¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.
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lunes, 25 de diciembre de 2017

EL SILENCIO EN LA LITURGIA

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Aún a riesgo de ser monótono y reiterativo, sigo desgranando el libro del cardenal Sarah "La fuerza del silencio", un compendio de formación teológica y litúrgica, que comparto en mis artículos de reflexión.

Hoy, me detengo en el capítulo III, donde el prefecto de la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los Sacramentos habla del "silencio litúrgico".


El Cardenal Sarah señala que, en Occidente, existe un cierto maltrato intencionado hacia la noción de sagrado.  De hecho, afirma que hay en la Iglesia quienes mantienen una pastoral horizontal centrada más en lo social y político que en lo sagrado, fruto de la ingenuidad y del orgullo.

A menudo, en la Iglesia occidental se desprecia la sacralidad, considerándola una actitud infantil y supersticiosa, la cual manifiesta - dice Sarah- el "engreimiento de unos niños mimados". 

Ante Dios, que quiere comunicarnos su amistad y su intimidad, los hombres sólo podemos alcanzarla con una actitud humilde y sincera, reconociendo nuestra pequeñez y nuestra miseria. 

Imagen relacionadaSin esta actitud de humildad radical no hay amistad posible con Dios. Ante su grandeza, el hombre debe empequeñecerse. ¿Quién es el osado que se atreve a alzar la voz ante el Todopoderoso? Ante su majestuosidad, nuestras palabras carecen de sentido y ni, por asomo, están a la altura de su Infinitud. 

Las Sagradas Escrituras nos exhortan a guardar silencio ante Dios "¡Silencio ante el Señor Yahveh," (Sofonías 1, 7) pero no como una prohibición que Dios nos impone ante su poder sino como una forma de adoración para comunicarse mejor con nosotros "¡Escuchadme en silencio!" (Isaías 41,1).

En "Orientale Lumen", S. Juan Pablo II nos exhorta a la "necesidad de aprender un silencio que permita a Dios hablar, cuando y como quiera".  El silencio sagrado permite al hombre ponerse gustosamente a disposición de Dios y a abandonar esa actitud arrogante y vanidosa  de que Dios está a nuestra merced y pendiente de nuestros caprichos infantiles.

El silencio sagrado en la liturgia nos ofrece la posibilidad de apartarnos del "mundanal ruido" y del "profano tumulto". El silencio es el lugar donde podemos encontrarnos con Dios al abandonarnos a Él en una confianza plena. 

El silencio sagrado debe limitar al mínimo las palabras durante la celebración eucarística. Los sacerdotes, las religiosas dedicadas al servicio, los ministros deben limitar palabras y movimientos, porque están en presencia de Aquel que es la Palabra.

Imagen relacionadaA partir de la reforma de Pablo VI, dice el cardenal, "se ha instalado en la liturgia un aire de familiaridad inoportuna y ruidosa, bajo el pretexto de intentar hacer a Dios fácil y accesible". 

Esta intención humanamente loable, reduce nuestra fe a simples buenos sentimientos, con los que "algunos sacerdotes se permiten comentarios interminables, planos y horizontales" en el convencimiento de que el silencio aleja a los fieles de Dios. 

"Algunos sacerdotes, con una actitud negligente y despreocupada,  se acercan al altar con aire triunfal, charlando, riendo o saludando  a los asistentes para hacerse los simpáticos, en lugar de sumirse en un silencio sagrado y reverencial ante la presencia del Todopoderoso, convirtiendo las celebraciones litúrgicas en tristes y superficiales espectáculos llenos de ligereza y mundanidad". 

Y es que, por desgracia, somos testigos en algunas ocasiones, de cómo sacerdotes y obispos actúan como "speakers" o  animadores de espectáculos y se erigen en "protagonistas de la Eucaristía". Todos deberíamos tener claro que el único protagonista de la Eucaristía es Jesucristo. El problema es que muchos dudan o incluso, no creen que Cristo esté presente.

Estoy completamente de acuerdo con Sarah cuando dice que "muchas veces, las palabras contienen una ilusión de transparencia, una espiritualidad deslumbrante que pretende entenderlo todo, dominarlo todo, ordenarlo todo".

Algo en lo que siempre debemos estar atentos, tanto laicos como sacerdotes, cuando damos testimonio de Dios o cuando hablamos en una homilía, es que nuestro objetivo debe ser siempre "alumbrar" y no "deslumbrar", nuestra meta debe ser mostrar a Dios y nunca a nosotros mismos.

La modernidad es charlatana porque es orgullosa. Las palabras deslucen todo aquello que las supera. Hechizados por el ruido de los discursos humanos y prisioneros de él, corremos el peligro de construir un culto a nuestra medida, un dios a nuestra imagen o como dice S. Juan Pablo II en Orientale Lumen, "el misterio sagrado se cubre de un velo silencioso para evitar que, en lugar de Dios, construyamos un ídolo, un becerro de oro".

Dios se nos revela a través de su Palabra pero cuando la traducimos a "palabra humana" pierde valor y rotundidad para hablar de su inmensidad, de su profundidad y de su misterio. Sencillamente, está lejos del alcance de nuestro pobre lenguaje humano. Querer definir al Señor con nuestras miserables y diminutas palabras es, cuanto menos, una sacrílega forma de empequeñecer a Dios. 

Dios es demasiado grande para tratar de comprenderlo y, menos aún, para tratar de definirlo. Nuestros testimonios u homilías deberían prepararse en el silencio de la oración, delante del Santísimo, donde Dios nos interpela, nos habla y nos hace saber lo que quiere de nosotros; y estoy seguro de que lo último que quiere es que hablemos de nosotros mismos.

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Como dice el cardenal Sarah "para hablar de Dios hay que empezar por callar, pues una homilía no consiste en una suma de conocimientos teológicos o de un compendio de interpretaciones exegéticas, sino en el eco de la palabra de Dios". 

De la misma forma, nuestro testimonio no debe ser una sucesión de hechos y vivencias sino la presencia evidente de Dios en nuestra vida.

Continúa diciendo que "la liturgia está enferma porque algunos sacerdotes, durante las celebraciones, ceden a la gran tentación de ser originales, introduciendo improvisaciones que no hacen sino banalizarla y desposeerla de su carácter sagrado". Habla, con rotundidad, de que las celebraciones se desarrollan con una "locuacidad ruidosa" por culpa de la "omnipresencia del micrófono" que las convierten en simples conferencias superficiales humanas.

El silencio litúrgico no es una pausa entre palabras o rituales, sino que es una disposición radical, una conversión. Etimológicamente, "conversión" significa "girarse", "volverse hacia Dios". 

Imagen relacionadaAsí, el cardenal defiende la celebración de cara a Oriente, es decir, el sacerdote de espaldas a la asamblea y vuelto hacia el Señor, porque "le protege de la tentación de convertirse en un espectáculo (show), en un actor protagonista, en un profesor que mira a su clase y que reduce el altar a un estrado cuyo eje no es la cruz sino el microfono".

Y es una realidad que yo he observado en algunos sacerdotes. No utilizan el mismo tono cuando oran en público, cuando están hablando al Señor, que cuando se dirigen a "su público". Parecen elevarse, e incluso ponerse por encima de Dios. Es cuando todas sus frases comienzan por "yo"...

Aparte de la homilía, durante la misa es necesario prescindir de cualquier discurso o explicación porque si no corremos el riesgo de convertir el culto de adoración y acción de gracias en la exhibición y exaltación del sacerdote. 

Cuando nuestra asistencia a la Eucaristía depende de la locuacidad o de la capacidad de expresarse del sacerdote, es señal inequívoca de que Dios no es lo importante para nosotros. 

Cuando los aplausos irrumpen  en la liturgia, es prueba evidente de que la Iglesia ha perdido la esencia de lo sagrado. 

Cuando el sacerdote se eleva al papel de actor protagonista, cuando habla de sí mismo, la liturgia deja de ser para gloria de Dios y santificación de los hombres y se convierte en un mitin personal en el que dejamos de mirar a Dios y miramos al hombre.

Me gustaría hacer mías las palabras tanto de Monseñor Guido Marini: "el silencio de los laicos durante la Eucaristía no significa inactividad o ausencia de participación, sino que nos sumerge en el acto de amor con el que Jesús se ofrece al Padre en la Cruz para salvarnos a todos", como las de Benedicto XVI, "las oraciones que hace el sacerdote en silencio le invitan a personalizar su tarea, a entregarse al Señor".

Podemos asegurar que el silencio exterior es la ausencia de ruido, de palabras y de actos, mientras que el silencio interior es la ausencia de afanes o deseos desordenados. 

Imagen relacionadaPor tanto, el ruido caracteriza al individuo que quiere ocupar un lugar preeminente o importante, que quiere presumir o exhibirse. 

El silencio interior caracteriza a la persona que quiere ceder su lugar a otros y sobre todo, a Dios, alguien en disposición hacia Dios, alguien "vuelto hacia Dios". 

Y nuestro mayor ejemplo de silencio y disposición humildes es nuestra Madre María, la Virgen Santísima, que nos prepara, precede y muestra el camino para el encuentro con Dios. 

El "Hágase en mí según tu palabra" que debemos imitar de María implica silencio, humildad y obediencia para que la Palabra de Dios hable y cobre vida en nosotros.

En conclusión, tenemos que guardar silencio, no por una cuestión de ociosidad sino de actividad. Un silencio activo en el que nuestro móvil interior esté con plena batería y con la máxima cobertura para poder recibir la llamada de Dios.