¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas pero queremos que nos cuentes las tuyas.
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lunes, 13 de mayo de 2019

LAMENTAR NUESTRAS PÉRDIDAS DE VOCACIONES

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"Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, 
como una es la esperanza a que habéis sido llamados." 
(Efesios 4, 4)

Continuamente vemos a nuestro alrededor la gran preocupación dentro de la Iglesia Católica Occidental por la falta de vocaciones sacerdotales y religiosas. Es un gran dolor y una enorme pérdida para todos nosotros, la Iglesia de Cristo.

Sin embargo, no podemos, no debemos... quedarnos en el "lamento de nuestras pérdidas". Es preciso compartirlas primero con Jesús, para después, hacerlo con el mundo. Es necesario lamentarnos con Cristo, para después, alegrarnos con el mundo. Es imprescindible conocer primero para después, dar a conocer.

Una vez escuché a un sacerdote decir que "no pueden existir vocaciones sin comunidades que las susciten". Aquí está, quizás, el principal problema.

Aunque la falta de vocaciones tiene muchas causas: sociales, políticas, ideológicas, demográficas y también doctrinales, uno de los motivos fundamentales es la vivencia de la fe de muchas comunidades desplazada a un ámbito marginal, íntimo y poco visible.

Resultado de imagen de perdida de vocacionesNos quejamos de la cantidad de niños, jóvenes y adultos que abandonan y se alejan de la Iglesia, pero...¿qué hacemos para remediarlo? ¿salimos al mundo con alegría o permanecemos en casa perdidos en el lamento?

Resultado de imagen de perdida de vocacionesNos quejamos de que esta sociedad está secularizada y que la mayoría de las personas se autoproclaman con orgullo agnósticos o incluso ateos, pero...¿qué hacemos para revertirlo? ¿salimos al mundo con amor o nos quedamos en casa esclavizados por el rencor?

Nos quejamos y buscamos culpables, como los dos de Emaús, mientras caminaban desesperanzados de regreso a su aldea, pero no hacemos nada salvo mirar al suelo desconsolados, lamentando nuestras pérdidas (de vocaciones). 

Cristo sigue caminando a nuestro lado y nosotros...seguimos sin reconocerle. Tenemos las herramientas que Él nos ofrece en nuestras manos, pero no sabemos cómo usarlas porque no escuchamos.

En lugar de ponernos en "acción", en "camino", culpamos desde "nuestros sesenta estadios" a las escuelas, colegios y universidades, porque no enseñan a Cristo; culpamos a los padres por su falta de compromiso para transmitir la fe a sus hijos; culpamos a los sacerdotes porque no enseñan, no forman y no discipulan a sus fieles.

Nos quejamos porque bregamos toda la noche y no pescamos nada, mientras nos empeñamos en seguir guiándonos por nuestra experien
cia, por nuestro "saber hacer", en lugar de escuchar al Maestro, para que nos diga por qué lado "lanzar las redes".

Sinceramente, estoy convenci
do de que faltan vocaciones (de todo tipo) porque no enseñamos "por qué creemos lo que creemos". 

Faltan vocaciones porque no llevamos a los demás a una "inmersión más profunda", a un "mar adentro". 

Faltan vocaciones porque no anunciamos a Cristo vivo y resucitado. 

Faltan vocaciones, quizás...porque hemos perdido la esperanza, como los dos de Emaús. 

Faltan vocaciones porque hemos perdido una fe, para compartirla con el mundo, como Pedro y los apóstoles.

Faltan vocaciones porque nos conformamos con ofrecer una fe superficial, sin sustancia, sin profundidad. Una fe de "asistencia obligada", de "consumo íntimo", de "introspección sentimental". O incluso, una fe que nos es "desconocida".

Y es que pasa que, cuando nuestra fe es probada, rara vez podemos respaldar con palabras lo que creemos, rara vez podemos mostrar en qué se fundamentan nuestra fe y nuestra esperanza. ¿No será porque nuestro corazón ha dejado de "arder"?

Como en el relato de Emaús y en el de la pesca milagrosa de Tiberiades, sólo es posible provocar ese ardor en nuestros corazones, si tenemos una experiencia íntima con Cristo resucitado, si nos encontramos cara cara con Emmanuel "Dios con nosotros", si mantenemos una relación de amistad con Jesús, nuestro amigo.

Y eso se produce cuando escuchamos Su Palabra y, a continuación le invitamos a nuestra casa. Entonces, al partir el pan, le reconocemos y nuestro corazón arde. 

Y arde de tal forma, que no podemos callárnoslo, no podemos quedárnoslo para nosotros. Tenemos que "salir". Es entonces, cuando nuestra vocación (la de todos) sale a la luz. Es cuando nuestro corazón nos mueve a la misión. 

Creo sinceramente que la misión de todos los cristianos del siglo XXI es la de volver al "Origen", al "Principio", es decir, a anunciar a Jesucristo Resucitado a una sociedad descristianizada. Sólo así surgirán vocaciones...de todo tipo...

¿Por qué? porque creo que, para la gran mayoría de las personas de nuestra sociedad occidental, Jesucristo se ha quedado en un hecho histórico: un buen hombre con un buen mensaje que murió y punto. 

Quizás, hemos dado un mal anuncio de Cristo. Quizás, le hemos anunciado como un médico divino que está a nuestro servicio y conveniencia, que utilizamos sólo cuando le necesitamos, en los momentos de dificultad y sufrimiento...como si no le necesitáramos siempre.

Pero nuestra fe y nuestra esperanza se basan en que Jesucristo ha resucitado. El apóstol Pablo nos lo recuerda en 1 Corintios 15, 14: "Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana nuestra fe."
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Debemos aprender y enseñar cómo compartir nuestra fe en la confianza de que Cristo siempre está a nuestro lado, en nuestras vidas, en nuestras pérdidas. 

Debemos aprender y enseñar cómo anunciar a Jesús a un mundo necesitado de su amor.

Debemos aprender y enseñar cómo desarrollar una visión divina de nuestra existencia, en lugar de una visión humana sostenida por el relativismo, el secularismo, el buenismo, la tolerancia inútil, el "todo vale", el "vive y deja vivir", el "ama y no juzgues"...

Debemos aprender y enseñar cómo perseverar en la incomodidad, en el sufrimiento, en la pérdida, en lugar de buscar el hedonismo, lo "fácil" y lo "cómodo".

Debemos aprender y enseñar cómo cimentar sólidamente nuestra fe para que nuestra esperanza no se derrumbe con los primeros atisbos de huracán.

No pretendo ser pesimista ni desalentador. Simplemente, pretendo tomar consciencia para despertar de nuestro lamento y de nuestra queja, y para ponernos "en marcha". 

San Benito definió su misión con el "Ora et Labora". Sin embargo, nuestras faltas de vocaciones no creo que se deban a la falta de "oración" y sí a la ausencia de "acción".

Albert Einstein dijo que "no podemos pretender que las cosas cambien, si seguimos haciendo siempre lo mismo". Para que una situación cambie, debemos empezar por cambiar nosotros. Debemos hacer que las cosas "ocurran".

La Palabra de Dios, en el Antiguo Testamento, nos advierte: "murió también toda aquella generación que no conocía al Señor ni lo que había hecho por su pueblo" (Jueces 2, 10) . Y yo me pregunto: ¿dejaremos que las futuras generaciones mueran sin el amor de Dios?¿cómo podemos hacer que las siguientes generaciones conozcan a Dios? ¿estando cómodos en nuestra fe íntima o incómodos en nuestra fe comunitaria? ¿quedándonos en nuestra zona de confort o saliendo a nuestro mundo de misión?

Y por si acaso se nos olvida, en el Nuevo Testamento, el Cristo del Apocalipsis llama a conversión a la Iglesia, cuando escribe a las siete Iglesias de Asia, alternando elogios y recriminaciones. Sólo dirige acusaciones a dos de las Iglesias, Sardes y Laodicea, y por supuesto, lo hace con dureza pero con inmenso amor... A ambas no les exige cambios de imagen o mensaje, sino simplemente, fidelidad a la doctrina recibida, y vuelta al amor primero (Apocalipsis 3, 1-22).

La Nueva Evangelización del mundo es la vuelta al "Principio", al "amor primero", y atañe a todo el pueblo de Dios, ya sean sacerdotes, religiosos o laicos. No podemos olvidar la misión que Cristo nos encomendó...a todos!!!

El apóstol Pablo, en su carta a los Romanos nos dice que la fe debe ser predicada, que Cristo debe ser proclamado, porque Dios se manifiesta en nuestras vidas a través de una fe en continuo crecimiento (Romanos 1,17; 10,17). 

Así pues, tanto la evangelización de los no creyentes, como la reevangelización de los innumerables jóvenes y adultos bautizados alejados, como la suscitación de vocaciones sacerdotales, religiosas y apostólicas, comienzan por el anuncio del Evangelio... el Evangelio de Jesucristo, que es "el mismo ayer y hoy y siempre" (Hebreos 13,8).

Todo comienza con el anuncio de Jesucristo que, caminando siempre a nuestro lado, espera pacientemente a que le reconozcamos. 

Un Anuncio que habla de pecado y gracia, tierra y cielo, anarquía y Reino, Príncipe de este Mundo y Cristo Rey, debilidad humana de la carne y fuerza gloriosa del Espíritu, condenación eterna o salvación eterna...

Un Anuncio del único Evangelio verdadero, que no se "descafeína" ni se "edulcora", que no proclama falsificaciones ni silencios, que no predica una moral "ñoña y lánguida", "triste y retrógrada", que no enseña una fe "light", "acomplejada" o "sentimentalista".

Sólo anunciando al Cristo real, vivo y resucitado, evitaremos la pérdida continua de fieles, vocaciones y dará sentido a nuestra fe. Proclamándolo "desde dentro hacia afuera", en lugar de "desde dentro hacia dentro". 

Nuestra fe y esperanza en Jesús es para gritarla a los cuatro vientos, pero sólo podremos hacerlo si "arde nuestro corazón".

"Recemos y pongámonos en acción".


martes, 11 de diciembre de 2018

SOBREVIVIR A UN HIJO

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Señora mía, ¡Qué dolor el tuyo! ¡Qué dolor el mío…! 
¡Qué dolor el de ambos! ¡Se nos ha muerto un hijo…! 
El tuyo más grande, la mía pequeñita… 
¡Los dos tan hermosos!
 ¡Un Dios y una niña! 
¡Qué dolor el tuyo, entregarlo a los hombres…; 
…qué dolor el mío, entregársela a Dios!


Hoy he estado acompañando a mi mejor amigo y a su mujer, en el calvario de la muerte de su única hija de quince años, Lola. 

El desgarrador y profundo dolor de unos padres desesperados, desolados y a la vez, impotentes, nos han hecho derramar a todos, lágrimas sinceras desde lo más profundo de nuestros corazones. 

El escenario devastador de una pérdida tan irreparable nos ha hecho meditar, a todos los que tratábamos de consolar, en vano, a esos padres destrozados por el sufrimiento, sobre el propósito de nuestras vidas. 

Algunos de los presentes se preguntaban ¿cómo se gestiona esto? ¿cómo se interioriza la muerte de un hijo? ¿cómo se controla esta situación?

Una vez escuché a alguien decir una frase que durante mucho tiempo he hecho mía: "Ningún padre debería sobrevivir a un hijo"

Porque la muerte de un hijo no es natural ni lógica. Porque no sólo implica la pérdida de su presencia física sino también el quebrantamiento de los sueños y proyectos que, como padres, habíamos imaginado para su vida. 

La muerte de un hijo es un "agujero negro" que todo lo engulle y que no puede explicarse. Es una "bofetada" a las promesas, a los dones y sacrificios de amor que los padres han entregado a la vida que han hecho nacer. 

Algunos psicólogos afirman que las reacciones tras un suceso tan dramático dependen de la manera en que se produce la muerte. No puedo estar de acuerdo. El dolor de los padres ante una pérdida tan inmensa es personal e intransferible. 

Nadie podemos acercarnos ni siquiera a intuirlo, ni tampoco a comprenderlo y mucho menos a explicarlo. Y seguramente sea así porque el mundo no quiere hablar de la muerte. Prefiere obviarla porque no puede explicar nada más allá de ella.

De poco sirven las palabras, seguramente sinceras, de ánimo. 
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De poco sirven los consejos de los psicólogos para afrontar y reconducir esas vidas rotas y quebradas. 

De poco sirven los razonamientos humanos para explicar lo sucedido y reparar esa ausencia.

La angustia y la pena por la marcha de un hijo hace que todo nuestro universo se derrumbe, se transforme y nos avoque a la necesidad de encontrar algo más grande que nosotros mismos, para poder afrontar lo que sentimos y sufrimos; para hallar, no tanto una explicación, sino un consuelo; para encontrar, no tanto un "por qué", sino un "para qué".

A menudo, creemos que tenemos el control de nuestras vidas y la de las personas que nos rodean. Creemos que podemos gestionar cualquier situación que se nos presente. 

Sin embargo, ante la muerte de un hijo, caemos en un profundo abismo en el que tomamos consciencia de lo vulnerables y frágiles que somos. Una fosa en el presente que engulle el pasado y el futuro.

Resultado de imagen de manos luzSólo desde los ojos de la fe, puede abrirse la única dimensión capaz de dar sentido a lo que racionalmente no lo tiene y que no logramos aceptar.

Sólo desde la mirada de la esperanza cristiana, podemos seguir caminando por este peregrinaje temporal hacia un hogar eterno. 

Sólo desde la confianza en un Dios que nos ha creado por amor, podemos llegar a vislumbrar que hemos sido pensados para algo mejor y más duradero.

Según palabras del papa Francisco:“Cuando toca a los queridos familiares, la muerte nunca es capaz de parecer natural. Sobrevivir a los propios hijos tiene algo particularmente angustioso, que contradice la naturaleza elemental de la relación que da sentido a la misma familia. Es nuestra fe la que nos protege de la visión nihilista de la muerte, como también de los falsos consuelos del mundo. Sólo desde nuestra confianza en Dios podemos sacarnos de la muerte su ‘aguijón', a la vez que podemos impedir que nos envenene la vida, echar a perder nuestros afectos y hacernos caer en el vacío más oscuro”.

Ante la pérdida de un ser querido no se debe negar el derecho al llanto. Tenemos que llorar como también Jesús "rompió a llorar" y se "turbó profundamente" por el duelo de una familia que amaba. También la Virgen María sufrió y lloró el padecimiento y la muerte de su amado Hijo.

Pero tras nuestro llanto por el durísimo paso de la muerte de un hijo, también hemos de dar el paso seguro del Señor, crucificado y resucitado, con su irrevocable promesa de la resurrección de los muertos: "Los cristianos sabemos que el amor de Dios es más fuerte que la muerte porque ésta ha sido derrotada en la cruz de Jesús y Él nos restituirá en familia a todos" (Papa Francisco).



Por eso, Lola, espéranos en el cielo. Allí, te veremos de nuevo.

miércoles, 16 de agosto de 2017

¿POR QUÉ PARECE QUE DIOS NO ME ESCUCHA?

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"Si me abandonaran mi padre y mi madre, 
me acogería el Señor. 
Enséñame, Señor, tus caminos, 
y guíame por sendero llano."
(Salmo 27,10-11)

Cuantas veces, ante los problemas, creo que Dios se olvida de mí y pienso: ¿Por qué me abandona Dios? ¿Es que acaso no soy digno de ser escuchado? Rezo y no tengo respuesta. Me siento abandonado, solo y desamparado. Si Dios me ama ¿por qué permite que me ocurran cosas malas? ¿Por qué no me responde?

Lo cierto es que me enfoco tanto en mis problemas y en las cosas que me ocurren, que me olvido de que los tiempos y los planes de Dios para mi son distintos, aunque siempre para mi bien.

Dios no se ha olvidado de mí, siempre está pendiente y ha cuidado siempre cada detalle de mi vida, porque yo soy su hijo. Seguramente, lo que pasa es que Dios no va a hacer lo que me toca hacer a mí.

Mi falta de fe al no confiar completamente en su voluntad, mi ceguera al no ver lo que necesito ver y mi orgullo al intentar solucionar por mi mismo las situaciones que me angustian, me hacen ver sólo obstáculos y problemas. Y dejo de ver a Dios. Y tampoco le reconozco.

Dios no me quita los obstáculos cada vez que rezo. El desea que confíe y me deje guiar por el Espíritu Santo para vencer cualquier obstáculo. Lo que Dios busca es formar y fortalecer mi carácter.

Dios me ha dado toda la capacidad de poder convertir mis problemas en oportunidades, está en mis manos darles sentido o deprimirme en la pérdida. Entonces, ¿por qué me cuesta tanto creer que, con su ayuda, puedo cambiar las dificultades? ¿Por qué pienso que Dios se ha olvidado de mi? De ninguna manera. ¿No será que me he olvidado yo de Dios? Es lo más probable.

Olvidarme de Dios significa que no me abandono de verdad en Él, significa que no confío en que Él me dará una salida, significa que en lo profundo de mi corazón, me rebelo e intento solucionar las cosas sin Él.

Y lo que debo hacer es estar abierto a Su voluntad con un corazón agradecido y confiado, no con un corazón lleno de quejas y resentimientos. Entonces, ¿por qué no dejo mi problema en el altar? ¿Por qué no cambio mi corazón resentido por uno agradecido? ¿Por qué no dejo de vivir en la queja y comienzo a vivir en la confianza plena?

Cada vez que leo el pasaje del apóstol Lucas sobre los discípulos de Emaús (Lucas 24, 13-33), me veo reflejado tratando de explicarle a Dios cómo son las cosas (o cómo deberían ser). Él me escucha atentamente con una sonrisa, y me dice: "Qué torpe eres y qué tardo para creer lo que dijeron los profetas!".

Soy consciente de que me quedo en mis pérdidas, en lugar de reconocer a Cristo, que está conmigo, caminando. Y caigo una y otra vez. ¡Que torpe soy!

Y es que en el fondo, me cuesta confiar que Dios tiene un plan para mí y que quiere que lo lleve a cabo. ¡Qué desconfiado soy!

martes, 18 de julio de 2017

UNA MADRE EN EL CIELO

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El dolor por la pérdida de una madre nos rompe el corazón en mil pedazos. El abatimiento y la desazón nos hacen un nudo en el estómago por aquella que nos dio la vida y que ahora desaparece de ella.

Pero hoy, queremos evocar su memoria y el legado de amor que recibimos de ella en vida. Una madre que siempre buscó la felicidad de sus hijos, que se sacrificó por su bienestar y que puso todas sus fuerzas en su cuidado. 

Sacrificios que no han sido en vano y que ahora, desde el cielo nos mira, contenta por la forma en que vivimos nuestra vida, por las decisiones que tomamos, por la forma en que amamos…

Con nuestros rostros iluminados de amor, hoy le decimos sonriendo... “Mamá, aquí estoy, haciendo las cosas como me has enseñado”

Hoy abrazamos con una sonrisa su hermoso legado y con un corazón agradecido, le decimos: "¡¡Mamá, te quiero!!"





Dedicado a mi amiga Cristina y a mi mujer María José