¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.
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sábado, 6 de mayo de 2023

¿CONFIANZA O AUTOSUFIENCIA?

"Si no veis signos y prodigios, no creéis"
(Jn 4,48)

Ocurre que, en ocasiones, algunos pasamos nuestra vida pidiéndole a Dios señales y prodigios para confirmar que nuestras expectativas de vida, nuestros deseos y proyectos de "aquí abajo" coinciden con Su voluntad. Y si no sucede así, se lo recriminamos. 

Sin embargo, ¿no deberíamos seguir el ejemplo de la Virgen María, discerniendo y meditando todo en nuestro corazón? (Lc 2,19).

Recuerdo una historia graciosa que me contaron en una ocasión, durante una charla sobre la fe y la confianza en Dios, que viene muy al caso y que decía algo parecido a esto:

Había una vez un hombre muy creyente que no temía nada porque Dios siempre estaría junto a él para ayudarlo en cualquier circunstancia.

Un día, se desencadenó una terrible tormenta que provocó grandes inundaciones. Buscó un sitio elevado en el tejado de su casa y esperó a que Dios le salvara.

Al poco tiempo, se acercó una lancha de rescate desde la que le dijeron- "Hombre de Dios, agárrese a esta cuerda y le pondremos a salvo".

El hombre contestó -"Muchas gracias pero no necesito de su ayuda, Dios me salvará".

Y la lancha se marchó.

Al cabo de un rato, otra embarcación se acercó, le lanzaron un salvavidas y le dijeron- "Hombre de Dios, sujétese a este salvavidas y le llevaremos a tierra firme".

El hombre contestó de nuevo -"Muchas gracias, pero no necesito de su ayuda, Dios me salvará".

Ellos insistieron porque la tormenta arreciaba y el agua crecía por encima de las casas, pero el hombre no les hizo caso. Y se alejaron en busca de otras personas.

De pronto, escuchó el ruido de las aspas de un helicóptero desde el que le lanzaron una escalera y le dijeron-"Hombre de Dios, agárrese bien a la escala que le tendemos, suba por ella y le pondremos a salvo".

Pero el hombre nuevamente contestó -"Muchas gracias pero no necesito de su ayuda, Dios me salvará".

El helicóptero se alejó dejando al hombre en una situación tan límite que terminó ahogándose.

De camino al cielo, el hombre se encuentra con Dios y le dice: "Señor Dios, yo que siempre he creído en Ti, yo que siempre he confiado en Ti, yo que siempre te he rezado...¿por qué me has abandonado a mi suerte, dejándome morir ahogado?"

Dios, con infinita paciencia y ternura le dice -"Querido mío, yo nunca abandono a mis hijos amados.
¿Recuerdas la lancha que te dijo que te acercaras para ponerte a salvo? Era YO ayudándote.
¿Recuerdas el barco que te lanzó un salvavidas para ponerte a salvo? Era YO ayudándote.
¿Recuerdas el helicóptero que te lanzó una escala para ponerte a salvo? Era YO ayudándote.

En tres ocasiones fue a buscarte para salvarte y tú decidiste rechazarlas una tras otra. Yo siempre estuve cerca de ti, a tu lado, para ayudarte pero está en ti reconocer las oportunidades que te brindo y aprovecharlas. En contra de tu libertad, yo no puedo hacer nada".

¡Cuántas veces nos cuesta reconocer al Señor! ¡Incluso aunque camine a nuestro lado y nos hable por boca de otros! ¡Incluso cuando las circunstancias son tan evidentes que no cabe otra! 

¡Cuántas veces nos empeñamos en instrumentalizar a Dios con el propósito de ponerle a nuestra disposición, para que obre de acuerdo a nuestras expectativas y no según Su voluntad!

¡Cuántas veces pensamos que Dios es el genio de la lámpara maravillosa de la iglesia, que al frotarla, nos concede tres deseos!

Nada de esto es nuevo ni particular de nuestro tiempo. Dios ha obrado siempre así (con amor infinito) desde el principio de la creación a través de sucesivas alianzas con el hombre con las que ha intentado ir preparándolo para su salvación enviándole jueces, reyes y profetas. 

Y en la plenitud de los tiempos, "la luz brilló en la tiniebla, y la tiniebla no lo recibió...El Verbo era la luz verdadera, que alumbra a todo hombre, viniendo al mundo...Vino a su casa, y los suyos no lo recibieron" (Jn 1,5.9.11). Jesucristo, Dios encarnado, a pesar de realizar muchos signos y prodigios, a pesar de mostrar su divinidad con palabras y obras...no fue reconocido ni acogido por los suyos (nosotros).

Juan, el "discípulo amado" concluye su evangelio así: "Muchas otras cosas hizo Jesús. Si se escribieran una por una, pienso que ni el mundo entero podría contener los libros que habría que escribir" (Jn 21,25).

Pero el hombre, por vanidad a veces, y por estupidez, otras, ha optado (optamos) casi siempre y en el mejor de los casos, por darle la espalda y mirar hacia otro sitio (al suelo, a nuestro polvo, a nuestra humanidad caída), y en el peor de los casos, (optamos) por crucificarlo.
La confianza no es otra cosa que poner nuestra vida en manos del Señor y lanzarnos sin miedo a sus brazos, de la misma manera que un niño pequeño se lanza en brazos de su padre cuando éste le tiende sus manos al final del tobogán, para recibirlo y sostenerlo.

La autosuficiencia y el orgullo con los que nos esforzamos los hombres en vivir una vida que nos ha sido regalada y que pretendemos manejar a nuestro antojo, son las principales causas que nos impiden muchas veces reconocer, escuchar y confiar en Dios. Incluso, en ocasiones, nos hacen creernos que nuestra fe es firme y sólida.

La confianza no es otra cosa que escuchar y estar atentos a lo que Dios dice y hace -"Shemá, Israel" - (Dt 6). Es así de simple pero nosotros lo complicamos. Dios no se va a aparecer particularmente a nosotros en una zarza ardiente, ni en un carro con caballos blancos, ni rodeado de un coro de ángeles tocando trompetas, ni tampoco en un cartel con luces de neón...

Dios es más sutil y más delicado que todo eso... porque nos ama con locura y porque somos el culmen de su creación. Pero, como dice un amigo mío: "¡Nosotros, no nos enteramos de nada!"

"Bienaventurados los que sin haber visto hayan creído” 
(Jn 20,29)

jueves, 10 de noviembre de 2022

DIOS NO PIDE RESULTADOS SINO FIDELIDAD

"
Bendito quien confía en el Señor 
y pone en el Señor su confianza. 
Será un árbol plantado junto al agua,  
que alarga a la corriente sus raíces; 
no teme la llegada del estío, 
su follaje siempre está verde; 
en año de sequía no se inquieta, 
ni dejará por eso de dar fruto" 
(Jr 17,7-8)

Vivimos en un mundo resultadista, volátil y deshumanizado que obliga a que cualquier actividad humana gire en torno a la especulación y los cálculos, a la búsqueda desesperada del éxito y el beneficio. 

Nos pasamos la vida "invirtiendo", "calculando", "haciendo números", con el único propósito de "cosechar frutos", de obtener resultados, de ganar "dividendos"...y lo mismo ocurre, a veces, en la vida espiritual.

Cuando mi vida espiritual se convierte en activismo, dejo de "ser" para "hacer", confundo medio con fin, me pongo yo mismo al frente e impido que suceda lo importante: dejarme hacer por Dios. Es la tentación del "yo, a lo mío" o como decía Frank: "I do it my way".

Cuando mi vida espiritual se convierte en resultadismo, me pierdo los matices del camino, dejo de disfrutar del viaje, malgasto energías y descuido mi motivación profunda: dejarme guiar por Dios. Es la tentación del "fin justifica los medios" o como decía Gollum: "Mi tesoro".

Cuando mi vida espiritual se convierte en autosuficienciame separo del agua viva de los sacramentos y el árbol de mi fe se seca y no produce fruto: dejo de estar en presencia de Dios. Es la tentación del "yo puedo solo" o como decía Obama: "Yes, we can".

Cuando mi autosuficiencia me conduce por el activismo resultadista estoy más pendiente de "hacer" que de "dejarme hacer", de "buscar" que de "dejarme encontrar", de los "números" que de la "Letra" que me dice: "Te basta mi gracia: la fuerza se realiza en la debilidad" (2 Cor 12,9). O: "el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada" (Jn 15,5)

Solemos escuchar a menudo a otros cristianos rezar y pedir insistentemente a Dios por los resultados de "su" vida (salud, trabajo, familia, dinero...) o por el éxito de "su" actividad evangelizadora, o por los frutos de "su" retiro...

…es como pedirle al capitán de la barca que reme por nosotros, mientras nosotros nos encargamos de llevar el timón para apuntarnos el mérito de llegar a buen puerto.

...es como pedirle a nuestro padre que estudie por nosotros y nos haga los "deberes" (o el examen) para luego vanagloriarnos de una "buena nota" en el colegio.

La gracia de Dios que produce fruto no se recibe por los méritos ni se basa en los resultados, no trata de currículos ni de capacidades, no va de experiencia ni de veteranía. No se recibe sólo por el hecho de pedirla, ni tampoco porque Dios nos pida resultados...

Para dar fruto no tengo que hacer nadaNo tengo que pedir...tengo dar. Adoptar una actitud confiada y dócil junto a una disposición fiel para recibir la gracia y para saber utilizarla. 
Es hacer lo mismo que hacen las plantas, dirigirse al sol y buscar agua; es hacer lo mismo que hacen los esposos, ser fieles; es lo mismo que hacen los niños, confiar plenamente en su padre. Y nosotros somos los sarmientos de Cristo, la esposa y los hijos de Dios. 

Dice san Agustín: “El que te creó a ti sin ti, no te salvará a ti sin ti". Así es: Dios me ha creado con unos talentos que tengo que poner en funcionamiento, que tengo que poner a "rendir", que tengo que poner al servicio de los demás... "para la gloria de Dios, bien de las almas y mi propia santificación". 

Dios planta en mi la semilla de su Palabra, en mi corazón, en un encuentro con Cristo resucitado, en un retiro espiritual..pero la semilla necesita madurar a través de una vida eucatistia para dar fruto.

Se trata de confiar y no de exigir a Dios, de abandonarme a Su gracia y no de instrumentalizarla, de saberme débil y necesitado de Él; de poner las capacidades que me ha dado al servicio de los demás; y dejar que Dios haga el resto, o sea, todo. O dicho de otra forma: "dejar a Dios ser Dios".

Dios no necesita ser motivado ni interpelado por mí para que se produzca fruto. Es, más bien, todo lo contrario: soy yo quien necesita que Dios me motive para dar fruto. ¿Cómo lo hace? Amándome y esperando que me deje amar por Él. Sólo así maduraré y daré fruto.

martes, 1 de junio de 2021

EL OMBLIGO DE ADÁN (Y EVA)

"Dios modeló al hombre del polvo del suelo 
e insufló en su nariz aliento de vida; 
y el hombre se convirtió en ser vivo"
(Génesis 2,7)

Bromeaba hoy con mis amigos en nuestro chat de WhatsApp y les preguntaba si creían que Adán y Eva tenían ombligo o no. Unos decían que sí, otros que no... otros no se habían parado a pensar ni a preguntarse por ello...

Evidentemente, Adán y Eva no tuvieron madre (ni suegra, ¡menos mal!), ni nacieron en un parto natural ni por tanto, tenían cordón umbilical... porque fueron creados por Dios. Entonces, ¿no deberían poseer unos abdómenes perfectamente lisos y sin agujero?

La cuestión del ombligo de Adán y Eva ha sido discutida y polemizada por distintos teólogos y evolucionistas durante siglos: si no lo tenían, ¿Acaso eran humanos imperfectos? o ¿por qué todos sus hijos sí tenemos? Y si lo tenían, ¿para que les servía? ¿Acaso Dios crea las cosas sin sentido?

Por otro lado, muchos son los cuadros con los que, a lo largo de la historia, el arte pictórico ha representado a nuestros primeros padres, Adán y Eva (Miguel Ángel, Tiziano, Durero, etc.), y en todos ellos aparecen ilustrados con ombligo. El propio Miguel Ángel pintó en la Capilla Sixtina a Adán, creado por el dedo de Dios, con ombligo.
Pensaréis que se me ha ido la cabeza, tratando de reflexionar sobre la relación entre Adán y su ombligo. Pues bien, echando mano de un poco de ironía y sin entrar en fundamentos teológicos, estoy seguro de que Adán y Eva sí tenían ombligo. El ombligo es la cicatriz que nos recuerda que nuestra vida dependió, antes de nacer, de la acción de "otro". 

Estoy convencido de que Dios creó a Adán y Eva con ombligo, no porque quisiera y pudiera (que podría), sino como prueba irrefutable de que, como hijos suyos, dependían absolutamente de Él. El problema fue que ambos "se miraron el ombligo" y pecaron. Sí...Mirarse el ombligo es, sin duda, un hábito autodestructivo, una práctica que llega a ser  "mortal".  

Mirarse el ombligo es una expresión que algunos afirman proviene de la mitología griega, según la cual, Zeus depositó una piedra sagrada con forma ovalada, el omphalós (ὀμφαλός, en griego, ombligo), en el oráculo de Delfos para señalar el centro del mundo. Por ello, esta expresión se utiliza para decir que alguien se cree el centro del universo.

Otros, la atribuyen al Hesicasmo, doctrina y práctica ascética difundida entre los monjes cristianos orientales, los llamados Padres del Desierto, a partir del siglo IV, con el objetivo de encontrar la paz interior. Se trataba de una técnica de meditación acompañada de respiraciones profundas, de forma que al expirar, los monjes dejaban caer la cabeza, dando la impresión de que se quedaban inmóviles, mirándose al ombligo. Por ello, esta expresión también se utiliza para hacer alusión a la (auto) contemplación.

Mirarse el ombligo significa, generalmente, adoptar una actitud narcisista y autocomplaciente, y poseer un pensamiento egocéntrico, victimista y ensimismado
Mirarse el ombligo significa creerse autosuficiente, individualista y "superiormente" libre

Mirarse el ombligo significa poseer una absoluta falta de empatía y de solidaridad, desentenderse de las cosas y de las personas, esto es, no hacer nada por nadie.

Mirarse el ombligo, desde luego, no es una actitud cristiana. No me imagino a Jesús ni a los apóstoles (bueno, a éstos puede que sí) "mirándose el ombligo", preocupándose por ellos mismos y despreocupándose de los demás. Desde luego, Cristo no lo hizo. 

Más bien, el Señor, con infinita misericordia y tierna compasión, miró los ombligos de todos nosotros y, desprendiéndose de su posición divina, se encarnó, y "habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo" (Juan 13,1).

Por tanto, como seguidores de Cristo, debemos dejar de mirar nuestro ombligo y mirar el de los demás, es decir, aceptar y comprender la realidad del prójimo, empatizar con él, ponerse en su lugar, respetarle... para finalmente, amarle. 

De esto "va" mi reflexión sobre el ombligo de Adán...de no "ombligar" a otros a que miren mi ombligo sino invitar a que nos miremos como Dios nos mira... sin imponer, sin violentar, sin quebrantar, sin prejuicios...a que nos miremos con ternura, con misericordia, con amor... como si no tuviéramos ombligo propio...





JHR

lunes, 8 de marzo de 2021

EXCESO DE UNO MISMO

"Confía en el Señor con toda el alma, 
no te fíes de tu propia inteligencia; 
cuenta con él cuando actúes, 
y él te facilitará las cosas"
(Provebios 3,5-6)

Dicen que la depresión es un exceso de pasado, el estrés un exceso de presente y la ansiedad un exceso de futuro. 
Estar depresivos, estresados o ansiosos evidencian una cierta dosis de egoísmo, de ensimismamiento, de exceso de uno mismo. 

Exceso de uno mismo es cuando pensamos que el mundo gira, en todo momento, en torno a nosotros mismos. Es creer que todo depende de nosotros. Es "ego" en demasía. Y, desde luego, no es una actitud cristiana.

Nos estamos refiriendo a una tentación sigilosa, personal y comunitaria, que entra en el corazón, en la Iglesia y que apenas percibimos. Cuando la persona o la Iglesia tiene exceso de ella misma, se autocomplace y se "ensimisma", su mundo se contrae y no deja espacio a Dios. No es capaz de testimoniar su identidad ni de cumplir su misión de abrirse al mundo.
Un cristiano no puede vivir en una "reserva india", en un "gueto". No puede encerrarse en su templo fortificado para vivir un fe individual y exclusiva. Tampoco la Iglesia. Eso no es vivir la fe sino "sobrevivir" a la fe. 

La fe es exógena: o se comparte o se muere. La confianza es inclusiva: o se incorpora o se excluye. La Buena noticia no puede quedarse en "el interior" sino que debe salir al exterior. Pero para eso, primero tiene que "haber entrado".

Dios no puede (no quiere) entrar a la fuerza en mi corazón. Quiere que lo abra de par en par al proyecto que ha pensado para mí, para cada uno de nosotros, en particular, y para el mundo, en general. 

Dios no puede entrar en mi alma si está llena de "yo", si está repleta de un egoísmo que pone el candado en la puerta de mi corazón. Cristo "está de pie a la puerta y llama. Si escucho su voz y abro la puerta, entrará en mi casa y cenará conmigo y yo con él" (Apocalipsis 3,20). 
El Señor no va a derribar mi puerta ni va a entrar si yo no se lo permito. Es su autolimitación con el hombre, es el gran respeto que tiene el Amor a la libertad de la voluntad humana. "El amor no obliga, no exige, no fuerza, no violenta. El amor es paciente, todo lo espera y todo lo soporta" (1 Corintios 13,4-8).

Tener una alta autoestima no es lo mismo que tener exceso de uno mismo. La autoestima es consecuencia de la aceptación del don gratuito y divino que nos hace únicos, insustituibles e irrechazables para ofrecer nuestros talentos a Dios y a los demás. El exceso de uno mismo es consecuencia de la negación del amor que Dios nos tiene para instalarse en la queja y el resentimiento, y erigirse en su propio dios.

Desconfiar de Dios y cerrarle la puerta mientras nos aislamos en nuestro ego significa perder el combate espiritual. Es levantar la "bandera blanca de la rendición" y darle la victoria al Enemigo. Es hacerse semejante a Satanás.

El origen del mal reside en el corazón del hombre que desconfía de Dios. ¡Que se lo digan a Adán! La desconfianza en Dios implica no conocerle de verdad (o peor, no aceptarle), genera vanidad, orgullo y odio e impulsa a apartarse y a alejarse de Él. Le "matamos". Y es entonces cuando nos convertimos en hijo pródigo, en personas desagradecidas y orgullosas que tienen un corazón duro, hinchado y autosuficiente incapaz de amar. Y luego pasa lo que pasa...

El amor implica confianza, y la confianza conduce a la fidelidad. Sin embargo, el mundo nos coacciona para que desconfiemos de Dios. Nos conmina a negarle, a serle infiel y a apostatar de Él, a veces, sin darnos cuenta. Nos seduce con el eterno dilema del ¿y por qué no? Nos engaña con la falacia de hacernos creernos seguros de nosotros mismos, invencibles, dueños de nosotros y de nuestras circunstancias. Nada más lejos de la realidad.

El Imperio nos obliga a rendir culto al éxito individual, al progreso particular, al "yo primero, y después, yo". El Enemigo sabe que el exceso de uno mismo es escasez de Dios, pero los cristianos debemos "menguar" para que Dios crezca en nosotros. Debemos disminuir para que Dios aumente en nosotros (Juan 3,30).

Exceso de uno mismo es engaño a uno mismo. Es distorsión de la propia identidad y deformación de la realidad. Es veneno para el alma y pasto para los lobos. Es un ticket para el sufrimiento y la ruina. 


JHR