¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.
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domingo, 13 de diciembre de 2020

A QUIEN MUCHO AMA, MUCHO SE LE PERDONA

"Si hablara las lenguas de los hombres y de los ángeles...
Si tuviera el don de profecía 
y conociera todos los secretos y todo el saber...
 si tuviera fe como para mover montañas... 
Si repartiera todos mis bienes entre los necesitados... 
si entregara mi cuerpo a las llamas...
pero no tengo amor, 
de nada me serviría"
(1 Co 13,1-3)


El artículo de hoy pretende reflexionar sobre el pasaje de Lc 7, 36-50 que narra la escena de Jesús, el fariseo y la pecadora, de profunda significación y rico contenido para el modo de vida de un cristiano: el amor.

Lucas nos presenta, por un lado, a un fariseo que tiene nombre: Simón. Un judío "practicante" y cumplidor de la Ley que quiere estar con Jesús y le invita a comer a su casa. Un "religioso" que habla mucho (quizás, demasiado) pero que cree poco, que desprecia y que juzga. 

Por otro lado, una mujer anónima, a la que no se la presenta por su nombre, sino por su actuar. Es, simplemente, una "mujer" y además, "pecadora". Dos aspectos altamente reprobables en la sociedad judía, tan rigurosa, tan cumplidora y tan machista.  La mujer no "habla". Tan sólo anhela estar con el Maestro. Tan sólo obra con fe, con amor y con agradecimiento.
Y en tercer lugar, a Jesús, que mediante una parábola y como siempre, pone las cosas en su sitio. Sin enfadarse ni soliviantarse, el Maestro nos enseña...

Tanto el fariseo como la mujer deseaban estar con Jesús y compartir con él.  Sin embargo, el texto evangélico los confronta: Simón se distrae, no está tan pendiente de su invitado especial sino que está preocupado de juzgar a la "pecadora". No ejerce como buen anfitrión e incluso llega a criticar a Jesús. La mujer está completamente centrada en el Maestro...porque cree de verdad en Él, porque tiene fe. 

Este episodio nos recuerda otro escenario muy parecido que también relata Lc 10,38-42: el de Marta y María en Betania, en el que ésta última está absorta en el Señor mientras que la primera, pendiente de las cosas menos importantes, juzga y critica a su hermana e incluso a Jesús. 

Ambas escenas nos sitúan en torno a una mesa, en medio de una celebración, en la presencia de Cristo, es decir, en la Eucaristía. Ambas nos cuestionan y nos interpelan: ¿Qué actitud muestro en presencia de Dios? ¿Cómo me comporto delante del Señor? ¿Soy el fariseo que cree que no tiene pecado o la mujer arrepentida? ¿Critico incluso a Dios?

¿Tengo más derechos adquiridos con Dios que los demás porque "cumplo" aunque no muestre amor, fe o arrepentimiento? ¿Juzgo a otros por lo que hacen en lugar de verles por lo que son? ¿soy religioso o amoroso? 

¿Riego los pies de Jesús con mis lágrimas de contrición? ¿Beso Sus pies como signo de alabanza y adoración? ¿Le perfumo con mis oraciones?

Y es que, muchas veces, nos convertimos en Simón o en Marta, que no son "malos", sino simplemente, están equivocados...porque ellos también son pecadores que necesitan a Dios. 

Todos somos muy proclives a pensar más en el "cumplir" que en el "creer", en el "hacer" más que en el "ser", en la "religión" más que en la fe, en la acción más que en la contemplación, en el juzgar más que en el amar...

Aún así, Jesús no se enfada ni con Simón ni con Marta ni con nosotros. Con ternura y pedagogía, nos muestra cuál es el camino correcto, cuál es el modo de actuar que cautiva a Dios.

La misericordia y el perdón de Dios no se alcanzan con el cumplimiento de sus normas, ni con "hacer muchas cosas para el Señor". Tampoco con sacrificios y grandes obras, sino a través del amor expresado desde el corazón, desde la fe vivida con autenticidad y desde la humildad de reconocernos pecadores. 

La salvación se alcanza por la toma de conciencia de saberme amado y necesitado de Dios, porque todos somos pecadores. Mi misión como cristiano es amar mucho para que se me perdone mucho: "A quien mucho ama, mucho se le perdona".

¿Cuántas veces mi desprecio y desdén por los actos de otros me impiden reconocer al mismísimo Jesucristo compasivo que siempre está dispuesto a perdonarme? 

¿Cuántas veces mi orgullo me lleva a creerme superior y más digno que otros ante Dios? 

¿Cuántas veces mi autosuficiencia me impide abandonarme en la misericordia de Dios o incluso me coloca en el papel de fiscal y juez? 

¿Cuántas veces mi falta de amor, de fe y de esperanza me hace dudar de Cristo y decir "Quién es este, que hasta perdona pecados"?

"Señor, perdona nuestras ofensas 
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden"

miércoles, 27 de marzo de 2019

UN LIBRE ACTO DE AMOR

“Perdona nuestras ofensas 
como también nosotros 
perdonamos a los que nos ofenden…”
(Mateo 6, 12)

A diario, repetimos en el Padrenuestro la petición a Dios de perdón y la intención de perdonar, quizás, sin pararnos a pensar detenidamente que en ella se concentra toda la esencia del concepto cristiano de misericordia y amor que Dios nos concede. 

En este  tiempo de Cuaresma en el que Dios nos llama a la conversión, nos conmina también al perdón. Pero, ¿realmente perdono a los demás? ¿pido sinceramente perdón a Dios y a los demás? ¿me perdono a mi mismo?

Existen dos cosas que me impiden recibir la Gracia, el Amor y la Misericordia de Dios: el rencor y la culpa. Y la forma de superarlos es el perdón.

El perdón es un maravilloso acto de amor y la mejor forma de manifestar la grandeza de alma y la pureza de corazón, porque de la misma manera que Dios está dispuesto a perdonar todo de todos, mi capacidad para perdonar no puede ni debe tener límites, ni por la magnitud de la ofensa ni por el número de veces que debo perdonar: 
"Acercándose Pedro a Jesús, le preguntó: Señor, si mi hermano me ofende, ¿cuántas veces tengo que perdonarlo? ¿Hasta siete veces? Jesús le contesta: “No te digo hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete” (Mateo 18, 21).

Si he sido perdonado de todos mis pecados, ¿cómo no voy a perdonar a los demás siempre? Cuando no perdono a quienes me ofenden, no puedo esperar que Dios me perdone a mí. 

Pero además, la falta de perdón me esclaviza y me hace prisionero de quien me ha ofendido. El rencor, que conduce al odio, me envenena a a mi mismo y no a quien me ofende.

En ocasiones, puede que me resulte fácil perdonar a otros, pero ¿soy capaz de pedir humildemente perdón? o ¿me lo impide mi orgullo y egoísmo?

Perdonar a otros

Por el contrario, amad a vuestros enemigos, haced el bien y prestad sin esperar nada; será grande vuestra recompensa y seréis hijos del Altísimo, porque él es bueno con los malvados y desagradecidos. Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso; no juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis condenados; perdonad y seréis perdonados; dad y se os dará: os verterán una medida generosa, colmada, remecida, rebosante, pues con la medida que midiereis se os medirá a vosotros” (Lucas 6, 35-37).

Perdonar a otros (incluso a mis enemigos) sin esperar nada es un acto heroico de amor pero es que, además, es una experiencia liberadora y sanadora. Cuando perdono, recobro la libertad que el rencor y el resentimiento me hicieron perder. 

Perdonar es un acto heroico de misericordia que me hace ser compasivo con los demás y poder obtener un corazón como el de Cristo. 

El  verdadero perdón no consiste en olvidar, sino en aprender a recordar sin dolor y evitar todo rencor hacia aquellos que de una u otra manera me han ofendido, agredido, difamado, herido, etc. durante mi vida.

¿Cuántas veces "juego" al falso perdón? ¿Cuántas veces digo “yo perdono, pero no olvido”? ¿Soy capaz de acercarme a Dios sin haberme reconciliado antes con mi hermano?

“Y cuando os pongáis a orar, perdonad lo que tengáis contra otros, para que también vuestro Padre del cielo os perdone vuestras culpas.” (Marcos 11, 25-26).
Si no soy capaz de perdonar las ofensas de los demás, es que no soy consciente del perdón y de la misericordia que Dios tiene conmigo. Así, no puedo acercarme a Él: 

“Por tanto, si cuando vas a presentar tu ofrenda sobre el altar, te acuerdas allí mismo de que tu hermano tiene quejas contra ti, deja allí tu ofrenda ante el altar y vete primero a reconciliarte con tu hermano, y entonces vuelve a presentar tu ofrenda” (Mateo 5, 23-24) 

El rencor y el recuerdo de los agravios ajenos endurecen mi alma, la llenan de resentimiento, malestar e insatisfacción, y todo ello me aleja de Dios y de los demás. 

Perdonar no significa quitarle importancia a lo ocurrido, sino sanar mi corazón y mis recuerdos, permitiendo recordar lo que me causó dolor o daño sin experimentar odio o rencor hacia quien me ofendió. 

Perdonar no significa olvidar, sino transformar heridas de odio y rencor, en amorSi olvido, programo mi mente para no recordar aquellos sucesos que me han herido. Pero es una “programación” ficticia porque, en el fondo, ese recuerdo permanecerá siempre en mi memoria. 

Perdonar es comprender la importancia que tiene para Dios la persona que me ofendió y así, amarla libre y voluntariamente. “Si tu hermano te ofende, repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo; si te ofende siete veces en un día, y siete veces vuelve a decirte: “Me arrepiento”, lo perdonarás.” (Lucas 17, 3-4).

Perdon
ar es permitir que Jesús entre en mi corazón y me llene de paz. Jesús siempre me da primero, aquello que me pide. Ayudado de su Divina Gracia, podré perdonar y amar a quien me hirió. Tan sólo tengo que pedírselo, ponerlo a los pies de la Cruz, entregárselo y dejar que sea Él quien se lo presente al Padre. 

Perdonarme a mí

Pero, para saber perdonar a los demás, lo primero que debo hacer es empezar por perdonarme a mí mismo, algo a veces que me puede resultar mucho más difícil que perdonar a otros. A veces, los remordimientos y culpabilidades ahogan mi capacidad de abrirme al amor de Dios.

Jesucristo ha muerto en la Cruz por mis pecados y todo me ha sido ya perdonado. Si Dios, que conoce mi gran debilidad y pobreza, mis múltiples caídas e infidelidades… ha dado Su vida por mí para salvarme y perdonarme, ¿cómo no voy yo a perdonarme a mí mismo? ¿Acaso soy yo más que Dios? 
Cuando como hijo pródigo, soy consciente de mi pecado, de mis "despilfarros" y "derroches", de mis límites e incapacidades, experimento la necesidad de volver a la casa del Padre.

Cuando soy conocedor del gran amor que Dios me tiene, de que me está esperando siempre y sale a mi encuentro para abrazarme, experimento la necesidad de dejarme abrazar por Él.

Cuando reconozco que le he fallado y ofendido, cuando me arrepiento de corazón de mi infidelidad, experimento la necesidad de reconciliarme con mi Padre.

Cuando me perdono a mi mismo experimento la necesidad y el deseo de volver a sentir su perdón y amor infinitos.

Pedir perdón a Dios

Dios, grande en misericordia y generosidad, me vuelve a demostrar lo mucho que me quiere y me hace otro regalo: el sacramento de la confesión.
Cuando acudo a confesarme, con verdadero arrepentimiento y propósito de enmienda, el Señor no sólo me perdona (mi pecado deja de ser mío y pasa a pertenecer a Cristo, que lo ha comprado y pagado con su sangre en la Cruz) sino que, además, me infunde nuevamente los dones de su Espíritu Santo, que me ayudan y me fortalecen para no caer nuevamente en la tentación del pecado. 

Sólo Dios puede liberarme de mis pecados, pero necesito pedirle perdón a Él porque su infinita misericordia se pone de manifiesto en este sacramento: “Dios nunca se cansa de perdonarnos; somos nosotros los que, a veces, nos cansamos de pedir perdón” (Papa Francisco 17/03/13).

Mi vida cristiana y mi crecimiento espiritual necesitan del perdón de mis pecados para alejarme de ellos y dejar espacio en mi corazón al amor de Dios. 

Pedir perdón a otros

Además de pedirle perdón a Dios, debo pedir perdón a otros cuando, consciente o inconscientemente, les ofendo o les daño. Sé que al ofender a mi hermano, antepongo mi orgullo y mi egoísmo, y con ello, ofendo también a Dios.
Pedir perdón es un acto de humildad por el que me reconozco pecador, teniendo presente que todos somos limitados, que todos cometemos errores, y que no existen errores imperdonables.

Pedir perdón es una expresión de arrepentimiento y una forma de reparación por el error y el daño causados. 

Pedir perdón es un acto de liberación de remordimientos y culpabilidades que me ayuda a vivir la caridad cristiana en plenitud.

Pedir perdón es una expresión de sinceridad por el que expreso a la otra persona que soy consciente y que siento de corazón el mal o el daño que le ha causado, incluso aunque no lo haya hecho a propósito o no me haya dado cuenta

Pedir perdón supone un propósito de enmienda y un compromiso de reparar o sustituir lo que se ha roto o dañado.

El Perdón es un acto de compasión y misericordia, 
de grandeza de alma y pureza de intención, 
de generosidad y de magnificencia,
de sinceridad y humildad, 
de sanación y reparación, 
de reconciliación y arrepentimiento.

El Perdón es un libre acto de amor.

miércoles, 13 de marzo de 2019

¿PERDONAMOS A LOS QUE NOS OFENDEN?


"En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
Cuando recéis, no uséis muchas palabras, como los gentiles, 
que se imaginan que por hablar mucho les harán caso. 
No seáis como ellos, pues vuestro Padre sabe lo que os hace falta 
antes de que lo pidáis. 
Vosotros rezad así:
'Padre nuestro que estás en el cielo, 
santificado sea tu nombre, 
venga a nosotros tu reino, 
hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo, 
danos hoy nuestro pan de cada día, 
perdona nuestras ofensas, 
como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden, 
no nos dejes caer en la tentación, 
y líbranos del mal'. 
Porque si perdonáis a los hombres sus ofensas, 
también os perdonará vuestro Padre celestial, 
pero si no perdonáis a los hombres, 
tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas".
(Mateo 6, 7-15)


Pedir, dar y recibir perdón. ¡Cuánto nos cuesta pedir perdón por nuestras ofensas! y ¡Cuánto nos cuesta perdonar cuando nos hacen daño! 

Sin embargo, Jesús nos exhorta a cultivar el don del perdón, sin el cual no puede existir amor. Nos insiste en amarnos los unos a los otros, y sin perdón, no podemos cumplir este mandamiento.

Los cristianos no podemos vivir sin perdonarnos, porque somos conscientes de que cada día nos ofendemos unos a otros. Sabemos que todos nos equivocamos y erramos. Sabemos que todos caemos por causa de nuestra fragilidad, orgullo y egoísmo. Y aún así, Dios nos perdona. 

Jesús nos pide que curemos inmediatamente las heridas que nos provocamos unos a otros, que volvamos a tejer de inmediato el amor fraternal que rompemos con el rencor. 

Si aprendemos a perdonar de inmediato, sin esperar, el resentimiento no nos envenenará a nosotros mismos. No podemos dejar que acabe el día sin pedirnos perdón, sin hacer las paces entre marido y mujer, entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas... entre nuera y suegra. 

Si aprendemos a pedir perdón inmediatamente y a darnos el perdón recíproco, se sanan todas las heridas y se fortalecen las relaciones. A veces, no es necesario hablar mucho. Es suficiente con un ademán, una caricia, un abrazo, una palabra cariñosa. Entonces, todo comienza de nuevo.

Por el contrario, si nos creemos poseedores de la razón y no somos capaces de mirar al otro con compasión, como Dios nos mira a nosotros, perdemos la paz  y el amor de Dios. Si no somos capaces de dar ese perdón, de ser misericordiosos con los demás, Dios no estará en nuestro corazón.

¿Quiénes somos nosotros para negar ese perdón al hermano cuando Cristo nos perdonó todos nuestros pecados muriendo en la Cruz? 

El espíritu del mundo nos incita a ser vengativos y justicieros. Nos anima a utilizar la estrategia perniciosa del "win/lose". Nos canta "no time for losers"Pero ante un desacuerdo entre cristianos, nadie gana. 

En la resolución de conflictos, yo utilizo una táctica que aprendí en la universidad y que me da resultados: "Para ti la razón y para mí, la paz". Así, siempre ganamos ambos. Es la estrategia de marketing "win/win"cuyo objetivo es que todas las partes salgan beneficiadas.

Contrario al espíritu del mundo, Dios nos insiste constantemente en la necesidad del perdón sanador y restaurador a lo largo de la Sagrada Escritura:

- La Parábola del hijo pródigo (Lucas 15, 11-32).
- El Padrenuestro (Mateo 6,14).
- El cultivo del amor (Proverbios 17,9). 
- La bondad y compasión con todos (Efesios 4, 32)
- La tolerancia (Colosenses 3,13). 
- La amabilidad (Efesios 4, 32).

Perdonar

Perdonar a los demás y a nosotros mismos nos ayuda a ser felices. Sin el perdón, se instala en nosotros el resentimiento, una enfermedad del alma y uno de los principales escollos para la felicidad".

El resentimiento es una auto-intoxicación psíquica, un auto-envenenamiento interno, que produce una respuesta emocional, mantenida en el tiempo, a una agresión percibida como real, aunque exactamente no lo sea. Esta respuesta consiste en un sentirse dolido y no olvidar.

Una persona resentida es una persona enferma. Tiene la enfermedad dentro, bloqueándole para la acción, al encerrarse en sí mismo, presa de su obstinación. 

Sin embargo, no siempre tiene por qué dar respuestas externas desagradables, violentas o llamativas. En ocasiones, puede actuar con gran sutileza, incluso con aparente delicadeza, y aún así, no perdona porque su corazón está herido y no responde con libertad; está preso de su propio resentimiento. La intoxicación está dentro y va haciendo su labor, envenenándole y corroyéndole interiormente.

Ademas, una persona resentida y rencorosa le concede a la otra persona la potestad de coartar su libertad para ser feliz, le está entregando la llave de su estado de ánimo. 

La felicidad nunca debiera estar sometida o depender de factores circunstanciales o externos porque ésta se encuentra en nuestro interior; tenemos que saber descubrirla en lo más profundo de nuestro corazó
n.

Al romper las cadenas
del resentimiento y optar por el perdón, recuperamos la libertad y la felicidad.

Ser perdonado

Mientras el resentimiento tiene que ver con los afectos, el perdón tiene más que ver con la voluntad. Al perdonar, optamos por cancelar la deuda moral que el otro ha contraído con su proceder, es decir, le liberamos en cuanto deudor. Le otorgamos también libertad y felicidad.

Para perdonar:

Ponte en el lugar del otro
Hay que aprender a ponerse en el lugar del otro, antes de juzgar sus acciones. Es decir, ser empáticos. Casi todas las actitudes y conductas humanas tienen una explicación.

Piensa que quizá necesita tu ayuda
Si hemos sido ofendidos o agredidos, el problema es del ofensor o agresor, porque es quien ha actuado mal. Perdonando, le tendemos la mano porque quizás, necesita nuestra ayuda.

No ofende quien quiere
Existe un dicho que dice "No ofende quien quiere sino quien puede". Tenemos que tener claro que nadie puede hacernos daño si nosotros no queremos. Está en nuestras manos levantar un muro que nos proteja de las ofensas.

No existe la perfección humana
Nadie es perfecto. "Equivocarse es de humanos y rectificar, de sabios". A veces, los problemas surgen cuando buscamos o exigimos una perfección exagerada en los demás, "cuando vemos la paja en el ojo ajeno y no la viga en el nuestro". Todos somos falibles. Todos somos pecadores. 

Perdón frecuente, no excepcional

La novedad del mensaje de Cristo es el amor y la misericordia. No se trata de amar y perdonar a nuestros seres queridos o a nuestros amigos. 

El amor y la misericordia que Dios nos pide es para todos, incluso a nuestros enemigos. Pero además, debemos habituarnos a perdonar con frecuencia, no como algo excepcional. 

Para ello, es necesario que seamos conscientes de que los demás también son seres amados y pensados por Dios

Es preciso entender que el Señor ha pensado y creado a cada persona de una manera única y particular. Cada ser humano ha sido dotado por Dios con una luz primordial original y genuina.

Por ello, es preciso estar dispuestos y ser capaces de ver lo mejor del corazón del otro y llegar a poder decirle con un corazón misericordioso: "Sé que no eres así, sé que eres mucho mejor y te perdono. ¿Te he dicho alguna vez que te quiero?".

domingo, 21 de enero de 2018

¿CORRIJO O CONDENO?

"Sed misericordiosos, 
como vuestro Padre es misericordioso. 
No juzguéis y no seréis juzgados; 
no condenéis y no seréis condenados. 
Perdonad y seréis perdonados." 
(Lucas 6, 36-37)

"No me juzgues" es una de las frases de la Biblia más utilizadas hoy, especialmente entre los no cristianos, porque encaja con dos supuestos que la ideología relativista quiere imponernos: (1) la religión debe vivirse en el ámbito privado, y (2) la moral es relativa. La gente, cuando dice "no me juzgues", en realidad, está queriendo decir: "No eres nadie para decirme que estoy equivocado". 

Sin embargo, Jesús, quien pronunció esas palabras, continuamente hacía juicios públicos, muchos de ellos, bastante duros. En Juan 7, 7, les dijo a sus discípulos que el mundo le odia "porque testifico de él que sus obras son malas". Con estas palabras, Dios no quiere decir que debemos estar de brazos cruzados y permitir que cada uno vaya a lo suyo o que pensemos ¿Quien soy yo para juzgar? Más bien, se refiere a que debemos corregir pero no condenar.

Cuando ponemos a la luz de Dios desde la caridad fraterna una actitud, una opinión, un hecho, etc..., no estamos juzgando sino corrigiendo. Corregir es una de nuestras principales tareas como cristianos, o lo que es lo mismo, buscar la santidad de nuestro prójimo. Cuando condenamos a la persona, estamos juzgando. Cuando la corregimos, buscamos su santidad.

San Agustín de Hipona decía que "Dios odia el pecado, pero ama al pecador". Si Dios odiara a los pecadores, ¿por qué encarnarse para salvarlos? Jesús denunció las obras malas, pero no condenó a la gente. Juan 3,17 dice que Dios no envió a Jesús para condenar al mundo, sino para salvarlo. 

Debemos conocer la diferencia entre corregir y condenar. Corregir es decir: "porque te quiero, eso que haces, está mal"Condenar significa decir: "te odio por lo que haces mal"Es lo que hacemos después de decirle a alguien la verdad, lo que determina si los estamos condenando (juzgando) o no. 

¿Cómo diferenciar la corrección de la condena? Algunas ideas podrían ser las siguientes:

Veo la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio

En ocasiones, estamos más enfadados con la otra persona por lo que ha hecho, que no somos capaces de pensar que nosotros mismos hacemos muchas cosas mal. Solemos mirar con lupa las malas obras de otros y escondemos las nuestras.

Podemos (y debemos) corregir fraternalmente a otros desde el cariño, pero sobre todo, desde la plena consciencia de que nosotros también obramos mal y pecamos.

No perdono (o si perdono, no olvido)

"Negarse a perdonar" es ignorar por completo lo mucho que Dios nos ha perdonado, es negarse también a ser perdonado.

"Perdonar pero no olvidar" es como "distinguir sin diferenciar", es como decir "voy a recordar eso que hizo y usarlo como justificación para condenarlo en cualquier otro momento"

"Perdonar pero no olvidar" no es perdonar en absoluto. El perdón significa absorber la deuda y, a cambio, ofrecer amor y bondad.

Excluyo a mis "enemigos" 

Esta es la esencia del "juzgar": cuando estamos en desacuerdo con alguien, le condenamos y le castigamos, excluyéndole. En esencia, pensamos: "No podemos ser amigos si no estamos de acuerdo en este tema". La condena es clara: "Es mi enemigo y no quiero estar con él".
Sin embargo, como cristianos debemos amar por encima de todo, incluso de nuestra postura u opinión. Eso no significa que tengamos que comprometerla o dejar de expresarla sino mantenernos comprometidos en amar a aquellos con quienes no estamos de acuerdo. Significa que, como Cristo, un cristiano no tienen enemigos.

El mejor ejemplo de esto es la actitud de Jesús con Judas. Sabiendo que le traicionaría, podría haber expulsado de su grupo. Sin embargo, le sentó a su mesa y compartió con él pan, símbolo de intimidad y amistad en las costumbre judía; le lavó los pies como al resto de los apóstoles, símbolo de servicio y amor; incluso después de que Judas le traiciona, Jesús le dice: "Amigo, ¡a lo que vienes!" (Mateo 26, 50). 

Cristo no sólo no condena a Judas sino que ni siquiera le aparta de su lado. No le dice "enemigo" sino "amigo", amándole a pesar de su traición

Condeno sin dar opción de cambio

Con mucha frecuencia, juzgamos y condenamos a los demás sin darles la oportunidad de cambiar.
Sin embargo, Dios nos exhorta a corregir (reprender) a nuestro hermano, pero no para pisotear su dignidad (pues también es hijo de Dios), si no para ganarle: 

"Si tu hermano ha pecado contra ti, 
ve y repréndelo a solas; 
si te escucha, habrás ganado a tu hermano" 
(Mateo 18,15). 

La corrección fraterna debe estar siempre inspirada por el amor y llevada a cabo con amor. Por eso, siempre, debemos darle opción de arrepentimiento, de retracto y de cambio.

No acepto ser corregido


A nadie nos gusta ser corregidos. Ni tampoco aceptar la reprensión de buen grado. ¿Por qué? ¿Es que acaso no tenemos fallos?

Cuando otros señalan nuestro mal actuar, deberíamos ser capaces de decir: "Bueno, tienes razón, ¡Lo siento!, perdóname.

Sin embargo, solemos ponernos a la defensiva, disculpándonos, excusándonos o "echando la culpa a otros" demostrando una actitud poco cristiana y orgullosa. Y el orgullo impide el paso a la Gracia.

Aceptar ser corregidos por nuestros hermanos, nos llevará por el camino de la humildad, hacia la santidad y hacia Dios.

Me niego a corregir

Cuando nos negamos a corregir a alguien, es por dos razones: (1) Nos rebelamos a lo que Dios nos dice sobre la corrección fraterna, o (2) Nos concienciamos de que la otra persona realmente no puede cambiar.
La Sagrada Escritura dice: "El que no usa la vara odia a su hijo, pero el que le ama le prodiga la corrección." (Proverbios 13, 24). 

Al asumir que una persona no puede cambiar ni arrepentirse, no sólo estamos odiándola, sino interponiéndonos entre Dios y ella, y negándola la oportunidad de recibir su Gracia. ¿Quién soy yo para interponerme entre Dios y mi hermano? ¿Quién soy yo para ocupar el lugar de Dios?

El apóstol Santiago termina su carta así: “Hermanos míos, si uno de ustedes se desvía de la verdad y otro lo hace volver, sepan que el que hace volver a un pecador de su mal camino salvará su vida de la muerte y obtendrá el perdón de numerosos pecados” (Santiago 4, 19-20).


Por último, un aspecto importante en la corrección fraterna es crear un equilibrio entre la gracia y la verdad. No debemos corregir a los demás con Gracia reteniendo u ocultando la verdad, pero tampoco lo hagamos diciendo la verdad sin Gracia, porque:

"Gracia sin verdad es sentimentalismo liberal". 
"Verdad sin gracia es fundamentalismo crítico".