¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.
Mostrando entradas con la etiqueta plenitud. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta plenitud. Mostrar todas las entradas

martes, 13 de agosto de 2024

MEDITANDO EN CHANCLAS (14): SANTOS ¡YA!

 
"Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto"
(Mt 5,48)

La llamada a la santidad es universal. Dios "quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad" (1 Tm 2, 4) y "no quiere que nadie se pierda, sino que todos se conviertan" (2 Pe 3, 9).  

Sin embargo, cada uno de nosotros tenemos la voluntad y la libertad, dados por Dios, para elegir entre dos caminos divergentes: santidad o pecado, dicha o pena, salvación o condenación.

Es verdad que si dejamos la santidad a la que el Señor nos llama para más adelante, quizás nunca la alcancemos. Necesitamos tener claro cuál es el camino al cielo y que necesitamos hacer para llegar a Él. Y necesitamos hacerlo ya.

La Iglesia nos enseña que todos requerimos pasar por un proceso de purificación, porque en el cielo "no entrará nada profano" (Ap. 21, 27), que podemos realizar en la tierra o en otro estado intermedio entre la tierra y el cielo

Jesús también se refirió este estado intermedio  cuando habló de un perdón posterior a la muerte (cf. Mt 12, 32) y cuando comparó el pecado a una deuda que tenemos que saldar (cf. Lc 12, 58-59). Es lo que conocemos como el purgatorio. 

Pero, para evitar el purgatorio, tenemos que empezar con nuestra purificación ya, ahora mismo, y para ello, primero, hemos de saber qué significa ser santo.

Ser santo no significa ser un superhéroe de la fe ni tampoco realizar actos imposibles. La santidad está al alcance de todos porque si no, Dios no nos la pediría. El Señor no nos pide imposibles. La santidad supone hacer extraordinario lo ordinario teniendo a Jesús en nuestro corazón.

Sin embargo, en nuestro corazón conviven tres "yoes" a modo de interrogantes:

¿Quién quiero ser? Mis expectativas, mis anhelos, mis deseos.

¿Quién dice la gente que soy? Mi imagen pública, el modo en que me ven y mi trato con los demás.

¿Quién soy realmente? Mis virtudes, mis defectos, mis heridas y debilidades.

Tres preguntas que, por sí solas, no me llevan a la plenitud, a la felicidad, a la bienaventuranza, a la santidad. Necesito hacer sitio en mi corazón a Jesús. 

Cuando le abro la puerta de mi vida al Señor, Él me habla de las bienaventuranzas (Mt 5, 3-11), el auténtico manual para ser santo y que suscitan la pregunta: ¿Quién soy para Dios?
Las Bienaventuranzas son la idea de hombre que Dios tiene pensada para mi desde el principio de la creación; son el mismo retrato de Cristo.

Son las obras que realiza Dios en mi para hacerme semejante a su Hijo, que dibujan el rostro de Jesús, describen su confianza plena en el Padre, su amor y misericordia hacia todos; son el único camino al cielo; son la vocación a la que Dios me llama. 

Bienaventurado, dichoso, santo, perfecto es el:
  • pobre en el espíritu: ¿Reconozco mi pobreza, mi debilidad y mi necesidad ante Dios? ¿Me humillo y mendigo a Dios su gracia? ¿Soy consciente de que sin Dios nada tengo y nada puedo?
  • manso y humilde de corazón: ¿Me asemejo a Cristo? ¿Soy humilde? ¿Acepto la voluntad de Dios? ¿Muestro bondad y autocontrol? 
  • desconsolado: ¿Estoy triste y afligido? ¿Cansado y agobiado? ¿Mi dolor y sufrimiento me abren a una relación con Dios? ¿Es Cristo para mí el consuelo definitivo?
  • hambriento y sediento de justicia: ¿Soy justo con los demás?¿Tengo sed de Dios? ¿Le busco constantemente?
  • misericordioso: ¿Me compadezco de las debilidades y sufrimientos de los demás? ¿Soy misericordioso con los demás? ¿Amo al prójimo?
  • limpio de corazón:¿Es puro mi corazón? ¿Son buenas mis intenciones? ¿Busco hacer siempre el bien?
  • pacífico: ¿Comunico paz y evito conflictos? ¿Tengo serenidad? ¿Pongo paz y eludo peleas?
  • perseguido, mártir: ¿Obedezco a Dios antes que a los hombres? ¿Entrego la vida a Cristo y no a los placeres del mundo? ¿Soy perseguido y acosado por causa de Cristo?
  • calumniado: ¿Soy rechazado y calumniado por ser cristiano? ¿Insultan y desprecian mi fe?
Para ser santo, más que faltarme muchas cosas que Dios me pide ser, me sobran muchas más... 

Me sobra mucha soberbia, orgullo, pereza, ira...Me sobra juzgar a otros, mirarlos mal, señalarlos...

Me sobra mucho tiempo y me falta mucha más oración, me sobra impaciencia y me falta mucha más calma, me sobra mucha ira y me falta mucha más paz...

Me falta darme más a los demás, preocuparme más por ellos, caminar con ellos...

Por eso, tengo que empezar a ser santo...¡ya!

sábado, 10 de julio de 2021

PRINCIPIO, PLENITUD Y FIN DE LOS TIEMPOS

"En el principio de los tiempos habló Dios Padre,
en la plenitud de los tiempos habló Dios Hijo,
y en el fin de los tiempos habló Dios Espíritu Santo"

Existe un error muy común al confundir principio, plenitud y fin de los tiempos con el fin del mundo, cuando en realidad, son fases distintas de la historia de la salvación que, como sabemos, es la intervención, revelación y presencia de Dios trino en la historia del hombre.

Cuando hablamos de "el principio de los tiempos", nos referimos a la intervención, revelación y presencia de Dios Padre en la historia del hombreque comenzó tras el pecado original en el Edén con la promesa divina de Génesis 3,15: "Pongo hostilidad entre ti y la mujer, entre tu descendencia y su descendencia; esta te aplastará la cabeza cuando tú la hieras en el talón". Cuando la Palabra dice "descendencia" (de la mujer) está hablando de Jesucristo.
Cuando hablamos de la plenitud de los tiempos”, nos referimos a la intervención, revelación y presencia de Dios Hijo en la historia del hombre, que comenzó con la Encarnación de Jesucristo, el primer misterio gozoso de la Revelación de Dios y el momento establecido por Dios para cumplir la alianza que había hecho con el hombre en el paraíso y por la cual, su descendencia daría un Mesías. 

En su carta a los Gálatas 4,4, San Pablo denomina a la plenitud de los tiempos como "la fecha histórica en que el Hijo eterno toma naturaleza humana" y el papa Francisco la denomina como "la presencia en nuestra historia del mismo Dios en persona". 

Como escribe el hagiógrafo de la carta a los Hebreos: "En muchas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a los padres por los profetas. En esta etapa final, nos ha hablado por el Hijo, al que ha nombrado heredero de todo, y por medio del cual ha ido realizando las edades del mundo. Él es reflejo de su gloria, impronta de su ser. Él sostiene el universo con su palabra poderosa" (Hebreos 1,1-3).

La llegada de Dios Hijo al hombre señala el comienzo de una nueva era: la antigua alianza llega a su consumación y plenitud, así como la capacidad reveladora de Diospues a partir del Mesías, "Todo se ha cumplido". 
Ya no vendrá del cielo nada esencialmente nuevo, sino sucesivas profundizaciones y progresivos desarrollos del mensaje divino por la acción del Espíritu Santo, alma de la Iglesia, para que nuestro tiempo, nuestra historia, nuestra existencia llegue a su plenitud a través del encuentro personal con Jesucristo, Dios hecho hombre.

Cuando hablamos del "fin de los tiempos", nos referimos la intervención, revelación y presencia de Dios Espíritu Santo en la historia del hombre, al fin de la historia de la salvación, el tiempo dado por Dios para la conversión de los gentiles, es decir, de los no judíos, de nosotros. 

El fin de los tiempos es la era mesiánica, la era de la Iglesia, de la Cristiandad, o también el tiempo del Apocalipsis, que comienza con la Resurrección de Cristo y su Ascensión a los cielos. Consumada la plenitud de los tiempos”, el fin de los tiempos comienza con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés y termina con el fin del mundo. 

Cuando hablamos del "fin del mundo", nos referimos a la conclusión del mundo natural y físico con la 2ª Venida de Jesucristo, momento en el que se producirá el Juicio final, la resurrección de los muertos y la instauración de su reino divino y eterno. 
 
Es importante hacer notar que la Palabra de Dios nunca habla del "fin del mundo", sino del "fin de los tiempos", el "día de Yahvé", el "día del Juicio", la "Venida de Cristo", "la resurrección final", "la Parusía" o la " llegada del Reino de Dios", para referirse a una transformación y purificación: "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Apocalipsis 21, 1-5). 

Sin embargo, para muchas personas,  el fin del mundo significa la extinción de la civilización y la especie humana y de la vida en la tierra causadas por sucesos naturales (biológicos, geológicos, atmosféricos o astronómicos), por sucesos humanos (bélicos, químicos/nucleares, económicos o informáticos) o por sucesos sobrenaturales (alienígenas, extraterrestres). 

A lo largo de muchos siglos, muchos hombres, grupos y sectas religiosas han elucubrado y profetizado el día y la fecha en que acontecería el fin del mundo. Pero no ocurrió porque la Palabra de Dios nos asegura que nadie sabe el día o la hora, sólo Dios Padre"En cuanto al día y la hora, nadie lo sabe ni los mismos ángeles del cielo, ni siquiera el Hijo de Dios. Solamente el Padre lo sabe" (Mateo 24, 36; Marcos 13, 32). 

Las Sagradas Escrituras nos dicen lo que debemos hacer

"Aguardad que se cumpla la promesa del Padre, de la que me habéis oído hablar...No os toca a vosotros conocer los tiempos o momentos que el Padre ha establecido con su propia autoridad" (Hechos 1, 4 y 7).

"Estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre" (Mateo 24, 44).

"Vosotros sabéis perfectamente que el Día del Señor llegará como un ladrón en la noche...vivid sobriamente, revestidos con la coraza de la fe y del amor, y teniendo como casco la esperanza de la salvación. Porque Dios no nos ha destinado al castigo, sino a obtener la salvación por medio de nuestro Señor Jesucristo" (1 Tesalonicenses 5, 2 y 8-9).

"El Señor no retrasa su promesa, como piensan algunos, sino que tiene paciencia con vosotros, porque no quiere que nadie se pierda sino que todos accedan a la conversión. Pero el Día del Señor llegará como un ladrón
" (2 Pedro 3,10).

"Así, pues, hermanos, manteneos firmes y conservad las tradiciones que habéis aprendido de nosotros, de viva voz o por carta. Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y Dios, nuestro Padre, que nos ha amado y nos ha regalado un consuelo eterno y una esperanza dichosa, consuele vuestros corazones y os dé fuerza para toda clase de palabras y obras buenas" (2 Tesalonicenses 2, 15-17).
Las Sagradas Escrituras nos anuncian que "la venida de Cristo será pronto" pero antes es necesario un tiempo de espera para discernir los signos y señales que antecederán al Reino de Dios:

-Falsas religiones y sectas: "Vendrán muchos en mi nombre, diciendo: 'Yo soy el Mesías', y engañarán a muchos" (Mateo 24,4).

-Guerras: "Vais a oír hablar de guerras y noticias de guerra. Cuidado, no os alarméis, porque todo esto ha de suceder, pero todavía no es el final" (Mateo 24,6).

-División, hambre, epidemias y terremotos: "Se levantará pueblo contra pueblo y reino contra reino, habrá hambre, epidemias y terremotos en diversos lugares; todo esto será el comienzo de los dolores" (Mateo 24,7-8).

-Persecución y odio: "Os entregarán al suplicio y os matarán, y por mi causa os odiarán todos los pueblos." (Mateo 24,9).

-Renuncias y traiciones: "Muchos se escandalizarán y se traicionarán mutuamente, y se odiarán unos a otros" (Mateo 24,10).

-Apostasía, falsos profetas: "Aparecerán muchos falsos profetas y engañarán a mucha gente" (Mateo 24,11). "Que nadie en modo alguno os engañe. Primero tiene que llegar la apostasía y manifestarse el hombre de la impiedad, el hijo de la perdición (2 Tesalonicenses 2,3).

-Iniquidad, maldad y falta de amor: "Y, al crecer la maldad, se enfriará el amor en la mayoría; pero el que persevere hasta el final se salvará" (Mateo 24,12). "Porque el misterio de la iniquidad está ya en acción; apenas se quite de en medio el que por el momento lo retiene, entonces se manifestará el impío, a quien el Señor Jesús destruirá con el soplo de su boca y aniquilará con su venida majestuosa. La venida del impío tendrá lugar, por obra de Satanás, con ostentación de poder, con señales y prodigios falsos, y con todo tipo de maldad para los que se pierden, contra aquellos que no han aceptado el amor de la verdad que los habría salvado" (2 Tesalonicenses 2,7-10).

-Mentira e injusticia: "Así, todos los que no creyeron en la verdad y aprobaron la injusticia, recibirán sentencia condenatoria" (2 Tesalonicenses 2, 12).

-Tribulación"Habrá una gran tribulación como jamás ha sucedido desde el principio del mundo hasta hoy, ni la volverá a haber. Y si no se acortan aquellos días, nadie podrá salvarse. Pero en atención a los elegidos se abreviarán aquellos días" (Mateo 24,21-22).

-Evangelización: "Y se anunciará el evangelio del reino en todo el mundo como testimonio para todas las gentes, y entonces vendrá el fin" (Mateo 24,14)

Los cristianos sabemos que el fin del mundo significa la intervención definitiva de Dios conforme a su plan inicial creador y que el mensaje de Jesucristo no es un mensaje de miedo, tragedias y catástrofes sino una "buena noticia"  que nos regala la oportunidad de vivir eternamente en paz, amor, justicia y alegría.

Puede ser que mientras esperamos su venida, encontremos nuestra propia muerte, nuestro día de juicio particular, nuestro destino último y definitivo en la presencia de Cristo. Por eso, debemos estar preparados para que, en ese momento, podamos presentarnos ante Él habiendo vivido una vida sobria de fe, esperanza y amor conforme al Evangelio. 

Y mientras llega ese momento final, le repetimos en cada Eucaristía:

"¡Maranatha!
¡Ven, Señor Jesús!"
(Apocalipsis 22, 20)

viernes, 2 de noviembre de 2018

LA CLAVE DE LA FELICIDAD

Resultado de imagen de felicidad en dios
"Busca en el Señor tus delicias, y él te dará lo que tu corazón desea" 
(Salmo 37,4)

La búsqueda de la felicidad es el mayor deseo del hombre. Sin embargo, la busca donde no puede encontrarla, en el exterior, porque la felicidad no está basada en poseer cosas, ni en éxito ni triunfar socialmente, ni en disfrutar de los placeres del mundo. 

Dios ha puesto en el corazón del hombre un profundo anhelo de felicidad, de plenitud, de sed de infinito. La felicidad está dentro de nosotros, es la presencia misma de Dios en nosotros y en nuestra vida lo que nos produce gozo y alegría.

La felicidad consiste en ver a Dios a nuestro lado y cómo interviene en todos los acontecimientos de nuestra vida. Consiste en ver todos los maravillosos regalos que Dios nos ofrece cada día, en cada situación, en cada persona que se cruza en nuestro camino y agradecérselo. Consiste en aceptar al voluntad de Dios aun a pesar de las dificultades y confiar plenamente en su Providencia. Consiste en estar en paz y en gracia, abandonados a la acción del Espíritu Santo.

Pero la felicidad completa va más allá de esta vida. La felicidad plena la encontraremos en el cielo, destino al que todos estamos llamados. Nuestra recompensa está allí.

Imagen relacionadaEn el capítulo 5 del Evangelio de Mateo Jesucristo nos da la clave de la felicidad: "Felices los pobres en el espíritu, los mansos, los que lloran, los que tienen hambre y sed de la justicia, los misericordiosos, los limpios de corazón, los que trabajan por la paz, los perseguidos... Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo".

El Señor nos muestra el camino que, a pesar de todas las dificultades, conduce a la verdadera felicidad. Sólo Él puede satisfacer nuestras expectativas, muchas veces frustradas por las falsas promesas mundanas, por el conformismo, por el relativismo, por las máscaras que falsean la vida.

Es Jesús quien suscita en nuestros corazones el deseo de hacer de nuestra vida algo grande, cuya culminación está en el cielo, junto a Dios. 

Es Cristo quien nos da un motivo de verdadero gozo y esperanza para descubrir y celebrar la fuerza y ternura de Dios, abrirnos a su amor, dejarnos moldear por Él y convertirnos en santos, en bienaventurados.

Es en Dios donde está la clave de la felicidad.

martes, 5 de julio de 2016

LOS CRISTIANOS ESTAMOS DE PASO




"Queridos, os exhorto a que, como extranjeros y forasteros, 
os abstengáis de las apetencias carnales que combaten contra el alma. 
Tened en medio de los gentiles una conducta ejemplar a fin de que, 
en lo mismo que os calumnian como malhechores, 
a la vista de vuestras buenas obras den gloria a Dios en el día de la Visita."

1 Pedro 2, 11-12

Un sacerdote amigo mío siempre dice que "si todo nuestro propósito en la vida está basado en estudiar durante nuestra juventud para conseguir un trabajo, para sufrir problemas y jefes durante nuestra madurez, para ganar dinero y pagar comida, ropa e hipotecas hasta nuestra vejez y, en definitiva, vivir una vida llena de preocupaciones e inquietudes, la vida no tiene sentido"

Y estoy de acuerdo: si todo se reduce a esto, ¿para qué vivir? ¿Cuál es nuestro verdadero propósito?

Nuestra vida en la tierra es corta y breve. Los cristianos estamos de paso en este mundo. 

Nuestro objetivo es la vida eterna y por tanto, debemos vivir esta etapa finita, sin preocupaciones excesivas, sin apegos enfermizos a las cosas materiales que no nos llevaremos a la tumba y con la mente puesta en nuestro objetivo final: la vida plena.

El apóstol Pedro, en su primera carta, nos da las pistas de cómo debemos vivir los cristianos:

Vivir como forasteros

Un forastero es una persona que está de viaje, está de paso, en tránsito hacia un destino final y que hace una pausa temporal en un lugar que no es su tierra natal.

Los cristianos estamos de paso, no podemos llamar "casa" a este mundo.

La eternidad es nuestra morada. Pero en ocasiones, nos acomodamos en nuestro domicilio temporal y lo idealizamos como si fuera permanente. 

Nos atrae el materialismo y las "cosas de este mundo" y nos olvidamos de cuál es de verdad nuestro hogar. 

Por ello, debemos vivir como extranjeros. Eso no significa ser antisocial o vivir aislados, sino tener la mente puesta en unos valores diferentes a los que sí son de esta tierra y pensar a más largo plazo.

Vivir como soldados

Un soldado es una persona que lucha en el campo de batalla por defender unos valores y unas creencias, en definitiva, lucha por la libertad: "La verdad os hará libres" (Juan 8, 32) 

Eso somos los cristianos, soldados. 

Cada día, cuando nos levantamos, nos enfrentamos a una lucha, ya sea en casa, en el trabajo, en el vecindario o en cualquier otro lugar, donde nos enfrentamos a una elección: sucumbir y someternos al pecado o luchar contra él.

Si queremos vivir como verdaderos cristianos, debemos vivir como soldados. No se trata de ser beligerantes, agresivos ni violentos, sino de luchar contra el mal y derrotar al pecado.



Vivir como embajadores

La tarea de un embajador es representar a una persona de mayor rango o superior que no está físicamente presente o visible. 

De la misma manera, nosotros debemos estar siempre alerta, "de guardia": "Velad, manteneos firmes en la fe, sed hombres, sed fuertes" (1 Corintios 16, 13).

No hay un momento en la vida, ya sea de vacaciones, en el trabajo, en el vecindario o donde sea, en el que no estemos llamados a vivir con una mentalidad y una actitud de embajadores. Representamos a Alguien superior a nosotros: a Dios, y debemos ser ejemplo suyo.


Estamos motivados por una sola pasión: el amor de Dios y de alguna manera, Dios nos regala su Gracia y usa nuestras vidas para que le representemos, basándonos en la verdad y alegría del Evangelio.

Si queremos vivir como verdaderos cristianos, tenemos que vivir como embajadores. Ya que no actuamos en representación propia, hablaremos con palabras que honren a Dios, viviremos de manera admirable y actuaremos siempre para dar gloria al Rey de Reyes.

El propio Jesucristo nos mostró el camino: vino a la tierra durante un corto espacio de tiempo para darnos plenitud. 

El Señor vivió como extranjero en la tierra y sin apegos a las cosas materiales: "las zorras tienen madrigueras y las aves tienen nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene dónde reclinar la cabeza "(Lucas 9,58).

Jesús luchó como soldado contra la hipocresía y la vanidad del mundo judío y contra las tentaciones del Diablo, sacrificando su vida valientemente para vencer al pecado y a la muerte: "Les quitó su poder a las autoridades del mundo superior, las humilló ante la faz del mundo y las llevó como prisioneros en el cortejo triunfal de su cruz." (Colosenses 2, 15). 


Cristo fue un perfecto y obediente embajador de Dios, que cumplió siempre la voluntad de Aquel a quien representaba: "porque he bajado del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado".(Juan 6, 38).


Por tanto, igual que nuestro Maestro y Señor, los cristianos... estamos de paso.






jueves, 26 de noviembre de 2015

HÉROES DEL AMOR RESTAURADO


"Morir de amor es morir por dentro, 
quedarme sin tu luz, perderte en un momento...
¿Cómo decirte que lo siento, que tu ausencia es mi dolor, 
que yo, sin tu amor me muero"

Morir de amor, Miguel Bosé, 1980


Hubo un tiempo en que no me sentía llamado a nada ni por nadie. Mi vida no era ni mucho menos plena, se basaba en una continua pero estéril búsqueda, sin horizonte, sin propósito, en una queja constante, en un "sin vivir" vacío. Eso no era "vida", ahora lo sé.

Comencé a vivir de verdad cuando mi Padre me vio llegar de lejos con la cabeza agachada, me tendió sus brazos amorosos y me besó, perdonó todos mis desordenes sin reproche, me acogió en su casa "haciendo fiesta" y me devolvió mi dignidad de hijo suyo.

Me brindó su casa y su familia para descansar, no para acomodarme ni para llevar una vida plácida, sin más. Primero me acogió, me sanó y me restauró. Ahora me pide todo lo que sabe que puedo dar, y me dice cómo y dónde darlo.

Su petición es una llamada a ser discípulo suyo en mi propia realidad, a ser apóstol en mis circunstancias, a ser misionero en mi camino. El campo de siembra es un espacio multifocal que se desarrolla en mi propia casa, en mi familia, en mi matrimonio, en mi círculo de amigos, en mi ambiente laboral o en mi vecindad.

La plenitud de mi vida no depende de la dificultad  de las circunstancias o la complejidad de los problemas a los que me enfrente, sino de mi actitud interior, derivada de un amor infinito, seguramente inmerecido, pero por el que me entrego por completo, con sumisión y obediencia, diciéndole a Dios que sí a todo y en todo momento, rogándole: cúmplase tu voluntad, no la mía.

Mi ministerio consiste en dar sin esperar, en servir a otros hasta que duela, en ser pequeño, incluso en ser el último, en despojarme de toda arrogancia y vanidad.

Mi servicio busca pasar desapercibido, no busca reconocimiento, huye del mérito propio y no lleva cuenta del esfuerzo ni deja espacio a la queja. 

Mi labor sigue el ejemplo de Aquel que me amó primero, de Aquel que murió y resucitó por mi, de Aquel que vino a servir y no a ser servido, de Aquel a quien ahora conozco personalmente y a quien no puedo dejar de dar gracias y amar.

Amar y servir son las prioridades en mi vida. Todo lo demás, me viene por añadidura. ¿Quién puede cansarse de dar amor? ¿Quién puede vivir sin servir?¿sin amar?

viernes, 30 de octubre de 2015

EL ANHELO HUMANO DE PLENITUD COMPLETA




“Me eleva tanto, que no quiero bajarme de la nube.
Soy adicto y no me canso.
Querido, sabes que eres mi demonio.
Y aunque nunca tengo bastante, lo necesito.
Y aunque no me llena, lo anhelo”

(I just can't get enough, Black Eyed Peas)

El egoísmo se centra en lo que uno tiene, pero su satisfacción es efímera, por lo que subyace un sentimiento profundo de inquieto anhelo por lo que uno no tiene, por "no tener suficiente", por “pensarse” incompleto. 

Muchos piensan que el relato del Génesis sobre Adán y Eva es una fábula. Yo quiero pensar que es un espejo donde mirarnos, un “tipo” que nos representa y nos define, también hoy en día.

El primer hombre y la primera mujer estaban más cerca de Dios que cualquier otra criatura en la tierra, tenían relación directa con Él, hablaban con Él y experimentaban su presencia.

Lo tenían todo, todo cuanto se puede desear: salud, perfección, eternidad y sus necesidades físicas completamente satisfechas. Y a pesar de todo, sucumbieron al espejismo del “quiero más” y comieron de la fruta del único árbol que Dios les prohibió. No tenían suficiente porque estaban centrados en lo que “no tenían” y no valoraban lo que sí tenían.

Hoy, al igual que Adán y Eva, nosotros comemos la fruta prohibida, no valoramos lo que tenemos: nuestro Dios, nuestra vida, nuestra familia, nuestro trabajo, etc. Tentados y engañados por la misma serpiente rastrera que lo hizo con nuestros primeros padres, nunca tenemos suficiente y deseamos más, y con ello, nos alejamos de Dios, que es lo que Satanás pretende.

Al alejarnos de Dios, que es el único que nos ofrece duradera alegría, auténtico propósito, vida plena y verdadera satisfacción, nuestro destino es “sudar por nuestro pan de cada día”, por tener más “hasta que volvamos a la tierra”. Cuánto más dinero, más contento; cuántas más cosas, más satisfacción; cuánto más éxito, más felicidad.

El hombre busca desesperadamente algo que ya tenía con Dios y que perdió al no valorarlo, al rechazarlo; y lo intenta recuperar a través de un ansia por lo nuevo, de un afán por lo mejor, y de un empeño por poseer más.

Esta continua insatisfacción es utilizada por el diablo para confundirnos y desviarnos hacia el consumo compulsivo de cosas materiales (tecnología, moda, dinero, posesiones) y espirituales (éxito, poder, yoga, meditación), como si de ello dependiera exclusivamente nuestra vida. El lema del mundo es: “consumo, luego existo”.

Sutilmente, interiorizamos que lo que tenemos nunca es suficiente, que nuestra razón de ser está vinculada a lo que no poseemos y que, por ello, debemos conseguirlo. Nos hallamos enredados en un bucle interminable que nos ofrece una vida sin propósito, que en sí misma es una “muerte en vida”.

La energía con que Satanás alimenta el deseo del “quiero más” genera una energía opuesta de igual intensidad (ley de Newton) que provoca finalmente nuestra caída y expulsión de la vida. Y cuando lo perdemos todo, nos damos cuenta de lo desnudos que estamos, de lo “poco” que somos.

Mientras tanto, sembramos infelicidad para nosotros mismos y para los demás. Con ello, estamos ayudando a conseguir el propósito del enemigo de Dios, que es establecer el infierno en la tierra: desasosiego, inquietud, aburrimiento, negatividad, ansiedad e insatisfacción. En una palabra, infelicidad. 

¿Cómo ha de responder un cristiano  a la tentación del “quiero más”? 
El Papa Francisco advierte: “El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada” (Evangelii Gaudium, 2).

Todos experimentamos, en mayor o menor medida, este deseo insatisfecho del “quiero más” debido, fundamentalmente, a dos causas externas: primero, como ya sabemos, porque hemos heredado el pecado original de nuestros primeros padres y segundo, porque al nacer en este “nuevo jardín” desarrollarnos esta cultura del “nunca es suficiente” y ello nos afecta 
directamente.

Sin embargo, este deseo insatisfecho no es una cuestión totalmente externa. Todos ambicionamos ser felices, y queremos serlo infinitamente, es decir, anhelamos saciarnos completamente y para siempre. En realidad, la cultura del consumo se aprovecha de una fuerza interior e innata del ser humano: el anhelo de plenitud completa

Para que un cristiano pueda responder a la tentación del “nunca es suficiente”, presente en el mundo y en nuestros corazones, debe cuestionarla profundamente. No para eliminarla de raíz sino para buscar lo que de verdadero tiene. 

Es en nuestro propio corazón donde podemos reconocer el anhelo de ser felices y preguntarnos si lo que nos propone el mundo y su amo lo puede llenar. 

Es allí donde debemos evitar que se instale el Tentador y hacer sitio al único que verdaderamente nos calmará esa sed. Y ese no es otro que Jesucristo, quien, en su infinitud y perfección, es el “agua que sacia mi sed”.