¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas pero queremos que nos cuentes las tuyas.
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domingo, 1 de agosto de 2021

MEDITANDO EN CHANCLAS (1): EL PAN DE VIDA

"Yo soy el pan de vida. 
El que viene a mí no tendrá hambre, 
y el que cree en mí no tendrá sed jamás" 
(Juan 6,35)

Comenzamos, como cada año en agosto, nuestras meditaciones paseando con Jesús por la orilla del mar. Hoy, Cristo nos ofrece en el discurso sobre el pan de vida, un “alimento que no perece” (Juan 6,27) que evoca el milagro del maná en el desierto, el alimento material que, aunque sacia momentáneamente, perece y no puede guardarse de un día para otro (Éxodo 16,20).

La multitud sigue a Jesús, no porque haya comprendido el significado del signo (la multiplicación de los panes y los peces), sino porque están saciados. No tienen fe sino interés egoísta y utilizan al Señor para su satisfacción física, para alimentarse sin esfuerzo.

En la Pascua, los judíos recordaban el pan del desierto que el pueblo comía como sustento diario, y aún así, éste no impedía que muriesen. Ahora, Cristo les pide dar un paso más: ¡Quien celebra la Pascua recordando sólo el pan que los padres comieron en el desierto, morirá como todos ellos! 

El verdadero sentido de la Pascua no es el de recordar el maná que cayó del cielo, un pan físico y temporal, sino liberarles de los esquemas del pasado y de los patrones humanos para aceptar a Jesús como el Pan de Vida que ha bajado del cielo.

Los judíos comienzan a murmurar, le muestran hostilidad, dudan de la presencia de Dios en Jesús de Nazaret (Juan 6,41-42) y hacen lo mismo que los israelitas en el desierto (Éxodo 16,2; 17,3; Números 11,1): critican a Jesús porque no aceptan su divinidad. Le ven como el carpintero de Nazaret y se niegan a creer que Jesús es el Hijo divino de Dios y no toleran ni aceptan su mensaje.

En la Eucaristía, ¿me quedo en la superficie del signo? ¿me acerco para "consumir el pan" por tradición, como en el pasado, igual que los judíos, o por un egoísmo material? ¿soy capaz de entender completamente el don que Dios me da? ¿Creo realmente que el propio Jesucristo se hace presente para saciar mi cuerpo y mi alma? 

El signo me interpela: ¿Por qué soy cristiano? ¿Reduzco mi fe a una práctica de normas o al cumplimiento de ritos y tradiciones? ¿Busco agradar a Dios o satisfacer mis deseos? ¿Acudo a Dios sólo cuando necesito algo? ¿Utilizo a Dios? ¿Me aprovecho de Él?

Quizás, yo también "murmuroy pongo objeciones a la Palabra de Dios, y termino negando y rechazando a Cristo porque, en realidad, no quiero aceptar las exigencias que suponen seguir a Jesús. Me basta con "tenerle" para satisfacer mis deseos y mis necesidades. 

En la Eucaristía, Cristo nos invita a ir más allá del signo: ¡Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura! (Mateo 6,33) porque ¡No sólo de pan vive el hombre! (Deuteronomio 8,3). 

Buscar el reino de Dios es creer y confiar en Jesús y decirle: "Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente" (Mateo 16,16)". Es confiar en Cristo y decirle. ¡Danos hoy el pan nuestro de cada día! (Mateo 16,11). Es alimentarse de Él y decirle: "¡Mi comida es hacer la voluntad de mi Padre que está en el cielo!" (Juan 4,34).

Cristo es el auténtico “maná del cielo” que nos alimenta en cada Eucaristía, el “pan nuestro de cada día” que pedimos en cada Padrenuestro, y mientras caminamos por el desierto, por la prueba, le rogamos“¡Señor, danos siempre de ese pan!”

miércoles, 17 de febrero de 2021

CUARESMA: PREPARACION AL PARTO CRISTIANO

"Como la embarazada cuando le llega el parto
se retuerce y grita de dolor,
así estábamos en tu presencia, Señor:
concebimos, nos retorcimos, dimos a luz…
Anda, pueblo mío, entra en tus aposentos
y cierra la puerta detrás de ti" 
(Isaías 26,17-18 y 20)

Hoy, miércoles de ceniza, comienza la Cuaresma, un camino de preparación interior para la Pascua, en el que los cristianos "entramos en nuestros aposentos", en la profundidad del alma, y "cerramos la puerta", al ruido exterior.

Ayer, desnudo en el oasis del Edén, el hombre "concibe" el pecado y la muerte, al dejarse seducir por un falso Esposo: "Mucho te haré sufrir en tu preñez, parirás hijos con dolor, tendrás ansia de tu marido, y él te dominará (Génesis 3,16)

Ahora, vestida de sol en el desierto de Judea, la Iglesia, Esposa fiel del Cordero, está "encinta" gestando una nueva vida, fruto del amor del Esposo verdadero: "Una mujer vestida del sol, y la luna bajo sus pies y una corona de doce estrellas sobre su cabeza; y está encinta, y grita con dolores de parto y con el tormento de dar a luz (Apocalipsis 12,1-2)

La cuaresma es la preparación al parto cristianoes un estado preliminar a la inminencia del dolor y del sufrimiento en el momento del alumbramiento. La cuaresma es maduración e introspección, reflexión y meditación, respiración y discernimiento...es abstinencia generosa, es penitencia alegre, es oración confiada. 
La cuaresma es un desierto purificador, donde recibimos el maná del cielo, la Eucaristía, mientras sudamos en el polvo de nuestra humanidad: "Comerás el pan con sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado; pues eres polvo y al polvo volverás" (Génesis 3, 19).

La Cuaresma son los cuarenta días de lucha contra las tentaciones, los cuarenta días de "diluvio purificador", los cuarenta años de peregrinación. Allí, nos "desembarazamos" de lo material, de lo humano y de lo temporal, nos preparamos interiormente para "alumbrar" al ideal de hombre pensado por Dios y nos abandonamos al poder redentor de nuestro Señor. 

Se acerca la hora del parto, el trance de la Pasión de la cruz. Estamos preocupados, ansiosos y apurados porque llega el dolor y el sufrimiento del parto, pero sabemos que no hay nacimiento sin parto, no hay gracia sin desgracia, no hay vida sin muerte, no hay luz sin cruz"La mujer, cuando va a dar a luz, siente tristeza, porque ha llegado su hora; pero, en cuanto da a luz al niño, ni se acuerda del apuro, por la alegría de que al mundo le ha nacido un hombre. (Juan 16,21).
Gritamos mientras nuestras fuerzas desfallecen, nuestros pensamientos se convulsionan, nuestros corazones desmayan y nuestros deseos se retuercen, presas del terror pecaminoso. Estupefactos, nos miramos el uno al otro, pero con los rostros encendidos de esperanza. Llega el día del Señor para probarnos, convertirnos y extirpar el pecado: "Dad alaridos: el Día del Señor está cerca, llega como la devastación del Todopoderoso. Por eso los brazos desfallecen, desmayan los corazones de la gente, son presas del terror; espasmos y convulsiones los dominan, se retuercen como parturienta, estupefactos se miran uno al otro, los rostros encendidos. El Día del Señor llega, implacable, la cólera y el ardor de su ira, para convertir el país en un desierto, y extirpar a los pecadores" (Isaías 13,6-9).

Nuestras entrañas se estremecen a causa del daño original, la angustia nos horroriza por lo que vemos alrededor, la ausencia de Dios en el mundo nos retuerce el alma. Pero nuestra esperanza se refuerza por lo que escuchamos en Su presencia poderosa, mientras nos arrodillamos ante el altar. 

Nos sobresaltamos por el atardecer que cubre de oscuridad la tierra, mientras nuestra fe nos conduce a preparar la mesa, ante la inminente llegada del Novio: "Por eso mis entrañas se estremecen, angustias de parto se apoderan de mí, me retuerzo por lo que escucho, me horrorizo por lo que veo. Mi corazón vacila, me domina el terror,  el deseado atardecer se me ha convertido en sobresalto. ¡Preparad la mesa, extended los tapices: a comer y beber!" (Isaías 21,3-5).
El desierto preparatorio no es un castigo sino una llamada a la conversión del corazón. La cólera del Señor no es una condena sino una salida de toda esclavitud y el ardor de la ira de Dios no es una sanción sino un camino depurador hacia la libertad de la Tierra Prometida.

Jesucristo nos suplica "Salid de ella, pueblo mío" (Apocalipsis 18,4). Salimos de la ciudad al campo, de la comodidad urbana a la inquietud rústica. Hacemos ayuno, penitencia y oración para huir de las tentaciones y recibir la recompensa prometida, para ser liberados y rescatados de las manos de nuestros enemigos: "Vas a salir de la ciudad, vas a vivir en el campo. Irás hasta Babilonia y allí serás liberada; allí te rescatará el Señor de las manos de tus enemigos" (Miqueas 4,10).

Éramos estériles, pero ahora germinamos en la buena tierra, esperando la hora para gritar de júbilo la resurrección de Cristo"Alégrate, estéril, la que no dabas a luz, rompe a gritar de júbilo, la que no tenías dolores de parto, porque serán muchos los hijos de la abandonada; más que los de la que tiene marido" (Gálatas 4,27).
Nos vestimos con el "morado" penitencial y litúrgico a la espera de que nuestro Señor nos cambie esa indumentaria por las vestiduras "blancas" de su gloria. Sufrimos, expectantes ante el nacimiento de una nueva humanidad gozosa y alegre, que ha sido reconciliada con el sufrimiento de Cristo como testimonio de un amor fecundo.

Ningún dolor es comparable a la gloria que se nos manifestará en la resurrección de nuestro Salvador y que nos traerá nuestra redención: "Pues considero que los sufrimientos de ahora no se pueden comparar con la gloria que un día se nos manifestará. Porque la creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios; en efecto, la creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Porque sabemos que hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo" (Romanos 8, 18-23).

JHR