¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.
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martes, 11 de febrero de 2025

CUANDO MORIMOS ¿VAMOS INMEDIATAMENTE AL CIELO?

"Para que todos sean uno, como tú, Padre, en mí, y yo en ti,
que ellos también sean uno en nosotros"
(Jn 17,21)

Existe una falsa creencia popular por la cual, inmediatamente después de la muerte, los cristianos vamos directamente al cielo. Al menos, muchos, cuando quieren decir que algún ser querido ha muerto, dicen que ha partido al encuentro del Padre, a la presencia del Padre, a la casa del Padre... seguramente porque en nuestra "sociedad del bienestar" no queremos hablar de la muerte, ya que su sola mención, nos angustia.

Pero...¿vamos inmediatamente todos al cielo?

La Escritura, la Tradición y el Magisterio de la Iglesia no aseguran que cuando morimos vamos directa e inmediatamente al encuentro de Dios ni a Su casa. Los justos tienen la promesa del cielo (Mt 25, 34; cf. 22, 14; 24, 22. 24; Ap 1, 5-6) pero antes de eso, existe un último paso del que depende la inmediatez o no de alcanzarlo.

El Antiguo Testamento, leído a la luz del misterio pascual de Jesús, afirma la promesa de la resurrección para los siervos fieles de Dios (cf. Sal 16, 10; 2M 7, 11. 14. 29), pero el Nuevo Testamento subraya que todos seremos sometidos a juicio (cf. 1 P 4, 5; Rm 14, 10)

El Catecismo de la Iglesia Católica afirma que la muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina, el tiempo favorable, el tiempo de salvación” (2 Co 6, 2) y que, después de morir, recibe un juicio particular (CIC 1022).

Según el Catecismo, el cielo es “el fin último y la realización del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha” pero no todos llegamos de forma inmediata (CIC 1023-1026). Así, los que mueren en la gracia y la amistad de Dios:
  1. y están perfectamente purificados, sí van directamente a la casa del Padre, viven en Dios, lo ven tal cual es. Están para siempre con Cristo. Son santos, es decir, son semejantes a Dios, gozan de felicidad y gozo eternos. Esta "vida eterna en Dios" es lo que llamamos cielo.
  2. y están imperfectamente purificados, aunque tienen asegurada su salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. Esta purificación es lo que llamamos purgatorio.
Por eso, la Iglesia honra la memoria de los difuntos y ofrece sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico (cf. DS 856), para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. Porque no todos acceden directamente al cielo y por tanto, tenemos que rezar por ellos para que se purifiquen y lo alcancen, más que presuponer que están ya en él.

Entonces, ¿quiénes van al infierno?

Otra cuestión son los que mueren en pecado mortal por propia y libre elección, es decir, separados de Dios, sin arrepentimiento de sus faltas y sin acogida de Su misericordia. Aquellos que se autoexcluyen de la vida y de la comunión eternas con Dios y eligen otro "estado", al que llamamos infierno

Es a lo que Jesús se refiere con la gehenna el fuego que nunca se apaga. Es la muerte eterna del cuerpo y del alma. Pero no se trata de un castigo de Dios sino de una llamada a la conversión, de una invitación a que el hombre use su libertad conforme a su destino eterno. Dios no puede castigar, es el hombre quien decide libremente creer en la misericordia divina o negar a Dios. Y eso trae consecuencias.

Por tanto, la vida es el tiempo que Dios nos concede para aceptarle y darle nuestro "sí" libremente. La muerte es el paso a nuestro propio juicio particular, en el que tomaremos plena conciencia de las huellas y los efectos temporales del pecado en nuestra vida.

Y aunque Cristo nos ha perdonado todos nuestros pecados, nada impuro puede estar al lado de la santidad Dios.Por eso, seremos nosotros mismos los que entendamos que no podemos estar junto a  Dios sin estar purificados plenamente, es decir, sin ser santos, sin ser perfectos "como nuestro Padre celestial es perfecto" (cf. Mt 5,48).

Por ello, el purgatorio, el cielo y el infierno no son "lugares" sino "estados". El primero, transitorio. El segundo y el tercero, definitivos.

¿Qué significa la resurrección de los muertos y el juicio final?

La Sagrada Escritura afirma que la resurrección de todos los muertos, “de los justos y de los pecadores” (Hch 24, 15), precederá al Juicio finalEsta será “la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz [...] y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación” (Jn 5, 28-29). 

Entonces, Cristo vendrá “en su gloria acompañado de todos sus ángeles [...] Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda [...] E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna” (Mt 25, 31. 32).

El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso, la “bienaventurada esperanza” (Tt 2, 13) de la vuelta del Señor que “vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído” (2 Ts 1, 10). 

Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar su advenimiento. Entonces, pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia y conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último.

¿Qué significan los nuevos cielos y la nueva tierra?

La Sagrada Escritura llama “cielos nuevos y tierra nueva” a la promesa de la renovación misteriosa al final de los tiempos que transformará la humanidad y el mundo (2 P 3, 13; cf. Ap 21, 1). Esta será la realización definitiva del designio de Dios de “hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra" (Ef 1, 10).

Para el hombre, esta consumación será la realización final de la unidad del género humano, querida por Dios desde la creación y de la que la Iglesia peregrina era “como el sacramento" (LG1). Los que estén unidos a Cristo formarán la comunidad de los rescatados, la Ciudad Santa de Dios, la Jerusalén celeste. Ya no será herida por el pecado, las manchas, el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica de Dios será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua.

Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres” (GS 39).

jueves, 22 de abril de 2021

LA MUERTE NO ES EL FINAL

"Nadie me quita la vida, 
sino que yo la entrego libremente. 
Tengo poder para entregarla 
y tengo poder para recuperarla:
 este mandato he recibido de mi Padre" 
(Juan 10,18)

Cesáreo Gabaráin, sacerdote católico español, compuso la emocionante canción cristiana "La muerte no es el final"que las Fuerzas Armadas Españolas adoptaron como himno para homenajear a los fallecidos en acto de servicio y que los cristianos deberíamos también hacerla nuestra.

La muerte no es el final, en efecto, porque nuestra esperanza se convierte en certeza cuando proclamamos que Jesucristo ha resucitado. Esa es la gran novedad, esa es la buena noticia del Señor: "Mira, hago nuevas todas las cosas (Apocalipsis 21, 5).

En la Encarnación, el Santo y Justo se despoja de su divinidad para servir al Padre y al hombre: "Vino a los suyos, y los suyos no le recibieron" (Juan 1, 11). Es más, lo rechazaron. Y ese rechazo lo llevó directamente a su muerte en la Cruz, libremente abrazada, convirtiéndose en fuente salvífica para todos los hombres y en el acto de amor servicial más sublime. 

En la Última Cena, el Maestro nos invita a imitarle, nos llama al servicio: "el que quiera ser grande entre vosotros, que sea vuestro servidor, y el que quiera ser primero entre vosotros, que sea vuestro esclavo. Igual que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos" (Mateo 20,27-28).
En la Cruz, el Cordero nos entrega a la Virgen (tipo de la Iglesia) como relevo suyo y nos la ofrece como nuestra guía, ayuda y modelo perfecto de servicio, humildad, abnegación y obediencia: "Ahí tienes a tu madre" (Juan 19,27), para, como el discípulo amado, desde aquella hora, recibirla como algo propio.

En nuestra vida cotidiana, el Resucitado nos llama a servir como Él, a dar la vida por los demás, a morir en acto de servicio: "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Juan 15,13). Dice Cristo que nadie le quita la vida sino que la entrega libremente. Sí, en efecto, el amor es la entrega libre de la vida por los demás. Y por tanto, la muerte nos tiene que encontrar en el servicio, en la muerte a uno mismo, a nuestro ego. 

Servir "exige" entregar la propia vida"Requiere" abajarse y humillarse. "Supone" despojarse de todo egoísmo, orgullo, posición o  comodidad. "Implica" desvivirse por los demás. Reclama escuchar al que sufre o atender al que tiene necesidad. Obliga a darse por completo hasta el final.

La muerte no es el final sino el principio de todo, de nuestro encuentro con Dios y de nuestra recompensa: el amor infinito de Dios que se funde con el amor gratuito del hombre en el servicio. Sin duda, en el encuentro abnegado y desinteresado con el prójimo, es el lugar donde hallamos a Dios.

Por ello, es imperativo, para el bien de las almas y nuestra propia santificación, salir al encuentro de quienes están desesperanzados, afligidos, solos o excluidos. Es preceptivo ofrecerles una sonrisa que les llene de alegría, un abrazo que les devuelva la dignidad, un oído dispuesto a escuchar. 

No hace falta esperar a una ocasión propicia. Todos los días son una maravillosa oportunidad de expresar con alegría ese amor de servir al prójimo. No es preciso esperar a servir en una parroquia, en un retiro, en una actividad evangelizadora o en una labor social. Cualquier ambiente es idóneo para entregar la vida por otros: en el familiar, en el laboral, en el social... 

El mundo está necesitado del amor de Dios, sobre todo, ahora que la pandemia asola la tierra. Y la manera de mostrárselo y ofrecérselo es sirviendo, amando, escuchando, ofreciendo una palabra de aliento y un hombro donde enjugar las lágrimas. 
El servicio surge de un amor genuino y gratuito que no es nuestro, sino de Dios, que es quien toma siempre la iniciativa. Por tanto, "preocuparse" por otros significa "ocuparse antes" por ellos que por nosotros. "Despreocuparse" por nosotros implica "abandonarnos" a la Providencia divina.

A través de nuestra docilidad en el servicio y dejando actuar siempre al Espíritu Santo, Dios interviene en la historia del hombre, mostrando su gloria, su justicia y su misericordia. Nosotros, con nuestros "pequeños/grandes servicios de amor", contribuimos a la edificación del Reino de Dios en la tierra.
Y lo hacemos cuando dejamos nuestro "yo" a un lado para centrarnos en el "tú"; cuando salimos de nuestra zona de comodidad para "acomodar" a los demás; cuando dejamos nuestras prioridades personales para "volcarnos" en las de otros; cuando nos "abajamos" de nuestra posición para levantar al caído; cuando, a imitación de nuestro Maestro, nos "quitamos el manto y nos ceñimos la toalla para lavarles los pies" (Juan 13,4) porque “No es el siervo más que su amo” (Juan 15,20)

Pero, además, con nuestro servicio todo son ventajas, incluso, también para nosotros: nos sentimos profundamente amados por un Dios que se preocupa de sus hijos, recibimos Su gracia que nos modela para ser menos egoístas y más serviciales, y más "perfectos", más santos.



JHR