¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.
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miércoles, 14 de julio de 2021

EL HOMBRE (Y EL SACERDOTE CON ÉL), LLAMADO A LA CONVERSIÓN

"Se ha cumplido el tiempo 
y está cerca el reino de Dios. 
Convertíos 
y creed en el Evangelio"
 (Mc 1,15)

Mientras se publica el nuevo libro del cardenal Robert Sarah, "Al servicio de la verdad", seguimos leyendo y releyendo su anterior libro, "Se hace tarde y anochece", en el que afirma que la Iglesia corre serio peligro porque se ha desmoronado el significado del sacerdocio. Asegura que no es sólo por las abominaciones y abusos cometidos por algunos indignos sacerdotes, sino porque muchos de ellos han puesto su ministerio al servicio de un poder que no procede de Dios.

Aunque el purpurado africano se dirige habitualmente a sus hermanos de ministerio, no cabe duda que también se dirige a todos los bautizados, también consagrados sacerdotes. Sus palabras son duras porque son verdad, y con ellas nos exhorta a no caer en la cobardía y el miedo de san Pedro al renegar de Cristo, ni a sucumbir en la oscuridad de la traición de Judas

Nos invita a vivir una Cuaresma constante y a, mientras esperamos la venida del Señor, escuchar la voz del Espíritu Santo"Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio".

El hombre (y el sacerdote con él) ha dejado de sentirse en peligro. El relativismo imperante en el mundo niega el pecado. Hoy no existe distinción entre bien y mal, entre virtud y pecado. El hombre no siente la necesidad de ser salvado y el sacerdote no siente la necesidad de ser instrumento de salvación. 

El hombre (y el sacerdote con él) se ha mundanizado y ha perdido el sentido de lo sagrado y la trascendencia de Dios. Nos hemos vuelto sordos y ciegos para las cosas de Dios. Hemos olvidado que existe el cielo y nos hemos dejado hechizar por lo palpable, por lo material. Hemos olvidado la oración y hemos dejado de buscar lo divino, en favor del activismo y del materialismo.

El hombre (y el sacerdote con él) se ha dejado atrapar y seducir por el mundo, a pesar de que, como dice San Ignacio, existe únicamente para Dios. Hemos dejado de pasear con Dios cada tarde y nuestra vida se ha paganizado. La luz del mundo se apaga porque Dios ha dejado de ser "lo primero" como consecuencia de que nuestra fe se ha aletargado y nuestra capacidad de reacción se ha anestesiado

El hombre (y el sacerdote con él) ha tratado de instrumentalizar a Dios, acudiendo a Él sólo para satisfacer sus demandas egoístas. Decimos ser cristianos pero vivimos como gentiles. Sólo "nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena". Sólo cuando necesitamos algo, acudimos a Dios. 

El hombre (y el sacerdote con él) ha convertido la oración en un mercadillo de oferta y demanda, en una oficina de reclamaciones. Como niños mimados, no sabemos alegrarnos cuando nuestro padre nos regala algo, sino que nos quejamos siempre porque nunca tenemos suficiente.

El hombre (y el sacerdote con él) se ha dejado llevar por el desaliento ante la dificultad del seguimiento a Cristo. Nos hemos dejado embargar por la sensación, aparentemente estéril, de la oración y hemos dejado de priorizar a Dios, dejando de estar en permanente contacto con Él. 

El hombre (y el sacerdote con él) se ha convertido al espíritu del mundo, cediendo al conformismo ante el pensamiento dominante. "Hemos perdido el norte" y nos dejamos arrastrar por la corriente para ganarnos su aprobación. Nos sumergimos en el oscuro mar mundano y nos ahogamos en él.

El hombre (y el sacerdote con él) ha pretendido hacerse popular y visible en el mundo para buscar su aprobación, olvidando que Jesucristo fue "impopular", rechazado y crucificado. Al llenar nuestro corazón de deseos de reconocimiento, impedimos que Cristo pueda ocuparlo por completo. Hemos olvidado que lo importante es "lo invisible" y no "lo tangible".

El hombre (y el sacerdote con él) está desconcertado y confuso por causa del secularismo. Hemos perdido nuestra identidad y nuestro destino divino al desatender los sacramentos, anunciar la Buena Nueva y la comunión con el resto de nuestros hermanos, para dedicarnos a aspectos sociales, políticos, económicos o ecológicos.

El hombre (y el sacerdote con él) se ha convertido en un funcionario de la fe, aunque no conoce ni cree los fundamentos de la fe. Hemos dejado de ser guardianes y portavoces de la Palabra de Dios. Tenemos muchos papeles, muchas gestiones y muchas reuniones pastorales pero hemos dejado de conducir almas a Dios "yendo, haciendo discípulos y enseñándoles a guardar lo que Cristo nos ha enseñado" (Mt 28,19-20).

El hombre (y el sacerdote con él) ha dejado de "ser" para convertirse en "hacer". Somos "hacedores de cosas" en lugar de ser portadores de luz y de brillo de la Verdad por medio del testimonio personal. Nos hemos adecuado a la sabiduría del mundo y olvidado que los cristianos "no podemos menos de contar lo que hemos visto y oído" (Hch 4,20).

El hombre (y el sacerdote con él) se ha convertido en un "cristiano burgués" y cómodocomo dice Benedicto XVI, instalado en el confort y la seguridad de una fe a la medida que elige qué verdades del Credo creer. Hemos reducido la fe a una filosofía individual, íntima y personal, adaptada a nuestros criterios y que vivimos en silencio. Y cuando hablamos, lo hacemos para lograr aplausos o para que el mundo oiga lo que quiere oír.

El hombre (y el sacerdote con él) se ha convertido en un "hámster" que corre en una rueda que gira y gira pero que no lleva a ningún lugar. Celebramos la liturgia como un evento profano y de "puertas adentro". "Vamos a misa pero no estamos en misa". Y cuando salimos, mostramos una dramática incoherencia entre la fe que profesamos (o que creemos cumplir) y la vida que vivimos.

El cardenal Sarah clama a toda la Iglesia por la urgente necesidad de conversión, para que cambiemos de dirección, rompamos con el pasado, vayamos contracorriente y volvamos al Camino que es Cristo, del que nunca deberíamos desviarnos. 

Implora la escucha de la Palabra de Dios, la voz que resuena en nuestros corazones, mostrando a Cristo que desea permanecer en nosotros, tendiéndonos la mano para iluminar nuestras vidas a lo largo del itinerario hacia nuestro destino final, la casa del Padre. 
Grita en el desierto del mundo para que nos mantengamos firmes, inquebrantables y perseverantes en el mensaje del Salvador, continuado por el invariable Magisterio de la Iglesia y guiado por el Espíritu Santo, a pesar de los criterios contrarios del mundo.

Suplica a todos los bautizados, sacerdotes y lacios, a cumplir con coraje y valentía nuestra misión evangélica de anunciar y testimoniar a Cristo resucitado, de anticipar el cielo en la tierra, apoyados y orientados por la gracia del Espíritu Santo, y confiados en la bondad y misericordia infinita del Padre.

El hombre (y el sacerdote con él) está llamado a "divinizarse", a volver a caminar escuchando al "Peregrino desconocido", que nos devuelve la esperanza e inflama nuestro corazón. A convertirnos en "héroes del cielo en tierra", resistiendo los criterios perversos del mundo y forcejeando con los propios y diciendo:

"Señor, quédate con nosotros porque se hace tarde y anochece"
JHR

viernes, 14 de agosto de 2020

MEDITANDO EN CHANCLAS (14)

"No son dos, sino una sola carne" 
(Mateo 19, 3-12)

Dios, en el principio, crea de dos seres, hombre y mujer, uno sólo, y de uno sólo hace dos, de forma que el uno descubre en el otro un segundo “yo-mismo”, un 'complemento", sin por ello, perder su personalidad, sin confundirse con el otro, sin superioridad del uno sobre el otro.

Este “principio” muestra cuál es la primera identidad humana, nuestra primera vocación y la voluntad inicial de Dios.

Sin embargo, los hombres de todos los tiempos han querido plantear la pregunta sobre el divorcio para poner a Dios a prueba, para rechazar la visión integral del hombre dada por el Creador en el "principio", para sustituirla por concepciones parciales y tendencias actuales, amparándose en su libertad de elección.

La respuesta que Cristo dio a los fariseos (y a nosotros hoy) exige que el hombre, varón y mujer, decida sobre sus propias acciones a la luz de la verdad integral y originaria para vivir una experiencia auténticamente humana: "Lo que Dios ha unido que no lo separe el hombre".

Es nuestra dureza de cerviz y nuestro corazón de piedra las que nos inclinan a "querer ser Dios" y a decidir cambiar esa idea original por una "nuestra", por una opinión propia de cada uno.

La Encarnación (y la redención que brota de ella) es también la fuente definitiva de la sacramentalidad del matrimonio (y del sacerdocio). Cristo se une a la Iglesia y la hace "Una, en un sólo cuerpo, un solo espíritu".

Sin embargo, de nuevo, el hombre quiere decidir, y "repudia" a la Esposa para ir a buscar otra que la satisfaga más.
¡Cuántas veces obviamos el significado esponsalicio del cuerpo, su dimensión plena y personal en el Sacramento del matrimonio! 

¡Cuántas veces, por conveniencia, egoísmo y utilitarismo, vaciamos el sacerdocio de su sentido sagrado y de su propósito original, cuestionando la virginidad y el celibato!

Cristo nos llama la atención para que comprendamos que el camino del sacramento del matrimonio y del sacerdocio es el camino de la “redención del cuerpo”, que consiste en recuperar la dignidad perdida y la comunión plena con Dios.

Dios jamás "da puntadas sin hilo".

JHR

martes, 29 de noviembre de 2016

LA CONVERSIÓN PASTORAL DE NUESTROS SACERDOTES



A veces tengo la impresión de que algunos sacerdotes piensan que la conversión pastoral misionera a la que llama Dios a toda su Iglesia, no va con ellos, sino que es sólo tarea de los laicos.

Es preciso que la "conversión misionera" comience por los sacerdotes, pues "su ministerio está totalmente al servicio a los laicos: al servicio de su fe, de su esperanza y de su caridad... y para ayudarles a vivir en plenitud su papel específico en la misión de la Iglesia". (Pastores dabo vobis n. 16 y n. 17).

Una conversión misionera de nuestras parroquias requiere que, primero, los sacerdotes sean audazmente misioneros, haciéndose "todo para todos, para salvar de cualquier manera a algunos" (1 Corintios 9,22), sin acomodarse en su papel de líderes ni permanecer en el ámbito “protegido” del círculo de sus más próximos.

Debido a la ausencia de "conversión misionera" de los sacerdotes de algunas parroquias, surgen, inevitablemente, quejas sobre ellos. Incluso, las personas comprometidas con sus parroquias, tienen quejas. Y, siendo honestos, algunas de ellas no son justas porque los sacerdotes no son perfectos, pero otras sí lo son, porque los sacerdotes no cumplen su misión.

Sin embargo, estoy convencido de que no es posible que se produzca una conversión misionera ni que mejore el sacerdocio de nuestros queridos curas si no hay nadie que les diga en qué pueden mejorar. Desde la humildad y la corrección fraterna sin ánimo de crítica, he aquí algunas de las quejas más comunes:

Es controlador

Todas las decisiones son tomadas exclusivamente por el sacerdote. Todos pueden dar su opinión pero la decisión final, la toma él.

Está siempre a la defensiva

Normalmente, evita asumir desafíos. No se puede hablar con él acerca de un problema. Se niega a admitir que puede estar equivocado o que hace algo mal. 

Es rutinario

Disfruta tanto con las rutinas y las estructuras, que nunca intenta cambiar nada. Siempre está en actitud pasiva en lugar de activa.

Es miedoso

Ya sea por complacer a la gente o por falta de fe, teme el riesgo, hasta el punto de paralizar al equipo.

Es perezoso

En una ocasión, escuché esto de un sacerdote:"No hagáis lo que yo hago. Hacer lo que yo os digo, porque yo no voy a hacer nada."

Es impredecible 

Es inconsistente, sale por donde menos imaginas y hace que la gente nunca sepa a qué atenerse.

Es perfeccionista

No importa lo mucho que se avance, en lugar de celebrarlo, siempre está preguntando  ¿Y ahora que más?

Es confuso

Cuando marca el camino o establece la visión, los que tienen que ponerlo en práctica no le entienden. Y se frustran.

Es orgulloso

Se lleva toda la gloria y las medallas. ¡No hay más que decir!.

Es indeciso

Nunca es capaz de tomar una decisión. Y todo el mundo espera. Y espera. Y todo se para.

Está siempre ocupado

A veces está tan ocupado pensando en sus cosas, que los que tratan de seguirlo sienten que no se les escucha.

Es hipócrita

Su vida personal, y la que ven sus más allegados, no coincide con su imagen pública.

Está siempre agotado

Es un problema grave estar siempre anclado en la queja o en el cansancio, pues esa actitud lejos de motivar, desilusiona a los que le escuchan.



En la mayoría de las ocasiones, el sacerdote es totalmente ajeno a todas estas formas negativas. Por eso, desde una mayor distancia y una perspectiva externa, todos debemos ayudarles por el bien de toda la Iglesia de Cristo. 

Resultado de imagen de conversion pastoralEl dinamismo de una parroquia en misión permanente supone un proceso pedagógico con un itinerario pastoral en el que formamos corazones de discípulos misioneros en todos nosotros: bautizados, confirmados, ordenados para el ministerio sacerdotal y consagrados.

Nuestro discipulado misionero exige una conversión pastoral, es decir, la audacia de hacer más evangélica, discipular y participativa, la manera como construimos la Iglesia, según Cristo la fundó. 

La construcción de la Iglesia es tarea de todos pero comienza por aquellos que la lideran y guían. Y todo para la Gloria de Dios. 

La conversión personal de todos debe despertar nuestra capacidad de someterlo todo al servicio de la instauración del Reino de Dios en nuestras vidas. 

Por ello,  obispos, presbíteros, diáconos permanentes, consagrados y laicos, estamos llamados a asumir una actitud de permanente conversión pastoral, que implica escuchar con atención y discernir “lo que el Espíritu está diciendo a las Iglesias” (Apocalipsis 2, 29) a través de los signos de los tiempos en los que Dios se manifiesta.