miles de personas mueren a diario sin remedio, en absoluta soledad y sin poder ser despedidas dignamente por sus familiares.
Ante esta situación, asisto cada día, perplejo y preocupado, al grito egoísta y unánime de muchas personas, de muchos colectivos y de muchas empresas de "Sálvese quien pueda". ¡Es la frase del pánico!
Pánico que lleva al egoísmo más terrible. Cada cual mira por sí mismo, piensa en lo suyo, se preocupa sólo por sus cosas. Miran, piensan y se preocupan, pero no reaccionan. Quizás, se quedan en casa, aplauden y cantan... pero lo cierto es que entran en pánico ante la incertidumbre y la impotencia, aunque todavía no lo reconozcan, porque ni tienen dónde asirse ni saben a Quien agarrarse.
Otros muchos, el pequeño "resto" de la tripulación se mantienen en el barco y, con fe, claman al cielo protección y ayuda: "¿Y no hará Dios justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche? ¿Les va a hacer esperar? Yo os digo que les hará justicia prontamente. Pero el hijo del hombre, cuando venga, ¿encontrará fe en la tierra?" (Lucas 18, 7-8).
¿Encontrará Dios fe en la tierra? ¿Encontrará confianza en las casas? ¿Encontrará amor en los corazones? Desgraciadamente el hombre ha puesto su fe y su confianza en sí mismo, y sólo se ama a sí mismo. Y seguirá haciéndolo. Buscan recursos, investigan remedios y adoptan medidas...pero ¿alguien clama al cielo y pide ayuda a Dios?
Otros muchos, el pequeño "resto" de la tripulación se mantienen en el barco y, con fe, claman al cielo protección y ayuda: "¿Y no hará Dios justicia a sus elegidos, que claman a él día y noche? ¿Les va a hacer esperar? Yo os digo que les hará justicia prontamente. Pero el hijo del hombre, cuando venga, ¿encontrará fe en la tierra?" (Lucas 18, 7-8).
¿Encontrará Dios fe en la tierra? ¿Encontrará confianza en las casas? ¿Encontrará amor en los corazones? Desgraciadamente el hombre ha puesto su fe y su confianza en sí mismo, y sólo se ama a sí mismo. Y seguirá haciéndolo. Buscan recursos, investigan remedios y adoptan medidas...pero ¿alguien clama al cielo y pide ayuda a Dios?
Cuando la tragedia se cierne sobre nuestro barco, en el que nos hemos acomodado, ocupando sus bodegas (donde había provisiones, calor y comodidad), inmediatamente pensamos en abandonarlo, anunciando al resto de la tripulación, con nuestra falta de confianza, que un grave peligro se cierne sobre la nave.
Cuando, en plena tempestad, se producen algunas vias de agua en el casco, lo primero que hacemos es entrar en pánico y huimos. No sabemos hacia dónde, pero queremos huir (aunque no nos movamos). Y lo que no llegamos a comprender, es que nos dirigimos, sin movernos, hacia una muerte segura.
Ahí está nuestro error. Somos como "ratas de barco", que ante las "pruebas" sólo pensamos en nosotros, en nuestras propias circunstancias, en nuestro "yo". Abandonamos el barco de la fe donde podemos estar a salvo, y olvidamos que es el Capitán quien dirige la nave, el Único que puede salvarnos. Es el orgullo.
Y este pánico egoísta y orgulloso es el que nos mantiene tristes y desolados; amparados en la pérdida y en la decepción. Y exactamente igual que lo que el mismo Jesús les dijo a los dos de Emaús, nos lo dice a nosotros hoy: ¡Qué necios y qué torpes sois para creer lo que dijeron los profetas!" (Lucas 24, 25)
Y este pánico egoísta y orgulloso es el que nos mantiene tristes y desolados; amparados en la pérdida y en la decepción. Y exactamente igual que lo que el mismo Jesús les dijo a los dos de Emaús, nos lo dice a nosotros hoy: ¡Qué necios y qué torpes sois para creer lo que dijeron los profetas!" (Lucas 24, 25)
Necios somos por no creer, suponiendo que estamos a salvo en la "bodega" confortable, en nuestro cómodo habitáculo subterráneo, a salvo en nuestra oscura despensa, donde imaginamos tener todo lo necesario para vivir y donde nos mantenemos al margen de los demás, y ajenos a lo que ocurre en el resto de la nave.
Insensatos somos por no creer, endureciendo nuestros corazones, pensando que en nuestra vida no tiene cabida el sufrimiento o los problemas; convenciéndonos que el dolor y el padecimiento es para otros; persuadiéndonos a nosotros mismos que "nada puede pasarnos".
Inteligentes seríamos si creyéramos, si comprendiéramos que no podemos salvarnos a nosotros mismos, si asumiéramos que ni sabemos navegar ni podemos nadar, si admitiéramos que el barco no nos pertenece, que nuestra vida depende del Capitán.
Sensatos seríamos si creyéramos, si aceptáramos que nuestra salvación requiere humildad y dimensión trascendental. ¡Y mucha fe! Sólo así, podremos tomar conciencia de que Dios es el dueño del barco, del mar y de la tempestad.
Nuestro grito unánime debería ser:"Sálvese quien quiera". Porque no se salva quien puede, sino quien quiere. Y quien quiere es quien eleva su mirada a Dios, quien sabiéndose frágil, débil y vulnerable, pone su vida en manos del "Capitán".
Nuestra esperanza no está en esperar que "Unidos lo lograremos", ni en confiar que este mundo se tornará mejor porque lo deseemos sin más, ni en creer que todo será igual y que, cuando pase la tormenta, volveremos de nuevo a nuestras "bodega".
Nuestra fe, nuestra confianza y nuestra esperanza está puesta en el retorno glorioso de Jesucristo. "Querer es poder". El problema es que muchos no quieren.
Nuestro grito unánime debería ser:"Sálvese quien quiera". Porque no se salva quien puede, sino quien quiere. Y quien quiere es quien eleva su mirada a Dios, quien sabiéndose frágil, débil y vulnerable, pone su vida en manos del "Capitán".
Nuestra esperanza no está en esperar que "Unidos lo lograremos", ni en confiar que este mundo se tornará mejor porque lo deseemos sin más, ni en creer que todo será igual y que, cuando pase la tormenta, volveremos de nuevo a nuestras "bodega".
Nuestra fe, nuestra confianza y nuestra esperanza está puesta en el retorno glorioso de Jesucristo. "Querer es poder". El problema es que muchos no quieren.
¡Sálvese quien quiera! es tan sencillo como gritar: ¡Ven, Señor Jesús! Tan fácil como decir: ¡Señor, sálvame, Tú que puedes!
Quien quiere, es capaz de salir de la bodega y subir a cubierta, "arriba"...donde, en oración, puede ver y percibir cómo Dios dirige la nave y se ocupa de todo.
Quien quiere, es capaz de pedir con fe y confianza a Dios, nuestro Capitán, el único que puede navegar en la tempestad, que nos libere de esta situación. Nosotros no sabemos dirigir el barco.
Quien quiere, es capaz de agradecer a Dios que Él mismo es la salvación, que es el Dios de la vida, que es el Amor que sueña con todo lo que ha creado. Incluso, aunque seamos "como ratas".
Quien quiere, es capaz de reconocer y preguntarse: ¿no ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras? para apremiarle y decirle: "Quédate con nosotros, porque recrudece y el mundo va de caída"
Quien quiere, es capaz de reconocer y preguntarse: ¿no ardía nuestro corazón cuando nos explicaba las Escrituras? para apremiarle y decirle: "Quédate con nosotros, porque recrudece y el mundo va de caída"
¡Yo, me quedo en casa!
¡A salvo, en la casa del Señor!