¿QUIÉN ES JESÚS?

La vida de Jesús siempre ha suscitado preguntas a lo largo de los últimos dos mil años.

¿Cómo pudo un carpintero que fue ejecutado por los romanos convertirse en el hombre más famoso de la historia?
¿Fue Jesús alguien verdaderamente real?
¿Cómo puede Dios ser un hombre al mismo tiempo?
¿De qué manera podría esto tener algún sentido para mi vida?

Estas son algunas preguntas, pero aquí tienes un espacio para formular las tuyas.

miércoles, 17 de marzo de 2021

ROMPAMOS MOLDES Y SAQUEMOS BRILLO

"No recordéis lo de antaño, 
no penséis en lo antiguo; 
mirad que realizo algo nuevo; 
ya está brotando, ¿no lo notáis? " 
(Is 43,18)

Desde que Jesús ascendió al cielo y nos dejó al Espíritu Santo, el Paráclito lleva 2.000 años soplando en la Iglesia (y seguirá haciéndolo) para llevar a cabo su cometido: la evangelización del mundo. 

Sin embargo y desgraciadamente, Occidente se ha descristianizado y la Iglesia ha olvidado el "amor primero". Prueba de ello es que ha provocado que las parroquias hayan ido perdiendo a muchos de sus fieles en un goteo lento pero constante, a la par que no se ha producido reacción o respuesta alguna. 

Se han convertido en parroquias de "servicios" donde los que acuden son meros espectadores que "consumen" sacramentos", "cumplen normas" o "siguen ritos", pero no se vive la fe ni se evangeliza. Es una sensación parecida a quien va al cine: ve la película pero no tiene contacto alguno con el "espectador de al lado".

Por tanto, es desde las (nuevas) parroquias, donde la nueva evangelización cobra un nuevo impulso: saliendo de sí mismas, de su letargo, y renovándose. Es un hecho que muchas de las estructuras y métodos han quedado obsoletos, que la Buena Nueva ha quedado en el ostracismo porque nadie la anuncia, que nadie acoge a nadie ni comparte nada con nadie, y que la mayoría de los templos se han convertido en espacios vacíos de personas y de contenido, cuando no cerrados.

Si de verdad amamos a la Iglesia deberíamos plantearnos algunas preguntas: ¿Mi fe contagia a quienes se han alejado? ¿Mi actitud cautiva y "gana" a otros? ¿Mi parroquia resulta atractiva? ¿Qué hago yo para hacerla atractiva y vibrante? ¿Por qué hay parroquias que crecen cuantitativa y cualitativamente, que atraen y motivan a propios y ajenos, y otras que no? ¿Cuál son los factores diferenciadores?

Rompiendo moldes
Sin duda, para que una parroquia sea atractiva y fascinante son dos los aspectos que sobresalen por encima del resto (aparte, por supuesto, de la presencia y acción del Espíritu Santo) y que Jesús nos enseñó: liderazgo y discipulado. Cristo lideró e hizo discípulos, rompiendo los moldes de la época y enfrentándose a los fariseos "cumplidores".
"Y dijo el que está sentado en el trono: Mira, hago nuevas todas las cosas" (Apocalipsis 21,5). No se trata de cambiar el mensaje sino de animar la capacidad de dirigir del líder (párroco), transformar a los mensajeros (discípulos) y replantear las formas y los medios de distribuirlo (pastorales). Es decir, "romper moldes", "abrir nuevos caminos", "elevar", cambiar viejos odres por nuevos odres.

Las parroquias que están en continua conversión, que transforman la metodología de sus pastorales pasando de una clericalización que no evangeliza, a un liderazgo capacitador y compartido que motiva, de una formación que desmotiva a un discipulado que apasiona, están "llenas de gracia". Y lo están porque es el Espíritu de Dios quien realiza todo, derramándose en una infinita variedad de dones. 

Los factores diferenciadores son la docilidad que nosotros, los cristianos (líderes y discípulos) mostramos a las mociones e inspiraciones del Espíritu para que pueda actuar, guiar y producir frutos, y el discernimiento que realizamos para aceptarlas.
Liderazgo y discipulado caminan de la mano. Así nos lo enseñó Jesús:

-Liderazgo no es tanto autoridad o mando como "dar ejemplo", "ir a la cabeza", "abrir camino", "romper moldes". El sacerdote da ejemplo y dirige pero también delega.

-Discipulado no es tanto formación, catequesis o educación teológica como pasión por lo que se cree y entusiasmo por lo que se vive. El discípulo se compromete, comparte su fe con otros discípulos, y todos viven y disfrutan de la unión amorosa en Cristo.

Esa "pasión cristiana" es un poderoso acelerador del crecimiento y madurez espiritual de la comunidad, que se manifiesta en un mayor amor a Cristo, a la Iglesia y al prójimo. 

Ese "entusiasmo misionero" es una fuerza motivadora para la comunicación con Dios (la oración), un compromiso total con la evangelización, una altruista acogida de los demás y una completa disposición para servir a Dios y al mundo.

Esa "ruptura de moldes" y "apertura de caminos" son, ni más ni menos, lo que Jesús enseñó a sus discípulos. El liderazgo no es un cargo de "animador espiritual" o de "organizador místico", como tampoco el discipulado es una serie de actividades de "entretenimiento cristiano" ni tampoco un conjunto de tareas en las que "siempre participan los mismos". 

El liderazgo marca el camino hacia el discipulado, que es una fuente infinita donde todos pueden beber y aplacar la sed de Dios, donde se respira oración y alabanza, donde rebosa el gozo y la alegría. 

Ambos se dirigen y confluyen inexorablemente en la Eucaristía. Así nos lo enseñó Jesús. La misa no es un evento al que "se va", ni la parroquia, un lugar de "cumplimiento", sino una "cita con Cristo", un "encuentro amoroso"un "banquete nupcial", donde se vive y ama, donde se acoge y comparte, donde se alaba y goza junto con el cielo en pleno.
Liderazgo y discipulado se unen y se retroalimentan: fe (sed de conocer) con oración (anhelo de comunicarse), esperanza (hambre de obtener) con adoración (ansía de encontrarse), amor (deseo de dar) con servicio (propósito de comprometerse). 

Se trata de evangelizar recíprocamente y centrípetamente, primero a "los de casa", para después, evangelizar centrífugamente a los "de afuera". Se trata de hacer discípulos para que hagan más discípulos y que éstos hagan nuevos discípulos. 

Sacando brillo 
La parroquia debe brillar por dentro y por fuera. No siempre los que acuden a la parroquia son discípulos y, menos aún, discípulos misioneros. En la mayoría de las ocasiones son "cumplidores" de ritos o "consumidores" de servicios, cuando no "cristianos sociales" o "practicantes no creyentes".
Es completamente estéril (yo diría que imposible) que una iglesia sea atractiva de cara al exterior si en su interior no se "vibra", si no existe "pasión" y "alegría", si no hay "vida". Las parroquias no son cementerios, son lugares de fiesta, de vida... aunque la mayoría de las veces, parecen necrópolis por los que faltan pero, también, por los que están. 

Las parroquias son nuestras familias espirituales, y no un grupo de personas desconocidas a las que vemos una vez por semana (o ni eso). Mientras no las consideremos "algo nuestro", mientras no busquemos expectativas de máximos en lugar de mínimos, mientras sigamos enfadándonos unos con otros o dejando de dirigirnos una palabra amable, seguiremos en cementerios llenos de sepulcros blanqueados. 

El Espíritu Santo nos está diciendo ¡Basta ya!, ¡reencontrar la ilusión, el amor primero, la alegría del Evangelio!

Por eso, un factor necesario para "sacar brillo" es el establecimiento de una pastoral dirigida, fundamentalmente, al fin de semana, al Día del Señor, al domingo que podríamos definir como el día de las "H": 

-Hospitalidad que recibe, saluda y acoge a todos
-Homilía que motiva, incentiva y estimula el compromiso 
-Himnos que elevan, deifican y llenan el alma
-Hábitos que convierten las "vestiduras" en "acciones" concretas
-Hágase que, a imitación de la Virgen María, nos interpela a ayudar y acompañar a todos
-Hermandad que encuentra, conoce y ama a cada miembro de la comunidad
-Habilidades que reconoce y discierne los dones y talentos que existen en la parroquia

Otros factores "abrillantadores" son el paso de la acción social de la Iglesia a una caridad auténtica y a un servicio integral, el aprovechamiento de los sacramentos como ocasiones idóneas para iniciar el Anuncio a las personas que habitualmente no se acercan a la parroquia, organizar grupos pequeños donde vivir la fe de un modo más íntimo y personal, y construir una cultura parroquial testimonial, atractiva y apasionante tanto para próximos como para alejados.

Dice san Pablo:

"Así pues, siempre llenos de buen ánimo y de fe. (...) estamos de buen ánimo y preferimos ser desterrados del cuerpo y vivir junto al Señor. (...) tratamos de ganar la confianza de los hombres (...) nuestro único deseo es daros motivos para gloriaros de nosotros, de modo que tengáis algo que responder a los que se glorían de apariencias y no de lo que hay en el corazón; (...) Porque nos apremia el amor de Cristo (...)Por tanto, si alguno está en Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo" (2 Co 5,6-17).

Hoy como en el principio, la Iglesia se encuentra ante un nuevo reto, un nuevo compromiso, personal y colectivo:

¿Qué hago yo por hacer atractiva mi parroquia? 
¿Cómo genero pasión con mi actitud, con mi forma de estar, de hablar y de relacionarme? 
¿Tengo buen ánimo y fe? ¿Me apremia el amor de Cristo?
¿Marco distancias con quienes no conozco o me gano su confianza? 
¿Considero mi parroquia un feudo personal? 
¿Soy de los que cree que no hacen falta cambios porque "las cosas se han hecho siempre así"? 
¿Qué parte de "Yo hago todas las cosas nuevas" no entiendo o no quiero entender?


JHR

martes, 16 de marzo de 2021

LUZ DEL MUNDO

"El Señor es Dios, él nos ilumina"
(Sal 118,27)

Hoy hablaremos de las velas o cirios utilizados en la Iglesia, de su simbolismo litúrgico, de su lenguaje místico y de su expresión devocional. 

Para algunos detractores, el uso de los cirios presentes en los templos y en las ceremonias religiosas católicas provienen de usos paganos o judíos para honrar a la divinidad.

Sin embargo, la utilización de los cirios tiene su origen en el primer siglo, en las reuniones clandestinas que celebraban las primeras comunidades cristianas durante la noche o en sitios subterráneos debido a la persecución que sufrían, y cuyo uso posterior se hizo extensivo a las iglesias construidas con escasa luz, a propósito, como símbolo de recogimiento y respeto. 

Tradición
Su utilización ha pasado de una necesidad a una instrucción de la Tradición de la Iglesia (Instrucción General del Misal Romano), de tal manera que los candeleros deben colocarse de forma apropiada, sobre el altar o cerca de él, según cada acción litúrgica, como manifestación de veneración o de celebración festiva

Según el IGMR 117, CE 125, no se encienden todas las velas en todas las celebraciones, sino de la siguiente manera:

-dos: en las ferias o memorias
-cuatro: en las fiestas (Misa cantata)
-seis: en los domingos, en las solemnidades, en los días de precepto (Misa mayor)
-siete: cuando celebra el obispo diocesano.
Las celebraciones en las que celebra el obispo se utilizan siete velas para destacar la plenitud del sacerdocio de la que participa y expresa la preeminencia episcopal. Cuando el obispo hace su entrada a la iglesia es recibido y escoltado por dos acólitos con dos velas. Asimismo cuando un obispo toma parte en algún acto eclesiástico en el santuario tiene un candelero propio, conocido como bujía (bugia), sostenida cerca de él por un capellán o clérigo.

Las rúbricas o reglas litúrgicas para el oficio divino prescriben también que dos acólitos deben ir con velas a la cabeza de la procesión al santuario, también para hacer honor al canto del Evangelio en la Misa mayor, así como para el canto del pequeño capítulo y las colectas en vísperas, etc. 

Como norma, el color de las velas debe ser blanco, aunque se permiten velas doradas o pintadas bajo ciertas restricciones. Sin embargo, en las Misas de difuntos y en la Semana Santa se usa cera amarilla o no blanqueada.

Simbolismo
El número siete simboliza plenitud, perfección o totalidad: siete son los días de la semana, siete los diáconos para el servicio terrenal, siete los sacramentos, siete los dones del Espíritu.

En el Apocalipsis de San Juan, siete son los ángeles, siete los sellos, siete las trompetas, siete las copas y siete las iglesias de Asia que simbolizan la totalidad de la Iglesia de Cristo de todos los tiempos

En la tradición judía, estas siete iglesias de Asia se representan con un candelero de oro de siete candelas, el Menorah, y en los cánones apostólicos, redactados en los primeros siglos de la Iglesia, se habla también de las lámparas que ardían en la Iglesia. 
Los cirios de cera encendidos y sustentados en candelabros simbolizan la alegría, la pureza, el amor a Dios, las oraciones y las plegarias, el sacrificio, la devoción, así como un modo de disipar las tinieblas del mal. En ocasiones y por pragmatismo, las velas de cera se sustituyen por velas cuya mecha se sumerge en aceite, que simboliza la fe

Según la Enciclopedia Católica, “la cera pura extraída por las abejas de las flores simboliza la carne pura de Cristo recibida de Su Madre Virgen, la mecha simboliza el alma de Cristo y la llama representa Su divinidad”.

Las velas o cirios, que deben ser fabricadas, preferiblemente, con cera de abeja, fruto del trabajo en comunidad, también representan al pueblo de Dios, a los "hijos de la luz" (Juan 12,36; Lucas 16,8), y los candelabros, fabricados de metal, representan la base y firmeza de la sucesión apostólica

La luz representa la presencia de Jesucristo en la Iglesia, la "luz del mundo", que ilumina a todo hombre en su peregrinar por el mundo: "Yo soy la luz del mundo; el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida" (Juan 8,12; Mateo 5, 14-16). Y por tanto, también

Utilización
Muchas son las circunstancias en las que la Iglesia enciende cirios:

-en los sacramentos del Bautismo, símbolo del comienzo de la vida sobrenatural, y de la Eucaristía (pública o privada) como símbolo de la presencia real de Cristo

-en las procesiones para iluminar el camino.

-en el transporte de la Palabra al ambón o púlpito, desde el que el diácono la proclama, para iluminar a la asamblea.

-en la Adoración del Santísimo para simbolizar la presencia eucarística de Cristo.
 
-en las plegarias a los santos para simbolizar la comunión de los Santos.

-en distintos momentos del año litúrgico, como por ejemplo, en la Vigilia Pascual del Sábado Santo, donde la luz simboliza la Resurrección de Jesucristo, o en la fiesta de la Purificación de Nuestra Señora (2 de Febrero), o fiesta de la Candelaria o Misa de las velas, que simbolizan la pureza necesaria para alcanzar el amor de Dios.

-en la dedicación de una iglesia, en la bendición de cementerios, en una Misa de ordenación, en las excomuniones, en la reconciliación de los penitentes y otros actos excepcionales.

lunes, 15 de marzo de 2021

CEDER O NO CEDER, ESA ES LA CUESTIÓN

"No améis al mundo ni lo que hay en el mundo. 
Si alguno ama al mundo, 
no está en él el amor del Padre. 
Porque lo que hay en el mundo 
—la concupiscencia de la carne, 
y la concupiscencia de los ojos, 
y la arrogancia del dinero—,
 eso no procede del Padre, 
sino que procede del mundo. 
Y el mundo pasa, y su concupiscencia. 
Pero el que hace la voluntad de Dios 
permanece para siempre" 
(1 Juan 2,15-17)

Aunque la tengo muy presente, de vez en cuando me gusta recordar la misión que Cristo encomendó a sus apóstoles, es decir, a su Iglesia, y que nunca debemos olvidar los cristianos: ir, hacer discípulos, bautizar y enseñar (Mateo 28,19-20).

Durante muchos siglos la Iglesia lo ha hecho y lo ha hecho bien. Sin embargo, también hay que decir que, actualmente, se ha acomodado, ha cedido y ha permitido al mundo (antagonista de Dios) reconquistar terreno para el Enemigo, haciendo discípulos suyos dentro de la Iglesia. 

En lugar de (re)cristianizar el mundo, la Iglesia se ha mundanizado. Decía Shakespeare que la cuestión es "ser o no ser", y extrapolándolo a la Iglesia, creo que la cuestión es "ceder o no ceder"a la mundanización, que tanto Benedicto XVI como Francisco describen como gnosticismo, pelagianismo, materialismo, ateísmo práctico o secularismo, individualismo, relativismo, nihilismo, etc.

¿Qué hemos hecho mal para mundanizarnos?

Babilonia nos ha invadido, nos ha conquistado y nos ha llevado al exilio. Allí, los cristianos hemos sido seducidos por las "riquezas y placeres" de la gran ciudad, nos hemos dejado "enredar por sus maravillosos jardines colgantes", es decir, por esos buenismos "correctamente políticos" asumiendo la idea de "ceder para atraer". Pero eso no funciona ni funcionará nunca. 
Hemos "ido" al mundo para no volver, hemos ido al "exilio" para quedarnos en él; hemos dejado de hacer discípulos para hacernos "ciudadanos de Babilonia"; hemos dejado de bautizar para "presentar" a nuestros hijos en sociedad; hemos dejado de enseñar los mandamientos de Dios para cumplir los "estándares" imperiales.

Ante la gran presión "social", hemos cedido a las ideas de progreso del Imperio hasta mimetizarnos con él, extenuados de "ir contracorriente". Ante el gran torrente ideológico babilónico, hemos levantado las manos de los remos y nos hemos dejado arrastrar por la corriente, cansados de "bogar". Ante la continua coacción "colectiva", hemos transigido algunas prácticas paganas, fatigados de "corregir".

Roma nos ha invadido, nos ha conquistado y nosotros nos hemos rendido. Allí, los cristianos hemos adaptado el Evangelio a la cómoda vida de la ciudad imperial, hemos abandonado el seguimiento de Cristo por la seducción de "pan y circo", hemos acomodado los mandamientos de Dios a la "Lex romana", hemos acondicionado nuestra identidad a la "ciudadanía romana".
Nos hemos dejado seducir, nos hemos adaptado al mundo, nos hemos secularizado, sometiéndonos a su ideología para luego, ponerla en práctica: "lo que el mundo dice que es bueno, es bueno", es decir, "el pecado no existe". Hemos "aparcado" nuestras creencias para "dar paso" a las del mundo pagano. Hemos dejado de mirar la Cruz para mirar a los ídolos del materialismo y del progreso.

En lugar de dar testimonio de Dios, hemos escuchado el testimonio de los habitantes de la tierra, dándolo por válido. Hemos dejado de hablar de Dios a los hombres y...nos han persuadido de que es irrelevante. Hemos dado por hecho que los hombres conocían a Dios y...nos han inducido a que conozcamos los placeres del mundo.

En Jerusalén nos sentíamos en nuestra casa y protegidos. Sin embargo, los cristianos hemos desplazado a Dios de nuestro templo porque, entendiendo mal la misión, hemos salido al "Atrio de los Gentiles", no para atraer a otros sino para dejarnos seducir y cautivar por ellos. Allí, "fuera de Dios", hemos negociado y comerciado con los mercaderes y cambistas...y nos hemos sentido cómodos y satisfechos, pensando erróneamente que estábamos evangelizando "desde casa".
Hemos dejado de encarnar a Cristo en el mundo, en la historia, en la cultura, y la Iglesia sin Él no tiene sentido. Hemos dejado de ofrecer el modelo inicial de hombre "a imagen y semejanza de Dios" para sustituirlo por uno hecho "a imagen y semejanza del hombre". Hemos dejado de existir como Iglesia para Dios y para el mundo, y vivimos para nosotros mismos, para proclamarnos a nosotros mismos.

Hemos dejado la ortodoxia por considerarla "rigida y radical" para asumir la heterodoxia como "abierta y adaptable". Hemos desterrado nuestra identidad cristiana de "Sólo Dios basta" para admitir un eclecticismo pagano de "Todo vale". Hemos querido ser conciliadores para convertirnos en sincretistas.

Hemos dejado de ser una Iglesia valiente para convertirnos en una Iglesia acomplejada y timorata. Hemos querido "caer bien a todos" cediendo terreno, para conseguir no "llegar a nadie" perdiendo todo campo de evangelización. Hemos querido tocar una "suave melodía" que agrade a todos, para producir un ruido que no escucha nadie.

¿Qué debemos hacer bien para divinizarnos?

Hemos hecho muchas cosas mal y otras muchas bien pero no aprendemos de los errores. San Pablo, en sus cartas a Timoteo, nos advierte de que todo esto pasaría: 

"En los últimos tiempos, algunos se alejarán de la fe por prestar oídos a espíritus embaucadores y a enseñanzas de demonios, inducidos por la hipocresía de unos mentirosos, que tienen cauterizada su propia conciencia" (1 Timoteo 4, 1-2). 

"Porque vendrá un tiempo en que no soportarán la sana doctrina, sino que se rodearán de maestros a la medida de sus propios deseos y de lo que les gusta oír; y, apartando el oído de la verdad, se volverán a las fábulas" (2 Timoteo 4, 3-4).
Entonces, ¿qué debemos hacer? El mismo San Pablo nos lo dice

"Nos fatigamos y luchamos, porque hemos puesto la esperanza en el Dios vivo (...) sé un modelo para los fieles en la palabra, la conducta, el amor, la fe, la pureza. Centra tu atención en la lectura, la exhortación, la enseñanza (...) Medita estas cosas y permanece en ellas, para que todos vean cómo progresas. Cuida de ti mismo y de la enseñanza. Sé constante en estas cosas, pues haciendo esto te salvarás a ti mismo y a los que te escuchan" (1 Timoteo 4,10-16). 

"Proclama la palabra, insiste a tiempo y a destiempo, arguye, reprocha, exhorta con toda magnanimidad y doctrina. Pero tú sé sobrio en todo, soporta los padecimientos, cumple tu tarea de evangelizador, desempeña tu ministerio" (2 Timoteo 4, 2 y 5).

Más que ceder o transigir, tenemos que mantener una resistencia activa, ser firmes con el escudo de la fe (Colosenses 2,6-8), decididos con el arma del amor y asidos a la bandera de la esperanza.

Vigilar y defender con valentía los valores cristianos como necesarios para el hombre"Vigilad, manteneos firmes en la fe, sed valientes y valerosos" (1 Corintios 16,13).

Desenmascarar el mal y luchar contra él, aunque sea con palabras "incómodas" para el mundo como: pecado, arrepentimiento, conversión, santidad, cruz, sacrificio, martirio..."Poneos las armas de Dios, para poder afrontar las asechanzas del diablo, porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire" (Efesios 6,11-12).

Mostrar a Dios como es y no como el mundo quiere que seaDios es inmutable, no cambia. Por eso, la Iglesia, cuya misión es encarnar a Dios en el mundo, no puede cambiar, no puede ceder para tratar de mostrar a un Dios equivocado o falso: "El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán" (Mateo 24,35).

Proclamar los principios y mandamientos de Dios no como ideales, que se pueden cumplir o no y que pueden ser igual de válidos que otros, sino como verdades superiores y absolutas, que el hombre, por su bien, debe conocer y seguir: "¿Pues de qué le servirá a un hombre ganar el mundo entero, si pierde su alma? ¿O qué podrá dar para recobrarla?" (Mateo 16,26)

Afirmar con rotundidad que el pecado existe y que es una ofensa a Dios, que no existen pecados buenos o menores (envidia sana, mentira piadosa, libre moralidad) y pecados malos o mayores (asesinato, robo, violencia). Todos dañan al hombre y le alejan de Dios: "¿No sabéis que ningún malhechor heredará el reino de Dios? No os hagáis ilusiones: los inmorales, idólatras, adúlteros, lujuriosos, invertidos, ladrones, codiciosos, borrachos, difamadores o estafadores no heredarán el reino de Dios" (1 Corintios 6,9-10).

Ceder o no ceder...esa es la cuestión.

JHR

domingo, 14 de marzo de 2021

VENCER LA ENVIDIA

"Tened la misma consideración y trato unos con otros, 
sin pretensiones de grandeza, 
sino poniéndoos al nivel de la gente humilde. 
No os tengáis por sabios. 
A nadie devolváis mal por mal. 
Procurad lo bueno ante toda la gente" 
(Romanos 12,16-17)

Ninguno estamos exentos de sentir envidia. Es una consecuencia del pecado original en el corazón humano, del que nace el egoísmo. Es la tristeza o pesar por el bien ajeno, es decir, sentir malestar por la felicidad del otro, el deseo de conseguir lo que no se posee, de fijar la atención en lo que no se tiene, dañando la capacidad para apreciar y disfrutar lo que se tiene.

La envidia, que significa "el que no ve con buen ojo" o "mal de ojo", es el factor determinante para la aparición del odio y del resentimiento que "mira mal" y que no busca la felicidad propia, sino la desgracia ajena. Quien "mira mal" está "matando" a su prójimo y, por tanto, incurre en un pecado capital, impropio de un cristiano. 
La envidia es una losa interior, una declaración de inferioridad que el envidioso no está dispuesto a asumir en público. Es un veneno que mata poco a poco al envidioso puesto que, al centrarse obsesivamente en el envidiado, produce un sentimiento de infelicidad, amargura y ausencia de paz que le conducen a una muerte lenta y agónica.

La envidia nace de una mentalidad de pobreza y escasez, que piensa que no tiene, o que nunca tiene bastante, y que siempre quiere más. No tiene nada que ver con lo que algunos llaman erróneamente "envidia sana". No existe la envidia sana. Lo que existe es la "admiración". Y es que mientras que la admiración provoca buenos deseos para el admirado y de mejora y de bienestar para el admirador, la envidia sólo produce hostilidad y malestar.

Este "pesar" surge de un corazón mediocre que odia el talento y genera recelos y malos pensamientos unidireccionales, que inducen al envidioso a la calumnia y a la difamación del envidiado: quien "mira" mal al prójimo suele "hablar" mal del prójimo.
La envidia es propia del Diablo, un demonio en sí misma, una realidad deformada por el orgullo que impulsa la codicia, la avaricia, la ira, la polémica, la blasfemia, la suspicacia y el altercado (1 Timoteo 6,3-5), y provoca en el envidioso infelicidad, culpabilidad, frustración, negatividad, rivalidad, enfrentamiento, tristeza, victimismo, etc. 

La envidia es competitiva e individualista y encaja a la perfección en nuestro mundo actual, que nos seduce a consumir y a desechar, a usar y tirar, a luchar y ganar, a competir y vencer, a buscar el beneficio propio y egoísta.

Pero... la envidia se puede vencer. La solución está a nuestro alcance. 

Se trata, en primer lugar, de poner a trabajar las virtudes de la modestia y de la humildad que nos permitirán dejar de preocuparnos desesperadamente por aquello que no tenemos, agradecer lo que tenemos y reconocer que otros puedan y merezcan tenerlo. 

En segundo lugar, enfocar nuestra vida hacia el interior, es decir, agradecer los dones y talentos personales que Dios nos ha concedido, y evitar estar pendientes del exterior, de las habilidades o capacidades de otros. 

Y en tercer lugar, asumir la idea de que los fracasos no son obstáculos para el éxito, sino aprendizajes necesarios para llegar a él.

La envidia se puede vencer.

sábado, 13 de marzo de 2021

DIMAS O GESTAS: ¿QUÉ LE DIGO A JESÚS?

"Uno de los malhechores crucificados lo insultaba diciendo: 
¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros. 
Pero el otro, respondiéndole e increpándolo, le decía: 
¿Ni siquiera temes tú a Dios, estando en la misma condena? 
Nosotros, en verdad, lo estamos justamente,
 porque recibimos el justo pago de lo que hicimos; 
en cambio, este no ha hecho nada malo. 
Y decía: Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. 
Jesús le dijo: En verdad te digo: 
hoy estarás conmigo en el paraíso" 
(Lc 23,39-43)

Estamos en Cuaresma, a pocos días del inicio de la pasión de Cristo, meditando la imagen del Calvario al que Jesús no va solo. Va acompañado por dos malhechores sentenciados a morir crucificados. La imagen, que corta el ocaso del horizonte, nos muestra a tres condenados: Jesús, Dimas y Gestas.

Aunque ningún evangelio canónico menciona los nombres de los que acompañan a Jesús, sí lo hacen el evangelio apócrifo de Nicodemo, el proto evangelio de Santiago y el manuscrito del s. XII de la declaración de José de Arimatea, en el que leemos:
"Siete días antes de la pasión de Cristo fueron remitidos al gobernador Pilato desde Jericó dos ladrones, cuyos cargos eran éstos:

El primero, llamado Gestas, solía dar muerte de espada a algunos viandantes, mientras que a otros les dejaba desnudos y colgaba a las mujeres de los tobillos cabeza abajo para cortarles después los pechos; tenía predilección por beber la sangre de los miembros infantiles; nunca conoció a Dios; no obedecía a las leyes y venía ejecutando tales acciones, violento como era, desde el principio de su vida.

El segundo, por su parte, estaba encartado de la siguiente forma. Se llamaba Dimas; era de origen galileo y poseía una posada. Atracaba a los ricos, pero a los pobres les favorecía. Aun siendo ladrón, se parecía a Tobit [Tobías], pues solía dar sepultura a los muertos. Se dedicaba a saquear a la turba de los judíos; robó los libros de la ley en Jerusalén, dejó desnuda a la hija de Caifás, que era a la sazón sacerdotisa del santuario, y substrajo incluso el depósito secreto colocado por Salomón. Tales eran sus fechorías” (Dec. Jos. Arim. 1, 1-2).
Se trata de dos reos condenados por sus obras y justamente sentenciados a una muerte por crucifixión. Dimas es crucificado a la derecha de Jesús y Gestas, a su izquierda. Los dos son testigos de excepción de las palabras de Jesús dirigidas al Padre celestial: "Perdónales porque no saben lo que hacen". 
Sin embargo, ante la misericordia divina que remueve las conciencias, uno y otro expresan actitudes completamente distintas: Dimas reconoce al Mesías y Gestas le niega. Uno le sigue y otro, le abandona. Uno se abre a la luz y otro, se pierde en la oscuridad. 

Dimas y Gestas somos nosotros, cada uno de nosotros, que acompañamos a Jesús al Gólgota y que somos crucificados a su derecha y a su izquierda. Colgados del madero, ante la justicia y misericordia divina, no podemos mantenernos en una posicion neutral...La pregunta es: ¿Cuál es nuestra actitud? ¿Qué le decimos a Jesús?

Gestas le niega
Gestas, con el corazón lleno de odio y resentimiento, injuria e increpa con sarcasmo a Jesús, burlándose de Él y poniendo en duda su identidad divina "¿No eres tú el Mesías? Sálvate a ti mismo y a nosotros". 

No es una súplica, ni tan siquiera una petición. Es una exigencia de milagro burlona, un escarnio más del "entorno anticristo" sufrido por Jesucristo en Su pasión. Se trata de una demanda malvada, no inclinada ni "arrodillada" humildemente hacia el amor misericordioso divino, sino una reclamación de justicia más humana que divina, arrogante y altiva, que brota desde el orgullo y la rabia. 

En ese momento en el que increpamos con egoísmo a Dios, nos convertimos en Gestas, negamos a Cristo, nuestra alma se oscurece y abrimos la puerta de nuestro corazón para dar entrada al Enemigo, al Anticristo, a Satanás.

En efecto, en las palabras de Gestas se vislumbra la mismísima sombra del Diablo, hablando por su boca y tentando a Cristo. Y lo hace, como hizo tiempo atrás en el desierto (Mt 4,6; Lc 4,9-11), en el momento de mayor sufrimiento, en el momento de mayor soledad, de mayor debilidad. 
Jesús calla
En esta ocasión, Jesús calla, guarda silencio, no contesta. No es un silencio impuesto ni que exprese indiferencia, desprecio o miedo. Es un silencio divino que espera y busca el arrepentimiento del pecador. 

Su silencio es un signo de dignidad, propia de quien ha sido y es fiel a sí mismo. Es una expresión de confianza, de quien se sabe sostenido y apoyado por la voluntad del Padre. Es un símbolo de sabiduría, de conexión íntima con su identidad trinitaria.

El Señor nunca responde a las burlas y las injurias. Tampoco culpa al hombre ni le reprocha. Ama al pecador y odia el pecado. Actúa con paciencia, humildad y silencio porque quiere abrazar a todos y conducirlos a la casa del Padre.

Lo opuesto al "silencio" de Jesús, a su identidad divina, es la identificación de Gestas con su ego, con su identidad humana. Reacciona mal a lo que ocurre. Los hombres reaccionamos mal a lo que nos dicen o nos hacen, y lo hacemos desde la perspectiva y los mecanismos propios de nuestro ego. 

Gestas, al negar a Cristo, al blasfemar y al apostatar, se está arrojando él mismo a la condenación.

Dimas se convierte
Dimas, al oír la mofa de Gestas, le recrimina duramente su injusta y perversa actitud, testificando la inocencia y la identidad divina de Jesús: "Éste no ha hecho nada malo"En realidad, se dirige al propio Satanás y reniega de él, señala el mal, asume su propia culpa y se arrepiente. 

Dimas se confiesa cuando dice: "Nosotros, en verdad, estamos justamente condenados, porque recibimos el justo pago de lo que hicimos". Y dirigiéndose directamente a Cristo, le llama por su nombre, Jesús, "El Señor salva" y le suplica: "Acuérdate de mí".  
No le está pidiendo al Señor un simple recuerdo suyo, ni le pide que le alivie el dolor que merece, reconociendo su falta de derecho a pedirselo. Le está pidiendo aprender a amar como Jesús ama en la Cruz. Le está diciendo: "Confío en ti, estoy en tus manos, no me abandones. En verdad, Tú eres el Hijo de Dios". 

En realidad, las palabras de Dimas son una oración, una súplica, una plegaria con la que está rezando un Padrenuestro muy personal: "Venga a mi tu reino". 

Dimas, al acoger y creer en el Evangelio, al tener la certeza de que "su Reino no es de este mundo" cuando le dice "cuando llegues a tu reino", se está convirtiendo a la salvación.

Jesús habla
Jesús, que a lo largo de su predicación había declarado la gran alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente (Lc 15,7), y descrito la alegría del padre ante el hijo que vuelve a casa (Lc 15,11-32), ahora, en los últimos instantes de su vida terrenal, tras escuchar a los dos que tiene junto a Él, tras escucharnos a cada uno de nosotros, muestra sus brazos abiertos en la cruz como signo de su abrazo misericordioso a todos los hijos que, arrepentidos de su mal y por libre voluntad, desean volver a la casa del Padre. 

Dimas, con su arrepentimiento, su confesión y su profesión de fe, mueve a Jesús a hablar rápida y categóricamente: "En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso".  Con esta frase lapidaria, Jesús perdona y da infinitamente mucho más de lo que le pide Dimas. Le concede:
  • la meta: "el Paraíso". 
  • la compañía: "Conmigo". 
  • el momento: "Hoy".
Dimas se convierte en la única persona declarada "santa" por el mismo Jesucristo. Otra vez más, la fe obra milagros. Dimas sólo le pide un recuerdo, Jesús le da el Cielo.

Al morir, ya sea al hombre viejo físico o al hombre viejo espiritual, cada ser humano, cada uno de nosotros está solo ante Dios, ante Su justicia verdadera y Su misericordia infinita. Ante su Trono, nadie puede mentirle, nadie puede engañarle. Cristo, con su espada de doble filo, escruta las profundidades del corazón humano y habla...o calla...

No sabemos si Gestas fue finalmente salvado por Jesús. Lo que sí sabemos es que Dimas sí lo fue. Por eso, ¿Qué le digo a Jesús? ¿Soy Dimas o Gestas? o mejor, ¿Quiero ser Jesús?


JHR

jueves, 11 de marzo de 2021

LO MÁS DIFÍCIL PARA UN CRISTIANO

"Muchos discípulos suyos se echaron atrás 
y no volvieron a ir con él. 
Entonces Jesús les dijo a los Doce: 
¿También vosotros queréis marcharos?" 
(Jn 6,66-67)

Una vez has conocido de verdad a Cristo, "creer" puede resultar fácil (es imposible no hacerlo), pero lo más difícil para un cristiano es perseverar en lo que Jesús nos dice. 

Esto les ocurrió a muchos discípulos de Jesús y, concretamente, a los dos de Emaús, que habían creído en Jesús pero habían desfallecido. Durante su camino, escucharon atentamente al desconocido todo lo que les decía hasta llegar a su aldea. Podrían haberse despedido de Él y haberle deseado "buen viaje", pero no lo hicieron. Perseveraron y, al final, le reconocieron.

Y es que, ante Dios, todos empezamos con muchos bríos, a todos "nos arde el corazón", pero enseguida, casi todos desfallecemos; todos "prometemos todo" al principio de nuestro encuentro con Dios, pero después, incumplimos mucho o casi todo; todos comenzamos muy eufóricos, pero terminamos "perdiendo gas"; todos le seguimos durante un tiempo pero pronto nos "echamos atrás" o le "despedimos"... 

Y el Señor nos pregunta: ¿También vosotros queréis marcharos? (Jn 6,67) ¿Sois los que os quedáis al borde del camino, en terreno pedregoso o entre abrojos? (Lc 8,5-8). ¿Sois como Demas, discípulo de Pablo, que le abandonó, enamorado de este mundo presente, y se marchó a Tesalónica? (2 Tim 4,10). 

Podríamos excusarnos ante Jesús, decirle que abandonar es "humano"... y esperar sin hacer nada a que su misericordia nos salve. Podríamos pensar (y no nos equivocaríamos) que es más "fácil" dejarse arrastrar por la corriente del mundo que nadar a contracorriente, que es más "cómodo" apartarnos cuando llega la prueba (Lc 8,13). Precisamente por todo eso, Cristo vino a nosotros para "increparnos", para "cuestionarnos" y con el propósito de "divinizarnos", de "cristificarnos"...porque solos, no podemos.
Dice el Evangelio que "el que persevere hasta el final, se salvará" (Mt 10,22). Esto es Palabra de Dios...y, como siempre, bastante clara: no dice "al principio", o "durante un tiempo", o "a ratos". Dice "hasta el final".

Esto recuerda a los que se llaman católicos pero que sólo van a la Iglesia cuatro veces en su vida para que les "echen" algo: agua en su bautizo, regalos en su comunión, arroz en su boda y tierra en su funeral. Son los "practicantes no creyentes" de los que ya hablamos en otro artículo... los que "abandonan" sin irse del todo pero sin estar en nada.

Tampoco sirve de nada ser un cristiano "velocista" porque nuestra carrera es una "maratón". Ni ser un cristiano "efervescente" porque nuestro vino requiere "crianza y reposo en barricas". Ni eso de "lo importante es participar" porque los que abandonan y no cruzan la meta están "descalificados", no obtienen medalla, ni diploma, ni "corona de laurel". Ni tampoco ser católicos "de domingo" o de "eventos", mientras vivimos como paganos entre semana o durante el resto de nuestra vida.

La perseverancia cristiana significa no sólo continuidad sino, sobre todo, firmeza y constancia. La resistencia cristiana significa ser incansables e inasequibles al desaliento, ser "fielmente adictos" a Cristo y con la mirada fija en la meta. La persistencia cristiana significa conocer que el camino tiene dificultades, sufrimiento y oposición, saber que no es un "camino de rosas" sino que está lleno "espinas", pero que tiene un "final feliz".
 
El mundo es antagónico a la fe. No es fácil seguir a Cristo en una sociedad relativista, racionalista, progresista y, sobre todo, materialista. Y menos...si nos asalta la duda, o si  padecemos dolor y sufrimiento, o si somos presa de la injusticia. Lo más probable es que "arrojaremos la toalla". Lo sabemos...por eso, hace falta perseverancia, que es también fortalecer nuestra voluntad.

Cargar la cruz y seguir a Cristo no es nada fácil. Estamos avisados: requiere esfuerzo, ánimo y valentíaPor eso, es tan importante estar muy cerca del Maestro, "seguirle a poca distancia", ser "su sombra". Por eso, es tan necesario no "descolgarnos" ni "perder de vista" a Dios ni a su Iglesia. Por eso, es tan crucial que "cultivemos" nuestra vida interior y que seamos "constantes en la oración" (1 Tes 5,17).

Perseverar es imitar a Cristo camino del Calvario. Es levantarse una y otra vez a pesar del enorme peso de la cruz. Es enfocarse en la meta y no en el sufrimiento. Es encaminarse al martirio sin desfallecer, porque al final está la recompensa de la resurrección. 
Toda la Palabra de Dios es una guía de perseverancia y, concretamente, el Apocalipsis, un manual para resistir hasta el final. Perseverar es imposible sin ir de la mano del Señor y sin escuchar su voz. 

Cristo nos da ánimos continuamente, nos promete que perseverar no es infructuoso, y nos asegura que resisitir no es "en balde": "Conozco tus obras, tu fatiga, tu perseverancia, que no puedes soportar a los malvados (...) Tienes perseverancia y has sufrido por mi nombre y no has desfallecido (...) Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en el paraíso de Dios(Ap 2,2-3 y 7).




JHR