"El cristiano del siglo XXI será místico o no será"
(Karl Rahner)
Pasado el confinamiento motivado por la pandemia, la Iglesia se enfrenta a varios grandes desafíos que el Cardenal Robert Sarah, precepto de la Congregación de la Liturgia, expresa en una carta dirigida a todos los obispos del mundo: el retorno a la liturgia frente a la secularización, el acercamiento a Dios frente al distanciamiento social, la intensificación de la oración frente a cualquier tipo de actividad pastoral, la perseverancia en la fe frente a la apostasía silenciosa, la obediencia a Dios frente a la sumisión al hombre.
Sin embargo, el "católico cultural" ha sucumbido a la tentación del miedo, sometiéndose al pensamiento temeroso del mundo y dejando de asistir a la Eucaristía, a pesar de que Dios nos repite continuamente: "No temas, porque yo estoy contigo; no te angusties, porque yo soy tu Dios. Te fortalezco, te auxilio, te sostengo con mi diestra victoriosa" (Isaías 41, 10).
El "católico de costumbres" se ha rendido a la tentación de la desesperación, ante la imposibilidad de obtener bienestar individual o satisfacción emocional propia y ha "colgado su hábito espiritual", a pesar de que el apóstol San Pablo nos dice: "nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios, incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda" (Romanos 5,3-5).
El "católico social" se ha sometido a la tentación de la duda y la incertidumbre, negándose a compartir y vivir la fe en comunidad, a reunirse en la casa de Dios en torno a Cristo, a pesar de que Jesús nos asegura: "Si dos de vosotros se ponen de acuerdo en la tierra para pedir algo, se lo dará mi Padre que está en los cielos. Porque donde dos o tres están reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mateo 18,19-20).
Sólo el cristiano místico, esto es, el que ha experimentado un encuentro personal con Jesucristo, ayudado de la Divina Gracia, será capaz de seguir asistiendo a los sacramentos como parte central de su vida, porque para él, la fe es una realidad conscientemente vivida y no meramente practicada.
La Iglesia del siglo XXI se enfrenta a una gran prueba purificadora y definitiva que separará el trigo de la cizaña, en la que muchos renunciarán a la fe mientras que otros la autentificarán:
El "católico de tradiciones" abandonará una fe de "brocha gorda y rodillo", con la que blanqueaba su "religiosidad de pared", sin sobresaltos ni compromisos, bajo una apariencia de un cumplimiento puritano pero sin finura, sin esmero.
Y sólo un "pequeño resto" perseverará con fe de "pincel fino y detalle" en su seguimiento a Cristo, mantendrá su autenticidad cristiana y testificará su coherencia evangélica.
La Iglesia del siglo XXI necesitará santos que caminen "cuesta arriba", con la mirada alegre puesta en el cielo, para hacer la voluntad de Dios en medio de las pruebas y las dificultades, en lugar de mediocres deambulando "por el llano", con la mirada fijada en el suelo de temor, haciendo las cosas a medias o dejándolas a medio hacer.
La Iglesia del siglo XXI necesitará místicos que se dejen esculpir y cincelar por el Espíritu Santo, para que el Señor trabaje en el lienzo de sus almas, el color, el detalle y la belleza, en lugar de tibios que se excusen en el tapiz roto, en el tejido tosco o en la trama defectuosa.
La Iglesia del siglo XXI necesitará fieles que "vivan la fe" desde una experiencia y una relación con Cristo, una conversión personal y un compromiso existencial, en lugar de tibios que "practiquen una espiritualidad sincretista", motivada por una herencia cultural, por un legado costumbrista o por un usufructo tradicionalista que escoge lo que le gusta y desecha lo que le incomoda.
La Iglesia del siglo XXI necesitará cristianos que testimonien con su vida el legado de la Cruz y de la Gloria, teniendo a Cristo en el centro de sus vidas, en lugar de individuos que instrumentalizan a Dios para sus propios fines o deseos.
En resumen, la Iglesia del siglo XXI necesitará una minoría abandonada en la Gracia y sustentada en el Evangelio a través de una experiencia mística, una coherencia de vida y un testimonio de fe.
El cristiano místico es quien vive una fe comunitaria y eclesial, recibida por una experiencia de conversión, es decir, por una decisión personal y consciente por Cristo.