"Si no veis signos y prodigios, no creéis"
(Jn 4,48)
Ocurre que, en ocasiones, algunos pasamos nuestra vida pidiéndole a Dios señales y prodigios para confirmar que nuestras expectativas de vida, nuestros deseos y proyectos de "aquí abajo" coinciden con Su voluntad. Y si no sucede así, se lo recriminamos.
Sin embargo, ¿no deberíamos seguir el ejemplo de la Virgen María, discerniendo y meditando todo en nuestro corazón? (Lc 2,19).
Recuerdo una historia graciosa que me contaron en una ocasión, durante una charla sobre la fe y la confianza en Dios, que viene muy al caso y que decía algo parecido a esto:
Había una vez un hombre muy creyente que no temía nada porque Dios siempre estaría junto a él para ayudarlo en cualquier circunstancia.Un día, se desencadenó una terrible tormenta que provocó grandes inundaciones. Buscó un sitio elevado en el tejado de su casa y esperó a que Dios le salvara.Al poco tiempo, se acercó una lancha de rescate desde la que le dijeron- "Hombre de Dios, agárrese a esta cuerda y le pondremos a salvo".El hombre contestó -"Muchas gracias pero no necesito de su ayuda, Dios me salvará".Y la lancha se marchó.Al cabo de un rato, otra embarcación se acercó, le lanzaron un salvavidas y le dijeron- "Hombre de Dios, sujétese a este salvavidas y le llevaremos a tierra firme".El hombre contestó de nuevo -"Muchas gracias, pero no necesito de su ayuda, Dios me salvará".Ellos insistieron porque la tormenta arreciaba y el agua crecía por encima de las casas, pero el hombre no les hizo caso. Y se alejaron en busca de otras personas.De pronto, escuchó el ruido de las aspas de un helicóptero desde el que le lanzaron una escalera y le dijeron-"Hombre de Dios, agárrese bien a la escala que le tendemos, suba por ella y le pondremos a salvo".Pero el hombre nuevamente contestó -"Muchas gracias pero no necesito de su ayuda, Dios me salvará".El helicóptero se alejó dejando al hombre en una situación tan límite que terminó ahogándose.De camino al cielo, el hombre se encuentra con Dios y le dice: "Señor Dios, yo que siempre he creído en Ti, yo que siempre he confiado en Ti, yo que siempre te he rezado...¿por qué me has abandonado a mi suerte, dejándome morir ahogado?"Dios, con infinita paciencia y ternura le dice -"Querido mío, yo nunca abandono a mis hijos amados.¿Recuerdas la lancha que te dijo que te acercaras para ponerte a salvo? Era YO ayudándote.¿Recuerdas el barco que te lanzó un salvavidas para ponerte a salvo? Era YO ayudándote.¿Recuerdas el helicóptero que te lanzó una escala para ponerte a salvo? Era YO ayudándote.En tres ocasiones fue a buscarte para salvarte y tú decidiste rechazarlas una tras otra. Yo siempre estuve cerca de ti, a tu lado, para ayudarte pero está en ti reconocer las oportunidades que te brindo y aprovecharlas. En contra de tu libertad, yo no puedo hacer nada".
¡Cuántas veces nos cuesta reconocer al Señor! ¡Incluso aunque camine a nuestro lado y nos hable por boca de otros! ¡Incluso cuando las circunstancias son tan evidentes que no cabe otra!
¡Cuántas veces nos empeñamos en instrumentalizar a Dios con el propósito de ponerle a nuestra disposición, para que obre de acuerdo a nuestras expectativas y no según Su voluntad!
¡Cuántas veces pensamos que Dios es el genio de la lámpara maravillosa de la iglesia, que al frotarla, nos concede tres deseos!
Nada de esto es nuevo ni particular de nuestro tiempo. Dios ha obrado siempre así (con amor infinito) desde el principio de la creación a través de sucesivas alianzas con el hombre con las que ha intentado ir preparándolo para su salvación enviándole jueces, reyes y profetas.
Y en la plenitud de los tiempos, "la luz brilló en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió...El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo...Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron" (Jn 1,5.9.11). Jesucristo, Dios encarnado, a pesar de realizar muchos signos y prodigios, a pesar de mostrar su divinidad con palabras y obras...no fue reconocido ni acogido por los suyos (nosotros).
Juan, el "discípulo amado" concluye su evangelio así: "Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que habría que escribir" (Jn 21,25).
Pero el hombre, por vanidad a veces, y por estupidez, otras, ha optado (optamos) casi siempre y en el mejor de los casos, por darle la espalda y mirar hacia otro sitio (al suelo, a nuestro polvo, a nuestra humanidad caída), y en el peor de los casos, (optamos) por crucificarlo.
La confianza no es otra cosa que poner nuestra vida en manos del Señor y lanzarnos sin miedo a sus brazos, de la misma manera que un niño pequeño se lanza en brazos de su padre cuando éste le tiende sus manos al final del tobogán, para recibirlo y sostenerlo.
La autosuficiencia y el orgullo con los que nos esforzamos los hombres en vivir una vida que nos ha sido regalada y que pretendemos manejar a nuestro antojo, son las principales causas que nos impiden muchas veces reconocer, escuchar y confiar en Dios. Incluso, en ocasiones, nos hacen creernos que nuestra fe es firme y sólida.
La confianza no es otra cosa que escuchar y estar atentos a lo que Dios dice y hace -"Shemá, Israel" - (Dt 6). Es así de simple pero nosotros lo complicamos. Dios no se va a aparecer particularmente a nosotros en una zarza ardiente, ni en un carro con caballos blancos, ni rodeado de un coro de ángeles tocando trompetas, ni tampoco en un cartel con luces de neón...
Dios es más sutil y más delicado que todo eso... porque nos ama con locura y porque somos el culmen de su creación. Pero, como dice un amigo mío: "¡Nosotros, no nos enteramos de nada!"
"Bienaventurados los que sin haber visto hayan creído”
(Jn 20,29)