¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.
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viernes, 7 de agosto de 2015

UN PROBLEMA DE SANACIÓN Y DIGNIDAD FILIAL


"Si a uno de ustedes se le cae su burro 
o su buey en un pozo en día sábado,
 ¿acaso no va en seguida a sacarlo?" 
Lucas 14,5

El tema es arduo y delicado. La ley de la indisolubilidad del matrimonio es una ley divina proclamada solemnemente por Jesús y confirmada más de una vez por la Iglesia, al punto que la norma que afirma que el matrimonio rato y consumado entre bautizados no puede ser disuelto por ninguna autoridad humana sino que se disuelve solo con la muerte, es doctrina de fe de la Iglesia.

Los sacramentos tienen como función principal acercar al hombre a Cristo y no convertirse en una barrera infranqueable, aunque a nadie se le escapa que la situación de los divorciados vueltos a casar “contradice objetivamente” el sacramento del matrimonio y la ley de Dios, pero no por ello, deben ser excomulgados ni rechazados por la Iglesia.

La parábola del hijo pródigo es un maravilloso ejemplo del amor misericordioso del Padre, que va más allá de la justicia y que puede añadir algo de luz a la forma de pensar y actuar de nuestro Creador.

El Padre no increpa al hijo, no le pide cuentas, no le rechaza, no le condena ni le expulsa. Ni siquiera le espera sino que sale a su encuentro, va a buscarle y hace una fiesta. Ese es el mensaje misericordioso de Dios. Probablemente, en otro momento posterior, buscará la ocasión para reflexionar y meditar con tranquilidad, pero lo primero es “curar”, “restituir”, “abrazar”.

Nuestro Padre y Creador mira con ojos misericordiosos a los separados y divorciados como sus hijos pródigos.

La Iglesia, con corazón de madre misericordiosa, acoge a todos los hijos de Dios, no repudia a ninguno y busca siempre la salvación de todos ellos.

Si el Señor no se cansa de perdonar, ¿quiénes somos nosotros para hacerlo? La misión fundamental de la Iglesia es “curar” a los heridos y devolverles su dignidad filial. ¿Puede la Iglesia impedirse a sí misma ofrecer la reconciliación con Dios y con los demás? ¿Hay algo más propio de la Iglesia que ser ella misma sacramento de reconciliación? ¿No es también una contradicción afirmar la indisolubilidad y, a la vez, aceptar una excepción en la nulidad?

Urge la necesidad de individualizar y discernir las causas que están en el origen de esta situación tan dolorosa: no es la misma situación la del que sufre la separación que la del que la ha provocado. Y mucho menos culpables son los hijos, resultado de una ulterior unión.

Es vital hacer una pausa, tomar perspectiva y reflexionar cada caso en particular, porque de lo contrario, no sólo no eliminaremos las consecuencias sino que corremos el riesgo de agravarlas. 

Nuestra sociedad está enferma y es preciso hacer un buen diagnóstico para administrar el medicamento correcto que lleve a su curación. 

Ninguno de nosotros, como pecadores que somos, tiene facultad para condenar a otros, sino que el juicio, de hecho, pertenece a Dios. Pero una cosa es condenar y otra es valorar moralmente una situación, para distinguir lo que es bueno de lo que es malo, examinando si responde al proyecto de Dios para el hombre. 

Esta valoración es obligatoria. No debemos condenar, sino ayudar, valorar aquella situación a la luz de la fe y del proyecto de Dios y del bien de la familia, de las personas interesadas, y sobre todo de la ley de Dios y de su proyecto de amor.

La Iglesia debe ofrecer caminos razonables para vivir el Evangelio. Debe hoy acoger con amor a los que han fracasado con o sin culpa. La razonabilidad evangélica no consiste solo en adaptarse a la época, sino sobre todo en ir en busca del hijo pródigo, de la oveja perdida.

En la Palestina de la época de Jesús los fariseos comían entre ellos y despreciaban a los demás. Sin embargo, Jesús optó por compartir la mesa con los pecadores, los pobres y con los mal mirados.
El Papa tendrá que decidir en base a las conclusiones del Sínodo de Obispos el octubre próximo. 

A todos ellos corresponderá meditar lo que el Espíritu quiere decir hoy a la Iglesia.

Oremos por todos ellos.